La Vida de Lord Byron: Grandes Biografías en Español
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La Vida de Lord Byron: Grandes Biografías en Español

  1. 122 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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La Vida de Lord Byron: Grandes Biografías en Español

Descripción del libro

El gran poeta romántico Lord Byron pasó hambre la mayor parte de su vida. Su comportamiento desconcertó a sus amigos, pero nunca imaginó que estaba enfermo. En su lugar, racionalizó su comportamiento como una lucha por la libertad espiritual y lo convirtió en la piedra angular de su ideal heroico, que fue central tanto en su trabajo como en su vida y muerte.

En este nuevo estudio biográfico, el autor (filósofo, crítico literario, ensayista y periodista danés, muy influyente en las literaturas escandinavas), tiene como objetivo explorar los aspectos descuidados o incomprendidos de su vida privada para iluminar su escritura, sus asuntos con las mujeres, su pasión por Napoleón y sus amistades conflictivas.

El autor sitúa estos patrones de comportamiento en un mundo contemporáneo vívido, que culmina con los últimos días de Byron en Grecia, donde murió a muy corta edad.

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Información

Año
2020
ISBN de la versión impresa
9781640810907
ISBN del libro electrónico
9781640810914
Categoría
Literatura

2

La personalidad apasionada

Su «Sátira», es célebre y lo merece, aunque no por su «humor» — porque no lo tiene — ni por su eficacia, ya que es una sátira que casi contra todo arremete ciegamente, sino por su fuerza y su conciencia, que no tienen su igual, su valentía ex­traordinaria, que le da fundamentos y halla su expresión en ella. Los ataques de los críticos provocaron en Byron por primera vez aquel sentimien­to qué desde entonces dominó, con omnipotencia, en su corazón: el sentimiento que le dio conciencia y que ha sido expresado en estas palabras: «Yo solo contra todos vosotros». Para él, como para otros grandes espíritus combativos de la historia aquel sentimiento fue el elixir de su vida.
«¡Reírse impunemente de mí! ¡Destrozarme a mí, que soy más fuerte que todos ellos!» Este era el estribillo que continuamente le vibraba en los oídos mientras escribía.
Los que hacían la «Edimburgh Review» estaban acostumbrados a que sus víctimas — algún poetas­tro arrojado al suelo o algún pajarillo cantor al­canzado por bala certera — ni siquiera protestaran. En silencio se rebelaban contra el juicio, o hu­mildemente reconocían que la culpa estaba en su falta de talento. En ambos casos — silencio comple­to. Pero en el caso de Byron habían topado con un hombre cuya fuerza extraordinaria y cuya de­bilidad estaban en no culparse nunca a si mismo de los fracasos sino en acusar, en forma salvaje, a los que creía culpables. Pasó un año y luego me­dio más, pero de repente ocurrió lo que cuenta el poema «La caravana» de Víctor Hugo:
«Tout a coup, au milieu de ce silence mortel,
Qui monte et qui s’accroit de moment en momento
L’eléve un formidable et long rugissement.
C’est le lion».
La imagen es correcta. Porque la «Sátira», con su carencia de belleza, simpatía y «humour» es más rugido que canción. El poeta dueño de. una gar­ganta de ruiseñor se trastorna de alegría cuando observa que su canción es melódica; el pato feo descubre la felicidad, en su naturaleza de cisne, cuando se encuentra en su propio elemento; pero el rugido que le anuncia al cachorro de león de que ya es león, lo sorprende a él mismo. Por esto buscaremos en vano entre «poetas ingleses y crí­ticos escoceses» puñaladas de mano fuerte y pun­tería firme; estas heridas no fueron inferidas por una mano; — ahí hay señales de garra — y garra de león. En vano se buscará crítica, inteligencia, cordura. ¿Hace acaso gala de cordura y de tacto la fiera a quien la bala, en vez de matarla, sólo hirió levemente? No; su propia sangre, que ve fluir, le ciega la vista y no exige, como venganza, más que sangre. Ni siquiera busca al cazador que hizo el disparo. ¡Si alguno de la multitud hirió al joven león, pobre de la multitud! Todas las ce­lebridades literarias de Inglaterra, hasta las más grandes y populares — todas las que se hallaban bajo el manto de la «Edimburgh Review» y que escribían en ella — son tratadas despectivamen­te en la «Sátira», como escolares, por un mozo de veinte años, casi escolar él también. Uno tras otro son duramente atacados los poetas ingleses y los críticos escoceses. Hay golpes maestros, no errados. La fantasía vacua de «Thalaba» de Southey, y su fecundidad anormal; las pruebas, en los mismos poemas de Wordsworth, de su doctri­na acerca de la semejanza entre la prosa y la poesía; la ingenuidad infantil de Coleridge, la vida licenciosa de Moore — todos ellos tuvieron su aten­ción merecida. El ataque al «Marmión» de Scott nos recuerda las burlas de Aristófanes a los per­sonajes de Eurípides. Pero la mayor parte de las críticas son tan equivocadas y carentes de funda­mento que perjudicaron más a su autor que a los criticados.
Lord Carlyle, a quien Byron había dedicado sus «Horas de Ocio» y que se negó a hacer su presentación en el «House of Lords » y hombres co­mo Scott, Moore y Lord Holland, que más tarde se contaron entre los mejores amigos del poeta, fueron difamados, a cuenta de suposiciones completamente injustas y con una falta de criterio solo comparable al entusiasmo con que el mismo Byron — tan pronto que se convenció de haberse equi­vocado — pidió disculpas, tratando de borrar la impresión de sus errores. Años después quiso des­truir la obra quemando toda su quinta edición. Pero mientras tanto ella había producido el efecto deseado — la rehabilitación del autor.
