La sombra fuera del tiempo
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La sombra fuera del tiempo

H.P. Lovecraft

  1. 88 páginas
  2. Spanish
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La sombra fuera del tiempo

H.P. Lovecraft

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Información del libro

La gran raza, aquella que habitó la tierra hace eones y que poseía las cualidades de trasladarse en el espacio-tiempo, llegan a los sueños de un recién despertado que sufrió amnesia: Nathaniel Wingate. Los sueños cada vez se hacen más vívidos y en una serie de coincidencias, encuentra que su caso no es el único. Con su hijo decide acudir a un llamado en un país lejano, donde según le explican, hay evidencia arqueológica que podría darle sentido a sus pesadillas.

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2020
ISBN
9786074573022
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

IV

No obstante, continué tomando notas minuciosamente de los sueños extravagantes que me asaltaban, cada vez más frecuentes y más vívidos. Me dije que tales descripciones eran muy valiosas desde el punto de vista psicológico. Mis visiones tenían ese horrible no sé qué de recuerdos dudosos, pero yo hacía lo posible por desechar esta impresión, y lo conseguía.
Cuando hablaba de estos fantasmas en mis notas, los trataba como si fueran reales; en cambio, en cualquier otra circunstancia, los apartaba de mí como caprichosos desvaríos de la noche. Aunque jamás he mencionado tales asuntos en mis conversaciones, lo cierto es que —como suele suceder en estos casos— la gente había tenido noticia de ello y habían corrido ciertas habladurías sobre mi salud mental. Lo gracioso es que estas habladurías circulaban sólo entre personas de escasos conocimientos, jamás en una tertulia de médicos o psicólogos.
Poco diré aquí sobre mis visiones posteriores a 1914, ya que existen datos e informes a disposición de quienes deseen consultarlos. Es evidente que, con el tiempo, iba disminuyendo de algún modo la inhibición de mi memoria, puesto que la extensión de mis visiones fue gradualmente en aumento, aunque seguían siendo fragmentos incoherentes, inmotivados al parecer.
En mis sueños me pareció adquirir mayor libertad de movimientos. Flotaba a través de muchos y extraños edificios de piedra, yendo de unos a otros por unos pasadizos subterráneos de inmensas proporciones que parecían constituir su vía de acceso habitual. A veces, en el piso de los recintos inferiores, me tropezaba con aquellas gigantescas trampas selladas, de las cuales emergía un aura de amenaza.
Veía también unos estanques enormes, pavimentados de mosaico, y unas estancias repletas de curiosos e inexplicables utensilios de mil clases diferentes. Recorría cavernas colosales que contenían maquinarias complicadas, cuyos contornos me resultaban desconocidos y que producían un ruido que llegué a percibir solamente después de soñar con ellas durante muchos años. Quiero hacer constar aquí que la vista y el oído son los dos únicos sentidos que he utilizado en ese mundo de quimeras.
El verdadero horror comenzó en mayo de 1915, cuando vi por primera vez a un ser vivo. Esto sucedió antes de que mis estudios manifestaran lo que cabía esperar de aquella mezcla de pura ficción y de historias clínicas. Al disminuir mis barreras mentales, empecé a distinguir grandes masas vaporosas en distintas partes del edificio y en las calles.
Las visiones se hicieron más consistentes y nítidas, hasta que por fin fui capaz de percibir sus monstruosos perfiles con inquietante facilidad. Eran algo así como conos enormes, iridiscentes, de unos tres o cuatro metros de altura y otros tantos de diámetro en sus bases; parecían hechos de alguna sustancia rugosa y semielástica. De su vértice nacían cuatro tentáculos flexibles, cilíndricos, de unos treinta centímetros de espesor, y de la misma sustancia rugosa que el resto.
Estos tentáculos se retraían a veces hasta casi desaparecer; otras veces, se alargaban hasta alcanzar cuatro metros de longitud. Dos de ellos terminaban en enormes garras o pinzas. En el extremo del tercero había cuatro apéndices rojos en forma de trompetas. El cuarto terminaba en un globo irregular amarillento, de medio metro de diámetro, provisto de tres grandes ojos oscuros situados horizontalmente en su mitad.
Esta cabeza estaba coronada por cuatro pedúnculos delgados y grises, rematados a su vez por unas excrecencias que parecían flores, y en su parte inferior colgaban ocho antenas o palpos verdosos. La gran base del cuerpo cónico estaba orlada por una sustancia gris, elástica y contráctil que constituía el aparato locomotor de ese organismo.
