Los límites de la cultura
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Los límites de la cultura

Crítica de las teorías de la identidad

  1. 272 páginas
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Los límites de la cultura

Crítica de las teorías de la identidad

Descripción del libro

¿Cómo entender hoy la convivencia entre culturas, los sentimientos de identidad y pertenencia, la idea de nación? Las teorías posmodernas han firmado el acta de defunción de estos conceptos: han dicho que lo único que existe son diferencias, efectos ilusorios de identidad. La cultura o la nación serían así meras ficciones, objetos construidos por operaciones discursivas que pueden ser desmontadas. Semejante formulación soslaya que estas invenciones son productos históricos y que tienen consecuencias en el modo en que las personas y los grupos elaboran, escenifican y dan sentido a su experiencia cotidiana.En este libro, Alejandro Grimson indaga los desafíos de la realidad intercultural en que vivimos, para pensar posibles horizontes de imaginación social y política. Con clara vocación crítica, dispara contra las perspectivas que han enaltecido la diversidad ignorando deliberadamente los poderes en juego y las desigualdades sobre las que muchas veces están fundadas las diferencias. Por ello, en estas páginas se trata del fin de los "fines" anunciados, se postula una reconstrucción del constructivismo y se reponen los sentidos políticos del intervencionismo banalizador.Atento a la heterogeneidad de las sociedades, a los debates políticos y culturales de las últimas décadas, y a los procesos desencadenados por los movimientos sociales, Grimson subraya la necesidad de cambiar las matrices teóricas. Al proponer nuevas miradas sobre la alteridad, la xenofobia, el racismo o los fundamentalismos contemporáneos, redefine una teoría de la cultura. La potencia política de su argumento radica en que apuntala la búsqueda de nuevos acuerdos que impliquen una vida en común y un horizonte socialmente igualitario.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789878010472
1. Dialéctica del culturalismo
La diversidad cultural ha ingresado al centro de los debates teóricos acompañando los procesos de creciente interconexión global y la multiplicación de las relaciones interculturales en la cotidianidad del mundo contemporáneo. Muchas veces para “celebrarla” en declaraciones públicas antes que para vivir en ella. Otras veces para denostar, menospreciar o aniquilar la diferencia. En cierto sentido, la percepción de la diversidad como un problema o un mal tiene un origen bíblico. Recordemos que después del diluvio universal “la tierra fue un único idioma y de palabras similares”. Fue entonces cuando los hombres imaginaron y comenzaron a construir la torre de Babel. Dios descendió a observar lo que construían y les dijo: “Si como un solo pueblo y con un idioma único para todos han comenzado a comportarse así, entonces nada de lo que se propongan hacer les será imposible”. Dicho esto, Dios confundió los idiomas para que nadie comprendiera el lenguaje del prójimo. “Por eso se la denominó Babel”: el portal de Dios.
En el relato bíblico Dios castiga la arrogancia excesiva –o la amenaza latente– de los seres humanos que intentan llegar al cielo con una torre. La amenaza sería una mancomunión que podría volverlos tan poderosos como dioses. El castigo consiste en dividirlos e impedir que puedan comprenderse unos a otros. Es decir que el origen de la diversidad lingüística y cultural en el Génesis es el castigo divino ante la comunidad de la comunicación. La homogeneidad es poderosa y eficaz. La inconducente heterogeneidad es el estado propiamente humano, distante de lo divino.
