La situación de la clase obrera en Inglaterra
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Friedrich Engels

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Friedrich Engels

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Cuando un individuo causa un daño a otro sabiendo de antemano que las consecuencias van a ser mortales, está cometiendo un asesinato; en la presente obra, Friedrich Engels se propone demostrar que la naciente sociedad capitalista de la Inglaterra victoriana es culpable de asesinato, cada día, a cada minuto. Ella ha reducido al proletariado a un estado tal que, necesariamente, este cae víctima de una muerte prematura y antinatural. Si niega a miles de individuos las condiciones necesarias para la vida; si los constriñe –con el inflexible brazo de la ley– a permanecer en tal situación hasta sucumbir; si esa sociedad sabe que los obreros mueren en tales condiciones y, sin embargo, no solo permite que perdure tal estado de cosas, sino que lo fomenta por propio interés; todo ello constituye un asesinato premeditado, un asesinato ante el que todo obrero queda indefenso. Y de ningún modo es una muerte accidental: las instituciones conocen la aciaga situación de la clase obrera y nada hacen a fin de mejorarla.Sumergiéndose en documentos oficiales, informes del parlamento y del gobierno, analizando sus propias vivencias y acudiendo a los periódicos de la época, Engels investiga y relata la situación a la que se ven condenados los trabajadores en Inglaterra. Con un tono periodístico no solo desgrana cuáles son las condiciones laborales de la clase obrera –desde la industria textil hasta la extractora en minas–, expone cómo son sus viviendas, en qué consiste su alimentación o qué educación reciben, sino que también expone cómo surge el espíritu emancipador en el pueblo inglés y cómo comienza a organizarse el movimiento obrero.

