Érase una vez
DAVID PEDROZA
“Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo”.
Tras llevar en la cabeza por años una versión inofensiva del cuento de Caperucita Roja, la versión original de Charles Perrault deja en la boca un sabor amargo.
“Para comerte mejor” suena ahora más perverso, las preguntas sobre brazos, piernas, orejas y ojos del lobo son más perturbadoras; las noticias de los últimos meses quitan de los ojos las vendas y el cuento comienza a incomodar.
Las modificaciones de los hermanos Grimm, la existencia de ilustraciones, animaciones y representaciones teatrales, la relativización de la figura del lobo en los Tres Cerditos y el Lobo Feroz han diluido la crudeza de la historia de Caperucita Roja al punto que la percibimos como un cuento inocente.
En Perdidas en el bosque la artista Cecilia Martínez realiza el proceso inverso, diluyendo las capas de adoctrinamiento y debilitando pieza a pieza la historia infantil de personajes unidimensionales al revisar el cuento de Caperucita en el contexto de los más recientes sucesos de violencia contra la mujer.
El ciclo inicia con el abrazo de una mujer a un lobo blanco. El animal no es una amenaza, saca la lengua con tranquilidad y mira indiferente en calma mientras lo abrazan.
La diferencia con Caperuza, el óleo que la precede, en lugar de la mirada tierna en Los Amores de Carmen la protagonista voltea con sonrisa cómplice hacia el espectador, invitándolo a un viaje narrativo en donde cada personaje se irá transformando dramáticamente.
El desarrollo inicial del personaje del lobo corresponde con su arquetipo: un animal antropomorfizado de manera relativamente bondadosa cuya existencia es caricaturesca y sus males cosas de lobos.
Los títulos y símbolos en Yo vivo para amar, The Red Dance y Cenizas de Gloria insinúan el engaño de lo falsamente inofensivo.
La piel de oveja y los atributos de animal de cuento, nos hacen incapaces de ver la violencia que escapa la caricatura.
En Yo vivo para amar el disfraz de abuela del cuento tradicional se vuelve innecesario cuando la fiera se presenta como un ser que ama y es incapaz de dañar. El amor como disfraz, la piel de oveja encima del que te hará pedazos.
La casa chica y La mal querida sugieren una relación íntima entre mujer y bestia con un desequilibrio evidente. El lobo ya no es una caricatura inocua; es un monstruo que hiere y puede matar.
El título de las piezas sumado a ligueros, cigarros, poses y miradas sugestivas pone al juicio puritano en una posición incómoda al subrayar cómo la sexualidad femenina es señalada en los casos de abuso y violencia contra la mujer. Moralidades cuestionables en donde la víctima comparte la culpa con el monstruo que la agrede.
Cecilia no se limita a señalar hipocresías y nos presenta sin filtro atrocidades en donde representaciones de mujeres identificadas solo por los actos de abuso contra ellas presentan una crudeza que no admite responsabilidad compartida.
La mayor parte de las piezas de la serie se ejecutan con una técnica que modifica la aguada tradicional para en su lugar trabajar desde un dibujo en papel que se empapa, se llena de tinta, se lava una y otra vez para generar una imagen formada por distintas capas de trazos en el tiempo.
El papel como parte de la obra admite deformaciones, pliegues, roturas que se reparan con capas superpuestas que dejan, en palabras de la artista, “ciertos accidentes que para mí tienen mucho significado, aunque todavía no los pueda verbalizar muy bien.”
La implicación física que la técnica exige, las acciones sobre el soporte y su significado, así como la velocidad de aparición de los temas de cada pieza presuponen una pérdida deliberada de control sobre la obra que hace aflorar el contenido no verbalizado de la psique. El inconsciente forma parte del proceso creativo que se vuelve una especie de “Test de Rorschach”; que aborda súbitamente temáticas que serían muy difíciles de enfrentar con una técnica más calculada.
En Ataduras, y Desaparecida el dolor se hace presente y se vuelve ineludible. Las maltratadas, las asesinadas son “las perdidas”. Encarnan el sufrimiento de miles de mujeres violentadas cuya tortura y maltrato se representa sin filtro.
Los accidentes en el soporte se vuelven heridas que se intentan sanar con capas y curas de gesso. “El papel se transforma en un tipo de piel, cuyas cicatrices, accidentes y rasgaduras comunican un silencio que llega a zonas de un lenguaje no verbal.” El formato rectangular con el que las piezas inician desaparece casi por completo en el rito de su gestación.
Flying Down to Río. Tinta sobre papel.
40 x 50 cm. 2020.
Las poses desencajadas de cuerpos desnudos trabajados desde el dibujo nos recuerdan la obra de artistas como Egon Schiele o Hans Bellmer pero inician desde la empatía y compasión. En las piezas hay crudeza y fuerza, pero también ternura. En las propias palabras de la artista: “el eterno femenino” siempre ha sido realizado por hombres pintores, aquí yo siempre he trabajado a la figura, pero desde mi posición como mujer, y creo que son muy diferentes a las representadas por artistas hombres, que son maravillosas no lo niego, pero son una perspectiva de objeto, posición, etc”.
El dolor que causa a la artista dar un nombre a estas mujeres, las caídas, las perdidas, hace que representen un duelo compartido. Son la última atada, la próxima desaparecida.
Tampoco hay nombres en Estrella de Fuego y El pecado de una madre, donde los límites a los que Cecilia lleva la obra deshacen por completo la fábula. La tragedia abandona el cuento y se vuelve real. Reconocemos las fotografías, conocemos su historia. Las vendas de su cabeza forman la caperuza y duele que sea roja.
Tras plasmar su carnicería el monstruo de Perdidas en el bosque se representa como hombre lobo.
En lugar de la piel de oveja que disfraza al depredador, en The Loves of Carmen y No Other Woman las fauces abiertas son la brutalidad salvaje que se posa sobre una figura de hombre.
Su existencia expone una paradoja en el cuento de...