Ha habido infinitas interpretaciones sobre Babel y sobre el valor bíblico de la diversidad. Dado que no es nuestro objeto de análisis, ni podría serlo, diremos simplemente que una de las interpretaciones más recientes de Babel –la que realizara Saramago en su novela Caín– también señala que hay un significado de punición en el acto fundador de la diversidad. En su reescritura de las historias del Antiguo Testamento, Caín llega a Babel cuando Dios acaba de castigarlos:
A medida que se aproximaba, el ruido de las voces, primero tenue, iba creciendo hasta transformarse en perfecta algaraza. Parecen locos, locos de atar, pensó Caín. Sí, estaban locos de desesperación porque hablaban y no conseguían entenderse, como si estuviesen sordos, y gritasen cada vez más alto, inútilmente. Hablaban lenguas diferentes y en algunos casos se reían y burlaban unos de otros como si la lengua de cada uno fuera más armoniosa y más bella que la de los demás. Lo curioso del caso, y eso todavía no lo sabía Caín, es que ninguna de esas lenguas existía antes en el mundo, todos los que allí se encontraban tenían un solo idioma de origen y se comprendían sin la menor dificultad [...]. Qué guirigay es éste, preguntó Caín, y el hombre le respondió, Cuando vinimos de Oriente para asentarnos aquí hablábamos todos la misma lengua. Y cómo se llamaba, quiso saber Caín. Como era la única que había no necesitaba tener un nombre, era la lengua, nada más. [...] Luego decidimos construir una ciudad con una gran torre, esa que ves ahí, una torre que llegase al cielo [...] el señor vino a inspeccionar y no le gustó [...] dijo que después de habernos puesto a hacer la torre ya nadie nos podría impedir que hiciéramos lo que quisiéramos, por eso nos confundió las lenguas y a partir de ese instante, como ves, dejamos de entendernos. Y ahora, preguntó Caín. Ahora no habrá ciudad, la torre no se terminará y nosotros, cada uno con su lengua, no podremos vivir juntos como hasta ahora (Saramago, 2009: 94-96).
La incomprensión mutua entre los seres humanos, la imposibilidad de la convivencia en la diferencia, se entiende como un castigo divino.
Los modos en que se ha conceptualizado la diversidad se encuentran imbricados con las formas en que se han imaginado las relaciones entre “nosotros” y “los otros”. Ahora bien, en el plano del debate teórico, tanto la visión progresista de la defensa de la diversidad como la alarma conservadora ante el “choque de civilizaciones”, pasando por las denuncias de que toda diferencia se explica por una desigualdad social, simplifican o a veces desconocen la historia teórica del concepto de “cultura”. También, como se verá más adelante, la historia de la noción de identidad. Más aún, estas visiones muchas veces ignoran las reflexiones más sofisticadas que, desde el propio núcleo antropológico, se han realizado sobre las complejas relaciones entre esos dos términos.
Los conceptos de cultura e identidad ocupan desde hace tiempo el centro de los debates teóricos de la antropología y las ciencias sociales. Las críticas al esencialismo se han puesto tan de moda que se han tornado repetitivas. Al mismo tiempo, no siempre resulta claro cómo se pensaban la cultura y la identidad desde el esencialismo, y qué es, con precisión, aquello que se le critica. Como propuse en la introducción, una perspectiva distanciada tanto del esencialismo como del posmodernismo resulta interpretativa y políticamente imprescindible. Comenzaremos este capítulo considerando brevemente la historia del concepto antropológico de cultura y sus implicancias ético-políticas, para después abordar la cuestión de la diversidad.
Cultura: un concepto antropológico con implicancias políticas
En la tradición antropológica el concepto de “cultura” se asociaba a una cierta intervención ético-política, además de tener fuertes consecuencias epistemológicas y metodológicas. El primer concepto antropológico de cultura se opuso a la idea de que hay gente “con cultura” y gente “sin cultura”, de que el mundo se divide entre personas “cultas” e “incultas”. Ya en 1871 Tylor había planteado un concepto de cultura asociado a los conocimientos, creencias y hábitos que el ser humano adquiere como miembro de la sociedad. Esta noción contrastaba con la idea de que la cultura se restringía a la llamada “alta cultura”, a la perfección espiritual de la música clásica o las artes plásticas consagradas. Todas las actividades y pensamientos humanos son aspectos de la cultura. Hay diferentes culturas, pero todos los seres humanos tienen en común el hecho de ser seres culturales.
