Capítulo 1
Portugal, noviembre de 1765: Mientras un terremoto causaba efectos devastadores en Lisboa…
El 2 de noviembre de 1765 nació en la capital de Portugal Joao Silveira Ferreira, hijo de Brígida Pereira Silveira y de Benvindo Silva Ferreira, de profesión herrero. Cuando el muchacho terminó la escuela con catorce años, su padre pensó que la profesión de orfebre sería buena para él. Su amigo Geremías era oficial orfebre y tenía un primo, Henrique da Silva, que era el maestro en la Hermandad del Glorioso Santo Eloy, la cofradía de los orfebres. Utilizando estas amistades y parentelas, Benvindo consiguió que Joao fuese admitido de aprendiz en el taller de la Cofradía.
Allí estuvo durante cinco años, hasta que superó el examen para ser oficial. A los dos años, consiguió ante el tribunal de la Hermandad, la categoría de Maestro Orfebre y la autorización para montar su propio taller. Su padre, muy orgulloso y satisfecho de la aplicación de su hijo, gastó todos sus ahorros en comprarle herramientas y útiles para su primer taller; lo instaló en un local alquilado en la calle del Século de Lisboa.
El taller lo conformaban dos habitaciones, la primera tenía una entrada a la calle y la dedicó a la tienda, adaptando un ventanal que estaba junto a la puerta, para exponer sus mejores trabajos. Frente a la puerta, instaló un mostrador con encimera de cristal y dos baldas; la primera, como expositor de los productos más atractivos y valiosos; en la segunda, los objetos baratos de menor calidad. Más abajo de la segunda balda, el mostrador tenía dos cajones en los que guardaba el dinero de las ventas y los papeles y facturas que se generaban en su actividad diaria. Detrás del mostrador, colgadas de la pared, puso dos vitrinas que exponían otras obras terminadas y listas para su venta.
En la segunda sala, estaba el taller y se comunicaba con la tienda por un hueco sin puerta. Prefería no tener batiente porque así, cuando trabajaba, podía vigilar si entraba algún cliente. En el taller tenía los elementos y herramientas necesarios para su trabajo en un tablero adosado a la pared que poseía una escotadura circular en el centro y tres cajones con una función muy determinada: el central lo destinaba a las herramientas; el segundo lo llamaba el cajón de la plata, cuya misión era recoger las limaduras, que al trabajar este metal, caía de las piezas que estaba elaborando; el tercer cajón, con la misma función que el anterior, lo destinaba a las limaduras de oro.
Comenzó en la profesión con mucho ahínco y entusiasmo. Boca a boca, fue extendiéndose entre la gente, la noticia de la apertura de la nueva orfebrería de la calle del Século. La clientela, escasa al principio, fue creciendo y alabando sus obras por las buenas cualidades de sus objetos. Era un buen profesional, con mucha formalidad que la mostraba en el trato con la clientela, eso le dio popularidad y facilidades para el desarrollo de su negocio.
En tres años, ahorró lo suficiente para comprar un local de la parte baja de la casa que habían construido en la plaza de Restauradores y allí se mudó. Tenía un espacio mayor, repartido en cuatro salas, una tras otra. La primera con puerta a la calle, la dedicó a la tienda, la siguiente era la más pequeña y fue la trastienda, la tercera era espaciosa y le permitió montar el taller, y la última de tamaño medio, fue destinada a la fundición. Esta última, tenía una puerta accesoria con salida al corral, que a su vez daba a un callejón.
Como su trabajo aumentó y tenía espacio suficiente, empleó a un oficial y le montó un segundo tablero con bigornia en el lateral, de forma que no le incomodara para el manejo del resto de herramientas. En la balda tenía botadores, buriles, un compás pequeño y otro mediano; además, disponía de candileja de soldar y soplete de boca, un recipiente de candil de varias mechas, tenazas de diferentes tamaños y dos martillos pequeños; en fin, todo lo necesario para la actividad normal de un orfebre.
En el taller, había una mesa con la balanza de dos platos, con pesas de bronce en un recipiente de madera y otra balanza de precisión en el interior de una urna de cristal. Para trabajos de mayor envergadura disponía de un banco largo con cepo y embutidera. En el rincón derecho de aquel cuarto, colocó la maquina laminadora, dotada de dos cilindros paralelos. La laminadora funcionaba accionada por una manivela que hacía girar los cilindros. Disponía de un usillo de ajunte que podía regular la aproximación entre los cilindros de tal suerte, que conseguía laminar la chapa hasta un grosor finísimo. Se puede decir que don Joao tenía su taller dotado con buenas herramientas y excelente maquinaria.
En el cuarto de fundición, tenía un horno y otro banco más corto con el extremo de la encimera rellena de arena, para depositar los crisoles y rieleras llenas de metal ardiente, evitando de esta forma el riesgo de que se volcasen. El otro extremo del banco lo tenía asignado a copelas y crisoles vacíos, pinzas grandes y pequeñas, martillo de forja y media caña, escudetes, cubetas, troqueles y cucharillas. Para cumplir con las normas de la cofradía de orfebres, mandó fabricar un punzón de acero, con el negativo del nombre de su negocio: Platería JOSILFE, acrónimo formado con parte de las letras de su nombre y apellidos. Con este punzón grababa todas las obras que se terminaban en su taller.
En el mismo edificio, en la parte superior, había una vivienda en venta, a la que le echó muchas miradas, pero no pudo comprarla aunque lo intentó; no tenía dinero suficiente para ello y el dueño no quiso darle crédito.
Había cumplido los veinticuatro años y su profesión le encantaba. De momento, trabajaba con un solo ayudante, para atender el taller y la tienda. Con el primer trabajo que le encargó un indiano llegado de Rio de Janeiro, presintió que aquel hombre podía ser un buen cliente y se esmeró al máximo en su encomienda. El cliente quedó tan complacido que le encargó más trabajos que también le satisficieron plenamente y se convirtió en fidelísimo parroquiano y propagador de las cualidades de la orfebrería, hasta tal punto que lo recomendó a muchos de sus conocidos ricos que volvían a Lisboa desde Brasil, y su clientela aumentó considerablemente en poco tiempo.
Don Joao, ofrecía a estas personas la confección de joyas a su entera satisfacción, aceptando sus propuestas de diseño. Les facilitaba convertir el oro, la plata y las piedras preciosas que ellos mismos habían traído escondidas desde Rio de Janeiro, Salvador de Bahía o cualquier otra ciudad brasileña, en joyas de altísimo valor. Su negocio marchaba muy bien y tuvo que contratar a otro oficial y a un aprendiz.
Entre estos clientes retornados de Brasil, conoció a don Paulo Luiz Siqueira Roura, padre de la que llegaría a ser su esposa; este caballero era un terrateniente que había vendido su hacienda en el estado de Rio de Janeiro y volvía a Lisboa con sus dos hijas y bastante dinero. Se presentó en la orfebrería acompañado de ellas porque quería encargar dos pulseras de oro con unas gemas, una para cada hija. De los modelos que don Joao le mostró en un álbum de diseños, cada una eligió la que más le gustó. El hacendado había acudido recomendado por otro, y sabía que podría aportar el oro y las gemas que debían utilizarse en su encargo. A los dos días don Joao recibió los materiales y le envió de vuelta al indiano con su aprendiz una nota, notificándole el importe de su trabajo, a la vez que le c...