Literatura y dinero
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Literatura y dinero

  1. 80 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Literatura y dinero

Descripción del libro

Literatura y dinero, de Émile Zola, sigue manteniendo su relevancia para cualquier aproximación que se pretenda hacer a la hora de investigar e interpretar el complejo mundo de las relaciones entre el escribir y sus circunstancias, entre la creación literaria y la economía, entre lo que llamamos literatura y la industria editorial, entre la escritura y el mercado, entre la cultura y el dinero.Prólogo de Constantino Bértolo,

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Información

Año
2020
ISBN de la versión impresa
9788412049398
ISBN del libro electrónico
9788412271669
Categoría
Literature

literatura y dinero

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He estado releyendo últimamente los estudios críticos de Sainte-Beuve, una serie interminable de volúmenes que hacen las veces de confesiones. En el curso de esta lectura, me he quedado sorprendido por los profundos cambios que se han producido en nuestro espíritu literario. Sainte-Beuve, hombre de una inteligencia tan fértil y dúctil, tan capaz de valorar las obras de su tiempo, no dejaba de reconocer cierta debilidad por las obras del pasado; sentía auténtica devoción por los antiguos y los clásicos. En una página, en una frase, a propósito de cualquier cosa, dejaba escapar su lamento, una nostalgia de los tiempos pasados, del siglo xvii sobre todo. Reconocía el valor de la época actual, presumía de conocer y de comprender todas sus producciones, pero se dejaba llevar por su temperamento, se volvía hacia el pasado, que era donde más cómodo se sentía, con sus recuerdos de erudito letraherido y su nostalgia autocomplaciente. Había nacido doscientos años demasiado tarde. Nunca he entendido mejor los encantos del alma literaria que cultivaba la vieja Francia. Sainte-Beuve ha sido, sin duda, uno de los últimos en lamentar y llorar este viejo mundo ya decadente; y la nota es tanto más vibrante en su caso cuanto que tiene un pie puesto en cada época, el pasado y el presente, y es, por tanto, más parte que juez en ella. Las auténticas confesiones se hacen en épocas turbias, con un grito personal de dolor.
Veamos pues la idea que Sainte-Beuve se hace del escritor cuando remite a ese pasado soñado. El escritor es un erudito, un ilustrado que precisa, por encima de todo, de ociosidad. Vive encerrado en una biblioteca, lejos del mundanal ruido, en dulce trato con las Musas. Es una voluptuosidad permanente, una delicadeza del alma, un cosquilleo del espíritu, un mecerse el alma entera. La literatura es aquí el pasatiempo exquisito de una sociedad distinguida, que encanta al poeta y procura la felicidad de un pequeño círculo. Nada que ver con las obligaciones, las noches en blanco o el trabajo ansiado y chapucero; todo lo contrario: una cortesía risueña para con la inspiración, obras escritas en el momento oportuno, con el alma y el corazón satisfechos. Solo la gente honrada es capaz de crear en semejantes condiciones; entiéndase, la gente rica o con alguna pensión, aquellos a quienes un dios ha proporcionado la ociosidad necesaria. Y ni se les pasa por la cabeza la idea de obtener una ganancia a cambio una vez el trabajo terminado. El escritor construye frases como el pájaro trina, para su propio disfrute y el de los demás. Si no se le paga al ruiseñor, ¿por qué habría de pagársele a él? Con darle de comer es bastante. Todo el mundo parece de acuerdo en que el dinero es una cosa vulgar que resta dignidad al hecho literario; al menos, no se sabe de nadie que se haya hecho rico escribiendo, algo poco sorprendente, y los propios escritores hacen gala de su pobreza aceptando vivir de una limosna principesca. Ellos son el ornamento, el artículo de lujo, algo que sale de la vida ordinaria, que no tiene que ver con un negocio, una fantasía que solo los grandes pueden permitirse, lo mismo que se paga a bufones y a saltimbanquis.