Esta idea continúa siendo importante, dado que todavía son muchas las personas e instituciones que clasifican a los seres humanos como “cultos” e “incultos”, sin percibir que al hacerlo evalúan a grupos que tienen una cultura distinta desde un punto de vista particular. Y en esta evaluación, lo diferente es considerado (implícita o explícitamente) como inferior, lejos de entenderlo como un desafío al conocimiento y la comprensión. Ahora bien, después del evolucionismo de Tylor, la idea de relativismo sólo apareció desarrollada por Boas algunas décadas más tarde. En Europa y los Estados Unidos predominaban las ideas racialistas. Frente a esas concepciones, la antropología explicó y demostró la completa autonomía entre lo físico y lo cultural. Ninguna cuestión genética puede explicar las diferentes cosmovisiones, mitos, celebraciones, ideologías y rituales de la humanidad. Esa heterogeneidad es cultural, y la cultura no se lleva en la sangre. Se aprende en la vida social.
Mientras la idea de raza clasificaba a los seres humanos desde la biología, la inmutabilidad y la jerarquía, el concepto de cultura, aplicado ahora a las diferentes culturas, pasaba a clasificarlos desde la vida social y la historicidad e implicaba, por lo tanto, un planteo relativista. Boas introdujo la idea de pluralidad cultural, según la cual no sólo era importante “la cultura” en singular sino también el estudio de “culturas” específicas. En su perspectiva, una cultura particular sólo es comprensible a partir de su historia. Una creencia o un hábito cultural sólo pueden ser comprendidos en el marco de un universo específico de sentido. Pretender evaluar las creencias o las prácticas diferentes de las nuestras fuera de sus contextos, a la luz de nuestros propios valores, no sólo implica desconocer la diversidad humana, sino también actuar de modo etnocéntrico.
Durante mucho tiempo el etnocentrismo “científico” fue contemporáneo del colonialismo. La suposición de que los pueblos no occidentales eran inferiores constituía un argumento que legitimaba el poder colonial. En ese sentido, antropólogos como Malinowski promovieron una crítica de la concepción racionalista del “hombre” dominante en Occidente. Sostuvieron que, lejos de ser “salvajes” e “ilógicos”, los pueblos no occidentales tenían un estilo de vida distintivo, racional y legítimo que debía ser valorado. Esta tesis entra en tensión con la proclamada misión civilizadora del proyecto colonial europeo.
Para poder comprender una cultura es necesario comprender a los otros en sus propios términos, sin proyectar nuestras propias categorías de modo etnocéntrico. Al mismo tiempo, resulta imprescindible tomar distancia de nuestra propia sociedad para poder estudiarla y comprenderla: “hacer antropología es realizar esa transformación de lo familiar en lo exótico y de lo exótico en lo familiar” (DaMatta, 1987: 14). Así, la noción de cultura pretendía dar una respuesta y ofrecer un abordaje para entender la unidad y la diversidad del género humano. Si la cultura era aquello que establecía la distinción universal de los seres humanos con respecto a la naturaleza, era a su vez la base de las diferencias. Si todos los seres humanos son seres culturales, se afirmaba, cada cultura es en consecuencia particular y diferente de las otras.
Después del Holocausto, las concepciones racialistas quedaron desacreditadas. A medida que se deslegitimaban los criterios biológicos, comenzaron a explorarse otros modos de clasificación. Después de 1945, con el abandono del concepto de raza para legitimar legislaciones o políticas públicas, aumentó sostenidamente el uso social y político del concepto de cultura.
El archipiélago cultural y sus problemas
La expansión del concepto implicó nuevos problemas. Como hemos mencionado, el relativismo y la crítica al racismo tuvieron un enorme potencial democratizador. Aunque fuera difícil de percibir en aquella época, ambas cuestiones cumplieron un papel muy relevante en diferentes momentos del siglo XX. La idea de que no hay jerarquías entre los grupos humanos, de que las diferencias son sociales y no naturales, y de que esas diferencias deben comprenderse a partir de la historia y la especificidad de cada grupo son argumentos a favor de la diversidad humana.