Sus movimientos, aunque inofensivos, me horrorizaban aún más que su apariencia. Resultaba malsano ver unos objetos monstruosos comportándose como seres humanos. Sin embargo, esas criaturas estaban dotadas de inteligencia: se movían por las grandes habitaciones, tomaban libros de los estantes y los llevaban a las mesas, o viceversa; a veces escribían con presteza valiéndose de una curiosa varilla que empuñaban con las antenas verdosas de la parte inferior de la cabeza. Sus enormes pinzas les servían para agarrar los libros y también para comunicarse mediante un lenguaje que consistía en una especie de castañeteo.
Estos seres no usaban vestidos, pero portaban unas bolsas o alforjas colgando de la parte superior del tronco... Normalmente llevaban la cabeza y el miembro que la soportaba a la altura del vértice del cono, pero la bajaban y subían con frecuencia.
Los otros tres grandes tentáculos, cuando se hallaban en estado de reposo, solían colgar a los lados del cono, retraídos hasta la mitad de su longitud. Por la velocidad con que leían, escribían y manejaban sus máquinas —en las mesas había varias de ellas que al parecer se relacionaban de algún modo con el pensamiento—, saqué la conclusión de que su inteligencia era incomparablemente superior a la del hombre.
Más tarde llegué a verlos en todas partes: pululaban en salones y corredores, controlaban sus máquinas en las criptas abovedadas, recorrían sus vastas carreteras a bordo de gigantescos vehículos en forma de barcos. Dejé de tenerles miedo, ya que resultaban perfectamente naturales en su medio ambiente.
Luego empecé a ser capaz de percibir diferencias entre distintos individuos. Algunos parecían sufrir cierta invalidez; físicamente eran idénticos a los demás, pero sus gestos y costumbres los diferenciaban, no sólo de la mayoría, sino incluso entre sí.
Escribían sin cesar; y sin embargo, no utilizaban jamás los jeroglíficos curvilíneos tan característicos de los demás, sino una gran variedad de alfabetos. Con todo, no estoy muy seguro de esto porque mis visiones habían perdido mucha nitidez. Me pareció que algunos empleaban nuestro habitual alfabeto latino. La mayoría de estos individuos enfermos, eso sí, trabajaba más lentamente que sus congéneres.
Durante mucho tiempo yo era en mis sueños como una conciencia incorpórea dotada de un campo visual más amplio de lo normal, que flotaba libremente en el espacio, aunque utilizaba para desplazarme los medios de transporte y las vías de acceso habituales en ese mundo. Hasta agosto de 1915 no me empezó a atormentar el problema de mi existencia corporal. Y digo atormentar porque, aunque de manera abstracta al principio, dicho problema se me planteó al relacionar —¡horrible asociación!— mi repugnancia a contemplar mi propio cuerpo con el contenido de mis sueños y visiones.
Cierto tiempo mi principal preocupación en sueños había sido evitar la visión de mi propio cuerpo, y recuerdo cuánto agradecí entonces la total ausencia de espejos en aquellas extrañas habitaciones. Sin embargo, me sentía muy turbado por el hecho de que siempre veía las enormes mesas —cuya altura no sería inferior a tres metros y medio— como si mis ojos se encontraran al mismo nivel, por lo menos, que su superficie.
Y entonces comencé a sentir cada vez más la morbosa tentación de mirarme. Una noche, por fin, no pude resistir. Al primer golpe de vista no vi absolutamente nada. Un momento después supe por qué: mi cabeza estaba situada al final de un cuello flexible de una longitud increíble. Encogiendo este cuello, y mirando con atención hacia abajo, distinguí una forma cónica y rugosa, iridiscente, cubierta de escamas, de unos cuatro metros de altura y otros tantos de diámetro en la base. Aquella noche desperté a medio Arkham con mi alarido, al saltar como loco de los abismos del sueño.
Sólo después de repetir el mismo sueño, una y otra vez, durante semanas enteras, conseguí acostumbrarme a esta monstruosa visión de mí mismo. Comprobé desde entonces que en mis visiones me movía corporalmente entre los demás seres desconocidos, que leía como ellos en los terribles libros de los estantes interminables y que pasaba horas enteras escribiendo en las grandes mesas, con un punzón, manejado gracias a las antenas que me colgaban de la cabeza.
En mi memoria perduraban retazos de lo que leí y escribí entonces. Estudié las crónicas horribles de otros mundos y otros universos, y tuve conocimiento de las vidas sin forma que palpitan más allá de todo universo. Leí las historias de extraños seres que habían poblado el mundo en tiempos olvidados, y los anales de ciertas criaturas de prodigiosa inteligencia y cuerpo grotesco que lo habitarían millones de años después que muriera el último hombre.