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Información

Año
2020
ISBN
9788446048909
Categoría
History
Categoría
Social History
VI
Las ramas aisladas de trabajo. Los obreros industriales en su estricto significado
Si queremos ahora observar más de cerca las ramas aisladas más importantes del proletariado industrial inglés, deberemos comenzar por los obreros industriales, esto es, por aquellos que están sometidos a la Factory Act. Esta ley regula el tiempo de trabajo de las fábricas donde, con ayuda de la fuerza hidráulica o del vapor, se tejen o se hilan la lana, la seda, el algodón y el lino, y se extiende por ello a las ramas más importantes de la industria inglesa. La clase que vive de ellos es la más numerosa, la más vieja, la más inteligente y la más enérgica, pero, por esto también, la más inquieta y la más odiada por la burguesía, entre todas las clases de obreros ingleses; los obreros que la componen, y especialmente los obreros de las fábricas de algodón, están a la cabeza del movimiento obrero, como sus patrones, los industriales, especialmente los de Lancashire, están a la cabeza de la agitación burguesa.
Hemos visto ya, en la «Introducción», cómo la masa obrera que trabaja en estos puestos del sector textil fue la primera que sufrió modificaciones en su forma de vida a causa del empleo de la maquinaria. No debemos, por lo tanto, asombrarnos si el progreso de los descubrimientos mecánicos, en posteriores años, la ha sacudido más grandemente y de continuo. La historia de la fabricación del algodón, como leemos en Ure[1], Baines[2], etc., explica perfectamente las nuevas mejoras; la mayor parte de ellas ha sido también introducida en las otras ramas industriales. Casi en todas partes, el trabajo manual es reemplazado por el trabajo de las máquinas, casi todas las manufacturas emplean la fuerza hidráulica o del vapor, y cada año trae nuevos adelantos.
En un sistema social ordinario, tales mejoras serían agradables; en un sistema de guerra de todos contra todos, individuos aislados se apropian de los beneficios rápidamente arrebatando cualquier modo de subsistencia a los demás. Cada mejora de las máquinas desocupa a más obreros, y cuando más notable es el perfeccionamiento, más numerosa se vuelve la clase de los sin trabajo; cada adelanto tiene, sobre cierto número de obreros, la acción de una crisis comercial, produce miseria, hambre, delincuencia. Tomemos un ejemplo: enseguida después de la primera invención, la jenny, puesta en movimiento por un solo obrero, producía, por lo menos, el séxtuplo de lo que podía hacer en igual tiempo el hilador, de modo que, por cada nueva jenny quedaban sin pan cinco hiladores. La mule[3], que requería un número todavía menos de obreros, tuvo la misma acción, y cada mejora de la mule suponía un aumento del número de los obreros innecesarios. Pero el aumento del número de husos que una mule podía trabajar fue tan notable, que cuadrillas completas de obreros quedaron sin trabajo; porque si antes un hilador, con un par de muchachos (piecers) ponía en movimiento 600 husos, ahora podía vigilar él solo de 1.400 a 2.000 husos, pertenecientes a dos mule; por esto, dos hiladores adultos y una parte de los piecers ocupados por ellos quedaban sin trabajo. Y después de que en una gran parte de las máquinas de hilar fueron introducidos los self-actors, cesó la función del hilador, que fue ejercida por las máquinas. Tenemos delante un libro[4], escrito por uno de los jefes reconocidos del cartismo, James Leach. Este trabajó mucho tiempo en diversas ramas de trabajo, en las fábricas y en las minas de carbón, y lo conozco como hombre digno de fe, capaz y hábil. Le fueron suministradas, a causa de su posición política, las más difundidas noticias sobre diversas fábricas, informes recogidos por los mismos trabajadores; en su libro publica cuadros en los que resalta que, en 1841, había en 35 fábricas 1.060 hilanderos de la mule menos que en 1829, mientras que el número de husos, en esas 35 fábricas, había aumentado en 99.239. Menciona 5 fábricas donde no hay ni un solo hilandero, porque estas fábricas solamente utilizan self-actors. Mientras el número de husos aumenta en un 10 por 100, el número de hilanderos disminuye en más del 60 por 100. Y, continúa Leach, después de 1841 se introdujeron tantas mejoras, por el refuerzo de los husos (double decking) y otras cosas, que en algunas de las ya citadas fábricas queda entonces desocupada de nuevo la mitad de los hilanderos; solamente en una fábrica, donde poco antes había 80 hilanderos, ahora hay 20; los otros fueron despedidos y deben hacer el trabajo de los niños, por un salario de niños. Lo mismo dice Leach referente a Stockport, donde en 1835 había 800 hilanderos, mientras en 1843 no había ocupados más que 140, aunque la industria de Stockport, en los últimos 8 o 9 años, se haya desarrollado notablemente. En las fábricas para cardar se han hecho ahora adelantos similares, de modo que la mitad de los obreros quedaron sin pan. En una fábrica se han introducido los telares reforzados, que dejan desocupados 4 muchachos de cada 8; además, el fabricante ha rebajado el salario de los 4 que trabajaban de 8 a 7 chelines. Lo mismo ha ocurrido en la tejeduría. El telar mecánico ha asumido la función de la tejeduría manual, y como produce mucho mas que el telar manual, y un obrero puede vigilar dos telares mecánicos, una multitud de obreros han quedado sin trabajo. Y otro tanto ha ocurrido en todas las otras ramas de la fabricación, en la hiladuría de la lana y del lino y en la trama de la seda; igualmente, el telar mecánico comienza a invadir ramas particulares de la tejeduría de la lana y el lino; solamente en Rochdale, hay más telares mecánicos que a mano, ocupados en la tejeduría de la franela y otros géneros de lana. La burguesía siente el deber de replicar que las mejoras de las máquinas, por las cuales los gastos de producción disminuyen, ofrecen las mercancías a un precio menor, que a tal precio mínimo corresponde cierto aumento del consumo, que los obreros que quedan desocupados encuentran pronto trabajo en otras fábricas nuevas[5]. Sin duda, la burguesía tiene completa razón cuando dice que, en ciertas condiciones favorables para el general desenvolvimiento industrial, a cada disminución del precio de una mercancía dada, cuya materia prima cuesta poco, el consumo aumenta en mucho y son abiertas nuevas fábricas; pero, en otro sentido, cada palabra de su afirmación es una mentira. No tiene ella en cuenta todo lo que sobreviene, hasta las consecuencias de la disminución de los precios, hasta la apertura de nuevas fábricas; no dice que todas las mejoras en las máquinas vuelcan sobre ellas, de más en más, el verdadero trabajo que requiere aplicación, y que de tal modo el trabajo de los hombres adultos se transforma en una simple vigilancia, por lo que puede ser realizado por una débil mujer o por un niño, y además, por la mitad o un tercio del salario; que entonces los hombres adultos son arrojados de la industria: no hay ocupación para ellos, pese al creciente ritmo de fabricación; la burguesía no dice que, por esto, ramas completas de trabajo son suprimidas o transformadas, y deben aprenderse de nuevo, y se guarda bien de aclarar si se ha de abolir el trabajo de los muchachitos –especialmente, porque el trabajo en las fábricas debe aprenderse en la niñez, antes de los diez años, para que pueda asimilarse bien–. No dice que el desarrollo de las máquinas va en continuo aumento, y que al obrero le ocurre que, tan pronto como aprende a trabajar en una rama de trabajo, es eliminada esta, y así el último resto de seguridad que todavía le quedaba en su vida le es arrebatado. Pero la burguesía recibe el beneficio de la mejora de las máquinas; durante los primeros años, cuando todavía trabajaban muchas máquinas viejas y sus desarrollos no se habían introducido, aprovechó la más bella ocasión para ganar dinero, y seria pretender demasiado que ella tuviera también ojos sobre los inconvenientes de la máquina perfeccionada.