Sin embargo, la sustitución de la imagen de un mundo dividido en razas por la de un mundo dividido en culturas o áreas culturales es también fuertemente problemática. Si, por ejemplo, pretendiéramos pintar un mapamundi con un color diferente para cada lengua, nos encontraríamos con que ya no hay coincidencia entre idioma y territorio. Dado que hay hispanohablantes residentes en los Estados Unidos, turcos en Alemania y coreanos en varios países latinoamericanos, ya no existen grandes ciudades donde sólo se hable una lengua. Si abarcamos también la música, los rituales y la gastronomía o alguno de los elementos cruciales de cualquier definición de cultura, rápidamente advertiremos que cada ciudad es Babel y que la diversidad no está distribuida en el espacio, sino más bien puesta en juego en cada espacio.
Sin embargo, si en la forma de imaginar la población mundial a fines del siglo XIX los colores de piel parecían ocupar un papel central, la idea de que el globo es un archipiélago de culturas diversas resulta muy potente en la actualidad. Es interesante notar que algunas de las regiones donde se desarrolló la antropología social y cultural a inicios del siglo XX, como Melanesia, eran fáciles de percibir como archipiélagos de culturas. Un conjunto de islas donde en la actualidad conviven unas setecientas lenguas puede ser una raíz potente para la pervivencia de la metáfora del archipiélago.
Así, durante una larga etapa de la teoría antropológica tendió a aceptarse que cada comunidad, grupo o sociedad era portadora de una cultura específica. Los estudios se consagraron, por lo tanto, a describir y comprender una cultura particular o áreas culturales. Dado que esa descripción se concentraba fundamentalmente en los valores o costumbres compartidos por los miembros de una sociedad, se ponía énfasis en la uniformidad de cada uno de los grupos.
Ahora bien, las fronteras pueden concebirse de modo fijo tanto entre razas como entre culturas, así como la afirmación de las diferencias entre esas culturas puede traducirse –aunque no sea la intención– en la legitimación de una jerarquización, cuando no en un instrumento clave para el dominio efectivo de esos grupos o personas.
Crisis de la metáfora insular
Tres fenómenos sociales resquebrajaron la imagen del archipiélago. Si para construir una idea de homogeneidad cultural en una sociedad colonial era necesario hacer como si no hubiera presencia occidental, los procesos de independencia en Asia y África tornaron inverosímil la idea de uniformidad o de “pureza preservada” de esas sociedades. Las presencias imperiales fueron y son elocuentes respecto de la heterogeneidad y la desigualdad en ciertos territorios. En segundo lugar, las migraciones –que en muchos países centrales son consideradas, incluso por intelectuales, un fenómeno de fines del siglo XX– demostraron que, si alguna vez hubo “islas culturales”, las personas, no obstante, se mueven desde hace tiempo de una isla a otra. En realidad, las migraciones y las convivencias interculturales son al menos tan antiguas como los registros escritos de la humanidad. Lo que algunos autores que viven en Europa o en los Estados Unidos perciben como un novedoso fenómeno migratorio alude empíricamente al hecho de que, en las últimas décadas, las migraciones desde el Tercer Mundo hacia sus países de residencia aumentaron cualitativamente. Ni el colonialismo ni los procesos migratorios desde Europa hacia otras regiones del mundo forman parte de sus análisis sobre el contacto intercultural. En Buenos Aires, por ejemplo, donde a inicios del siglo XX cuatro de cada cinco trabajadores habían nacido en Europa, la inmigración no podría considerarse un fenómeno de fines de ese siglo. Si pensamos en tiempos más largos, en varios siglos, sólo podría creerse que las migraciones son una novedad si se entienden como “migración” no todos los desplazamientos humanos, sino sólo los movimientos de personas entre Estados nacionales. Ese naciocentrismo que consiste en reducir las migraciones a las migraciones internacionales es muy frecuente (véase Caggiano, 2010). En tercer lugar, la transformación de las tecnologías de la comunicación planteó un horizonte nuevo en el que –aunque la mayoría de las personas no se trasladen– los símbolos y los mensajes se desplazan generando una conciencia de contemporaneidad. Así, la heterogeneidad cultural en un mismo espacio es menos novedosa que su visibilidad.