Asimismo, leí capítulos enteros de la historia del ser humano, cuyo contenido no sospecharía jamás un erudito de nuestros días. La mayoría de estos textos estaban escritos en los caracteres jeroglíficos que estudiaba yo con ayuda de unas máquinas zumbadoras, y que correspondía a un lenguaje verbal aglutinante de raíz diversa a la de cualquier idioma humano conocido.
Había otros volúmenes que estaban redactados en lenguas distintas, igualmente desconocidas, que, sin embargo, aprendí por el mismo método. De entre los idiomas utilizados en aquel mundo había poquísimos que yo conociera. Las numerosas y muy expresivas ilustraciones, intercaladas a veces en los textos y, otras, encuadernadas en volúmenes aparte, constituían para mí una ayuda inapreciable. Y si no recuerdo mal, durante aquella temporada compaginé mis lecturas y estudios con la redacción, en inglés, de una crónica de mi propia época. Al despertar de tales sueños sólo recordaba algunos detalles mínimos e inconexos de los idiomas desconocidos que había dominado; en cambio, en mi memoria quedaban flotando frases enteras de la historia que yo escribía en inglés.
Aun antes de que mi personalidad en vigilia estudiara los casos similares al mío o los viejos mitos de los cuales, sin duda, procedían los sueños, ya sabía que los seres de ese mundo onírico pertenecían a la raza más grande del mundo, a la raza que había conquistado el tiempo y había enviado espíritus exploradores a todas las eras del universo. Sabía también que había sido arrancado de mi época, mientras un intruso ocupaba mi cuerpo, y que algunos de los demás cuerpos cónicos alojaban mentes capturadas de manera similar. En mis sueños me comuniqué —mediante el castañeteo de mis pinzas— con los espíritus exiliados que procedían de todos los rincones del sistema solar.
Había un espíritu que viviría, en un futuro incalculablemente lejano, en el planeta que llamamos Venus, y otro que había vivido en uno de los satélites de Júpiter hace seis millones de años. Entre los moradores de la Tierra conocí varios representantes de cierta raza semivegetal y alada, de cabeza estrellada, que había dominado la Antártida paleocena; a un espíritu perteneciente al pueblo reptil de la legendaria Valusia; a tres de los seres peludos que habían adorado a Tsathoggua en Hiperbórea, antes de la aparición del género humano; a uno de los abominables Tcho-Tchos; a dos de los arácnidos que poblarán la última edad de la Tierra; a cinco de la raza de coleópteros que sucederá inmediatamente al hombre, y a la cual un día, ante una amenaza insoslayable y terrible, la Gran Raza trasladaría en masa sus espíritus más aventajados. Igualmente, conocí a varios individuos procedentes de distintas ramas de la humanidad.
Tuve ocasión de conversar con el espíritu de Yiang-Li, filósofo del cruel imperio del Tsan-Chan, que florecerá en el año 5 000 de nuestra era; con el de un general de cierto pueblo moreno de cabeza enorme, que gobernó en África del Sur 50 000 años antes de Cristo; con el de un monje florentino del siglo XII, llamado Bartolomeo Corsi; con el de un rey de Lomar, que reinó en aquel terrible país polar, cien mil años antes de que los amarillos inutos vinieran de Oriente a someterlo.
Conversé con el espíritu de Nug-Soth, mago de los conquistadores negros que invadirán el mundo en el año 16 000 de nuestra era; con el de un romano llamado Titus Sempronius Blaesus, que había sido cuestor en tiempos de Sila; con el de un egipcio de la decimocuarta dinastía, llamado Khephnés, que me reveló el horrible secreto de Nyarlathotep; con el de un sacerdote del reino central de Atlantis; con el de James Woodville, señor de Suffolk en tiempos de Cromwell; con el de un astrónomo peruano del periodo preincaico; con el de un médico australiano, Nevel Kingston-Brown, que morirá en el año 2 518 d. C.; con el de un archimago del reino de Yhe, perdido en el Pacífico; con el de Theodotides, oficial grecobactriano del año 200 a. C.; con el de un anciano francés del tiempo de Luis XIII, llamado Pierre-Louis Montagny; con el de Crom-Ya, caudillo cimerio del año 15 000 a. C.; y con tantos otros que no puedo retener los sorprendentes secretos y las turbadoras maravillas que me revelaron.
Todas las mañanas me despertaba con fiebre. Cuando los datos aprendidos en sueños podían caer en el campo de la ciencia actual, me lanzaba con desesperación a los libros para comprobar su veracidad o error. Los hechos tradicionalmente conocidos adquirían así nuevos y dudosos aspectos, y yo me maravillaba ante aquellas fantasías oníricas capaces de añadir detalles tan atinados y sorprendentes a la historia de la ciencia.
Me estremecí ante los misterios que oculta el pasado, y temblé por las amenazas que el futuro nos depara. Prefiero no consignar aquí lo que insinuaban los seres poshumanos sobre el destino final de nuestra especie.