Que las máquinas perfeccionadas rebajan el salario es también rebatido por la burguesía, mientras los obreros lo afirman cada vez más. La burguesía sostiene que, aunque con la producción facilitada, el salario por mano de obra haya bajado, el salario total semanal, en lugar de bajar, ha subido, y que la situación de los obreros ha mejorado antes que empeorado. Es difícil ir al fondo del asunto, porque los obreros se apoyan en la disminución de la manufactura; entretanto, es cierto que también el salario semanal, en diversas ramas de trabajo, ha bajado por la introducción de las máquinas. Los llamados hilanderos finos (aquellos que hilan el hilado para la mule) piden salarios altos, de 30 a 40 chelines por semana, porque forman una fuerte asociación para mantener alto el salario, y su trabajo solo puede aprenderse difícilmente; pero los hilanderos comunes, que deben hacer competencia a las máquinas automáticas no usadas para el hilado fino, y cuya asociación es debilitada por la introducción de tales máquinas, perciben, por el contrario, un salario muy bajo. Un hilandero aplicado a la mule me decía que él no ganaba un salario superior a 14 chelines semanales, y tal afirmación concuerda con lo que dice Leach: que en diversas fábricas los trabajadores comunes ganan por debajo de 16,5 chelines, y que un hilandero que tres años atrás ganaba 30 chelines, ahora apenas podía ganar 12,5 chelines, y que en el año anterior no ganaba nada más, término medio. El salario de las mujeres y los niños puede haber caído poco, porque desde el principio era bajo. Conozco mujeres viudas que tienen hijos; ganan penosamente por semana de 8 a 9 chelines y ni ella ni su familia pueden con tal suma vivir dignamente; convendrá en ello cualquiera que conozca los precios de los artículos de consumo en Inglaterra. Lo que afirman todos los obreros es que el salario ha bajado en general por los adelantos mecánicos; que la afirmación de la burguesía fabricante, según la cual la situación de la clase trabajadora habría mejorado por la introducción de las máquinas, es ruidosamente desmentida por esta clase, como se puede oír en toda reunión obrera de los distritos industriales. E igualmente, si fuese verdad que solo el salario relativo, el salario a destajo, ha descendido, y que el salario absoluto, la suma de ganancia semanal, permanece firme, ¿qué se deduciría? Que los obreros han debido mirar tranquilamente cómo los señores fabricantes llenaban sus bolsas y sacaban beneficios de cada mejora, sin darles a ellos la más pequeña parte. La burguesía olvida, cuando lucha contra los obreros, también los más comunes principios de su economía nacional. Ella, que juraba sobre Malthus, objeta, en su angustia, a los obreros: ¿dónde habrían podido encontrar trabajo sin las máquinas, los muchos millones que ha aumentado la población inglesa?[6]. ¡Tonterías! Como si la burguesía no supiese bastante bien que sin las máquinas, y el consiguiente desarrollo industrial, estos «millones» no se habrían producido y crecido. Esto es, simplemente, lo que las máquinas han traído de útil a los obreros: les han hecho sentir la necesidad de una reforma social, por la cual las máquinas no trabajarían más en contra, sino a favor de los obreros. Los sabios señores burgueses pueden interrogar, alguna vez, a la gente que limpia las calles de Mánchester, o de otra parte (esto, en verdad, no sucede jamás, puesto que también para esta tarea se inventan y aplican máquinas) o que venden sal, naranjas, fósforos, en las calles, o que debe pedir limosna; de la mayoría obtendrá la misma respuesta: somos obreros industriales, desocupados a causa de las máquinas. Las consecuencias del perfeccionamiento de estas son, para los obreros y en las modernas condiciones sociales, solo desfavorables, y con frecuencia oprimentes en el mayor grado; cada nueva máquina trae, miseria e indigencia –y en un país como Inglaterra, donde hay casi siempre «población excedente», la carencia de trabajo es lo peor que puede suceder al obrero en el mayor número de casos–. Y es también digno de observarse qué agotadora influencia debe de tener esta inseguridad en la vida, ocasionada por el progreso incesante de las máquinas y la consiguiente desocupación, sobre obreros que llevan tanto tiempo en situación tan incierta. Para librarse de la desesperación, también en este caso se abren al obrero dos vías: la interna y externa rebelión contra la burguesía, o el beber, y sobre todo la desmoralización. Y los obreros ingleses están acostumbrados a buscar en ambas refugio. La historia del proletariado inglés registra centenares de rebeliones contra las máquinas, y especialmente contra la burguesía; de la desmoralización ya hemos hablado. Esta es, ciertamente, otra especie de desesperación.
Los obreros que deben competir con la primera máquina que viene a ocupar un puesto en la fábrica viven en las peores condiciones. El precio del artículo fabricado por ellos se fija al igual que el fabricado por la máquina, y puesto que la máquina trabaja más barato, el obrero que le hace competencia recibe un salario menor. Esta condición se presenta a cada obrero que trabaja en una máquina vieja y tiene que competir con las máquinas posteriormente perfeccionadas. Naturalmente, ¿quién otro habría de soportar el daño? El fabricante no quiere abandonar su máquina, ni quiere, tampoco, sufrir perjuicios; no puede obtener de la máquina muerta ninguna indemnización; por lo tanto, se remite al obrero viviente, a la universal cabeza expiatoria de la sociedad. Entre estos obreros que hacen la competencia a las máquinas, los más maltratados son los tejedores manuales de la industria algodonera. Esta gente recibe el salario más bajo, y en pleno trabajo no están en situación de ganar, por semana, más de 10 chelines. Toda especie de tejido es hecho más rápidamente en el telar mecánico, y además, la tejeduría manual es el último refugio de todos los obreros que quedan desocupados en las otras ramas de trabajo, de modo qu...

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