Esa visibilidad produjo un impacto sobre el concepto de cultura. Hannerz (1996) afirma que, a pesar de la diversidad de los conceptos de cultura, la antropología intentó combinar tres supuestos: 1) la cultura se aprende en la vida social; 2) la cultura está integrada de alguna manera; 3) la cultura es un sistema de significados diferente en cada grupo, y los grupos pertenecen a un territorio. Sin embargo, dice Hannerz, ¿podemos considerar hoy a la cultura como algo integrado y coherente? ¿Podemos considerarla como un fenómeno territorial? El segundo supuesto, vinculado a la integración que la cultura implica, fue cuestionado hace ya muchos años por antropólogos como Turner, Barth e incluso Geertz. El tercer supuesto se ha visto cada vez más afectado “por la creciente interconexión espacial”.
Para autores como Hannerz o Appadurai, esa interconexión está vinculada básicamente a las migraciones y los medios. Hannerz señala que “a medida que las personas se desplazan con sus significados, y a medida que los significados encuentran formas de desplazarse aunque las personas no se muevan, los territorios ya no pueden ser realmente contenedores de una cultura” (1996: 24). Cabe introducir un matiz: las personas, especialmente cuando migran, se desplazan portando significados que luego rearman y transforman de modos diversos en las regiones donde se asientan o circulan. Por otra parte, los medios masivos difunden significantes y textos globales que permiten negociar y disputar los significados en niveles no sólo locales o nacionales. En otras palabras, si como dice Hannerz ya no podemos asociar cultura y territorialidad de modo simplista, no es porque los significados se desplacen sino porque son reorganizados, negociados y disputados en los procesos de interconexión.
El debate sobre la “cultura” muchas veces opone la idea de homogeneidad a la opción de abandonarla en los basurales de los conceptos teóricos vetustos. La reificación o la deconstrucción de la cultura abren una ciénaga en la que las retóricas de la biodiversidad se entrecruzan riesgosamente con los profetas del clash of civilizations.
El concepto de cultura, entendido como conjunto de elementos simbólicos o bien como costumbres y valores de una comunidad asentada en un territorio, es problemático en términos teóricos y en términos ético-políticos. Las principales dificultades teóricas que presenta surgen de que tiende a considerar a los grupos humanos como unidades discretas clasificables en función de su cultura, como en otras épocas lo eran en función de la raza; sustenta la clasificación en el supuesto de que esas unidades tienen similitudes internas y diferencias con su exterior; y diseña un mapa de culturas o áreas culturales con fronteras claras, fundado en la idea del mundo como “archipiélago de culturas”.
Los supuestos que equiparan grupos humanos a conjuntos delimitables por valores o símbolos son equivocados porque tienden a pasar por alto que dentro de todo grupo humano existen múltiples desigualdades, diferencias y conflictos –entre generaciones, clases y géneros–, que dan lugar a su vez a una gran diversidad de interpretaciones; que los grupos tienen historia y que sus símbolos, valores y prácticas son recreados y reinventados en función de contextos relacionales y disputas políticas diversas; que las fronteras entre los grupos son mucho más porosas que la imagen de un mundo dividido –el mundo se encuentra interconectado y existen personas y grupos con interconexiones regionales o transnacionales diversas–; y que, por lo tanto, las personas y los símbolos no pueden asociarse de modo simplista a un territorio determinado.
La politización de un concepto polémico
Como dijimos al comienzo, los conceptos de cultura de Tylor, Boas y Malinowsky tuvieron consecuencias ético-políticas (Wright, 1997). A medida que esos conceptos se impusieron y naturalizaron como sentido común, los antropólogos cuestionaron el gesto simplificador de identificar un grupo con una cultura. Sin embargo, esa idea de la cultura como esencia se convirtió poco a poco en un nuevo eje de la intervención política.
Los procesos de distinción social, desde ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Portada
  4. Copyright
  5. Dedicatoria
  6. Introducción
  7. 1. Dialéctica del culturalismo
  8. 2. Conocimiento, política, alteridad
  9. 3. Las culturas son más híbridas que las identificaciones
  10. 4. Metáforas teóricas: más allá de esencialismo versus instrumentalismo
  11. 5. Configuraciones culturales
  12. 6. La interpretación de las imbricaciones culturales
  13. Epílogo
  14. Bibliografía