Después del hombre vendría una poderosa civilización de escarabajos, de cuyos cuerpos se apoderarían los miembros más selectos de la Gran Raza, cuando se abatiera sobre su mundo ancestral una terrible catástrofe. Después, al concluir el ciclo de la Tierra, sus espíritus emigrarían de nuevo a través del tiempo y del espacio, y se alojarían en los cuerpos de unos seres bulbosos y vegetales que habitan el planeta Mercurio. Pero aun después de su emigración nacerían especies nuevas que se aferrarían de manera patética a nuestro planeta ya frío y abrirían galerías hasta su mismo centro antes del desenlace final.
Entretanto, en mis sueños —impulsado, en parte, por mi propio deseo y, en parte, por las promesas que se me habían hecho de concederme mayor libertad de movimiento y más oportunidades de estudio— seguía escribiendo infatigablemente la historia de mi propia época, que habría de enriquecer la biblioteca central de la Gran Raza. Esta biblioteca se albergaba en una colosal estructura subterránea, próxima al centro de la ciudad. La llegué a conocer a la perfección gracias a mis frecuentes consultas y visitas.
Concebido para durar tanto como la propia raza que lo construyera, y para resistir las más violentas convulsiones de la Tierra, este titánico archivo sobrepasaba a los demás edificios en tamaño y solidez.
Los documentos, escritos o impresos en grandes hojas de una especie de celulosa extraordinariamente resistente, estaban encuadernados en volúmenes que se abrían por su parte superior y se guardaban en estuches individuales de un metal grisáceo, inoxidable e increíblemente ligero. Cada estuche estaba decorado con motivos matemáticos y llevaba el título grabado en los jeroglíficos curvilíneos de la Gran Raza.
Los volúmenes, así protegidos, estaban ordenados en hileras de cofres rectangulares, fabricados con el mismo metal inoxidable, que se cerraban mediante un complicado sistema de cerrojos. La historia que yo estaba escribiendo tenía ya asignado un lugar en uno de los cofres de la parte inferior, reservada a los vertebrados, en la sección dedicada a las civilizaciones de la humanidad y de las razas reptilianas y peludas que los habían precedido en nuestro planeta.
Ningún sueño me proporcionó un cuadro completo de la vida cotidiana de ese mundo. Sólo capté retazos brumosos e inconexos que ni siquiera guardaban orden de sucesión. Conservo, por ejemplo, una idea muy imprecisa de la forma en que se desarrollaba mi propia vida en el mundo de los sueños; sin embargo, me parece que tenía una gran habitación de piedra para mi uso personal. Mis limitaciones como prisionero fueron desapareciendo de manera gradual, de forma que algunas noches soñé que viajaba por las titánicas calzadas de la selva y que visitaba ciudades extrañas y exploraba las enormes torres sin ventanas, las torres negras y ruinosas que tan extraordinario terror inspiraban a la Gran Raza. Hice también largos viajes por mar en unos buques inmensos de muchas cubiertas e increíble velocidad, y expediciones por regiones salvajes en cohetes aerodinámicos de propulsión eléctrica.
Más allá del vasto y cálido océano se alzaban otras ciudades de la Gran Raza, y en un lejano continente vi los toscos poblados de unas criaturas aladas de negro hocico que evolucionarían como estirpe dominante cuando la Gran Raza hubiera enviado a sus espíritus más selectos hacia el futuro para huir del horror que amenazaba. Los paisajes, siempre llanos, se caracterizaban por un verdor fresco y exuberante. Las pocas colinas que se destacaban eran bajas y, a menudo, de naturaleza volcánica.
Podría escribir libros enteros sobre los animales que poblaban aquel mundo. Todos eran salvajes, puesto que el elevado nivel técnico de la Gran Raza había suprimido los animales domésticos y permitía una alimentación vegetal o sintética. Toscos reptiles de gran tamaño surgían vacilantes de las ciénagas brumosas, agitaban sus a...

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Estilos de citas para La sombra fuera del tiempo

APA 6 Citation

Lovecraft, HP. (2020). La sombra fuera del tiempo ([edition unavailable]). Editorial Cõ. Retrieved from https://www.perlego.com/book/2056446/la-sombra-fuera-del-tiempo-pdf (Original work published 2020)

Chicago Citation

Lovecraft, HP. (2020) 2020. La Sombra Fuera Del Tiempo. [Edition unavailable]. Editorial Cõ. https://www.perlego.com/book/2056446/la-sombra-fuera-del-tiempo-pdf.

Harvard Citation

Lovecraft, HP. (2020) La sombra fuera del tiempo. [edition unavailable]. Editorial Cõ. Available at: https://www.perlego.com/book/2056446/la-sombra-fuera-del-tiempo-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Lovecraft, HP. La Sombra Fuera Del Tiempo. [edition unavailable]. Editorial Cõ, 2020. Web. 15 Oct. 2022.