Insisto en los tipos particulares del espíritu literario. El escritor no tiene nada que ver con el sabio apasionado por la verdad, satisfecho con sus logros. Es ante todo un virtuoso que toca una melodía acorde con la retórica de su tiempo; los más normales se contentan con disertar sobre el hombre, un hombre abstracto, puramente metafísico. Y uno de sus mayores placeres consiste en glosar la Antigüedad, vivir en comunión más o menos estrecha con los griegos y los latinos. Vemos entonces al escritor en su estudio, rodeado de libros, respetuoso de la tradición, apoyándose siempre en los textos y sin más aspiración que escribir variaciones a partir de temas ya conocidos por lo general, tratando la literatura como a una dama de alta cuna que requiere de todo tipo de formalidades: y la gracia del oficio consistiría precisamente en perfeccionar estas formalidades hasta el infinito. En una palabra, el escritor se queda en las letras puras, los jueguecitos retóricos, los debates lingüísticos, la pintura literaria de los caracteres, de los sentimientos y de las pasiones, no ya buscados en su verdad fisiológica, sino hábilmente colocados en monólogos trágicos o pasajes llenos de elocuencia. La distancia que separa al erudito que investiga del escritor que describe sigue siendo infranqueable. Este último no se aparta del dogma filosófico y religioso, se halla encerrado en la esfera del espíritu, aun cuando posea un temperamento revolucionario. En verdad la literatura es un mundo aparte, el mundo literario tiene un sentido claro, se cultiva un jardín en el que cada género tiene su arriate, los tulipanes por un lado y las rosas por el otro. Un trabajo marcado que tiene su encanto a pesar de todo, lleno de recetas y fórmulas, pero rebosante de ese goce apacible de ver brotar las esperadas flores a su debido tiempo.
En aquella época son los salones los que moldean el espíritu literario y lo determinan. El libro es caro y tiene poca difusión; el pueblo no lee en absoluto, la burguesía tampoco. Todavía estamos lejos de la gran corriente lectora que se ha apoderado hoy de la sociedad entera. El lector apasionado que devora todo lo que ve en los escaparates de los editores sigue siendo excepción. Tampoco existe en materia literaria el público en general, lo que se llama la opinión, el sufragio universal, por así decirlo; y los salones, unos cuantos grupos de elegidos, son los únicos que dictan veredictos definitivos. Estos salones han reinado realmente en el mundo literario. Ellos decidían el lenguaje, los temas y la manera de tratarlos. Espulgaban las palabras, adoptando unas, rechazando las otras; sentaban las normas, lanzaban modas, hacían a los grandes hombres. De ahí el carácter literario al que me refería más arriba, una flor del espíritu, un pasatiempo amable, una distracción superior ofrecida a las gentes de bien. Imagínense uno de aquellos salones que dictaban la ley en materia literaria. Una mujer reunía a su alrededor a escritores cuya única preocupación era complacerla; se leían obras en petit comité, se conversaba largo y tendido, con todo el decoro y toda la delicadeza del mundo. El genio desbocado tal y como lo entendemos hoy día se hubiera sentido allí bastante fuera de lugar; en cambio, el talento simple se encontraba allí muy a gusto, reconfortado. Incluso en los primeros tiempos de la cortesía francesa, cuando los salones apenas nacían y los grandes señores se contentaban con tener a sueldo a un poeta lo mismo que tenían a un cocinero, las letras se encontraban en un estado de domesticidad que las ponía en manos de una casta privilegiada, a la que adulaban y cuyo criterio debían aceptar. Esto les daba todo tipo de amables cualidades: el tacto, el comedimiento, una mesura pomposa, una construcción y una lengua decorativas; y aun todos los deleites que podemos encontrar en una sociedad de mujeres distinguidas, las sutilidades y los refinamientos de la cabeza y del corazón, las conversaciones exquisitas sobre temas delicados, tocándolo todo sin meterse en nada, esas conversaciones junto al fuego que son como melodías tristes o alegres de la criatura humana. Así era el espíritu literario de los siglos pasados.
Naturalmente, los salones conducían a las academias. Allí, el espíritu literario florecía en su plenitud retórica. Liberado del componente mundano, no teniendo que habérselas ya con las mujeres, el escritor acababa convertido en gramático o retórico, ocupadísimo en las cuestiones de la tradición, la normativa y los ingresos. Tendrían que haber oído a Sainte-Beuve, espíritu libre donde los haya, cuando aún hablaba de la Academia con la seriedad y la indignación del buen empleado que acude a su despacho y queda descontento por la conducta y el modo de hacer de sus colegas. Muchos escritores disfrutaban con estas sesiones ocupadas en discutir sobre las palabras, a la greña en nombre de los oráculos de la Antigüedad. Entonces se tiraban a la cabeza su latín y su griego, se deleitaban con una pedantería compartida, en medio de una complicación extraordinaria de odios, envidias, batallitas y pequeños triunfos. No hay comunidad de vecinos donde se hayan intercambiado más sopapos que en la Academia. Durante dos siglos, hombres de ...

Índice

  1. Prólogo de Constantino Bértolo
  2. La librera y los genios
  3. Notas
  4. Créditos