A principios de 1809 Byron se mudó a Londres, en parte para vigilar la publicación de la «Sáti­ra» y también para ocupar su sillón en la «House of Lords». Como carecía de amigos entre los «Pares» que pudieran presentarlo se vio obliga­do, lo que era contrario a la costumbre, de hacer una autopresentación. Su amigo, Mr. Dallas, describió la escena.
Al entrar al Parlamento Byron estaba más pálido que de costumbre y su rostro expresaba despecho y cólera franca. El canciller Lord Eldon, le exten­dió la mano, para saludarlo afectuosamente y al mismo tiempo lo cumplimentó. Pero Byron se in­clinó apenas y le dio, las puntas de los dedos. El canciller, entonces, ocupó su lugar. Byron también se sentó, negligentemente, en un banco en la oposi­ción, permaneció ahí unos minutos, como para se­ñalar su partido y se fue. «Ocupé mi sitio — di­jo a Dallas — y ahora me iré al extranjero».
En junio de 1809 abandonó el país. Sintió durante mucho tiempo, como se lo escribió a su madre que «si no vemos otras naciones además de la nuestra, no cumplimos con la humanidad. Por experiencia y no por los libros debemos juzgarlas. Nada hay tan importante como ver personalmente las cosas y confiar en nuestro sentido».
Visitó, primeramente, Lisboa (véase el poema ¡Hussa! ¡Hardjson!). La descripción de Cintra, en el primer canto de «Childe Harold» es un recuerdo de su primera permanencia en Portugal. De Lisboa fue junto con su amigo Hobhouse, a Cádiz, y a Sevilla, a caballo. De ahí a Gibraltar.
Ninguno de los grandes monumentos históricos de Sevilla impresionó a Byron, pero tanto en ésta como en Cádiz se interesó mucho por las mujeres.
Le agradaron las costumbres de la mujer espa­ñola. Como recuerdo de Sevilla se llevó una trenza de casi un metro de largo. Gibraltar, siendo ciudad inglesa, era, naturalmente, «un lugar maldito».
Sin embargo, a pesar de la poca impresión que recibió de aquellos lugares históricos, empezaron a interesarle las relaciones políticas de los países vi­sitados.
Ante todo, las de Inglaterra con España. Los pri­meros dos cantos del «Childe Harold» demuestran que sólo sentía desprecio por la política exterior de Inglaterra. Se burla de lo que los ingleses lla­maron «su triunfo» en Talavera, donde perdieron 5.000 hombres sin molestar a los franceses y se atreve hasta a llamar a Napoleón héroe suyo.
De España se fue a Malta. Sus recuerdos del pa­sado, que tanto encantaron al viejo Walter Scott, no impresionaron al joven noble más que Sevilla. Carecía absolutamente del sentido romántico de la historia, así como del sentimiento romántico nacional. Lo que añoraba no eran los verdes prados de Inglaterra ni las montañas desdibujadas de Es­cocia, sino los lagos de Ginebra, con todo su esplen­dor y las luminosas regiones del Mar Egeo. Sus ideas no se detenían en los acontecimientos histó­ricos de sus connacionales, ni en las guerras, co­mo la de las dos Rosas, por ejemplo; le interesaba la política diaria y del pasado no le llamaban la atención más que las grandes luchas por la liber­tad.
Las viejas estatuas no eran más que piedras para él y las mujeres vivas eran a sus ojos mucho más hermosas que las divinidades antiguas… Pero en los campos de Maratón fue embargado por los re­cuerdos y evoca sus impresiones en dos extensos poemas.
Cuando visitó en el último año de su vida, Ítaca, rechazó todas las invitaciones que se le hicie­ron para visitar los restos de la antigüedad en la isla, diciendo esto: «Desprecio el caos antiguo. ¿Creen realmente que no tengo momentos de luci­dez, o que vine a Grecia para escribir más desati­nos?» El entusiasmo poético por la libertad fue finalmente apagado por la realidad. Con Byron ter­mina el sentimentalismo romántico; en él empie­za el espíritu moderno de la poesía y por esto ejerció su influencia no solo en su país, sino en el mundo entero.
En Malta se sintió fuertemente atraído por una jo­ven y hermosa dama, la señora Spencer-Smith que por motivos políticos sufría persecuciones de Napoleón. Una amistad intensa se desarrolló entre am­bos, eternizada en algunos de los poemas de Byron («Childe Harold», II 30, «A Florencia», «Líneas en un álbum», «Estrofas compuestas durante una tempestad», etc.). De Malta los viajeros fueron, por la Grecia Occidental, a Albania, «el reino de los hombres salvajes», como llama al país en «Childe Harold», «Donde el lobo persigue y afila el águi­la su pico — y aparecen las aves y las bestias y los hombres más salvajes».
Es característico para él haber visitado, en sus primeros viajes, regiones que prácticamente se hallaban fuera de los límites de la civilización, paí­ses donde la personalidad de sus habitantes esta­ba completamente libre de convencionalismos; se sintió atraído por aquellas escenas, como el joven en «Ruth» de Wordsworth:
«Todo lo que vio en aquel país, extraño, para sus oídos y sus ojos, le dio a su espíritu, un impulso que, unido a sus propias fuerzas, iluminó la ver­dad de su corazón y de su vida».
Siendo heredero directo de Rousseau sentía una profunda simpatía por los pueblos que aun vivían en «estado natural», como lo demostró en algunas estrofas dedicadas a los albaneses.
En aquella época estos eran tan salvajes como sus antecesores pelásgicos. Su ley era la espada y la venganza era el concepto de su justicia. El pue­blo, así como lo vio Byron por primera vez, reu­nido ante una puesta de sol, iluminadas sus magní­ficas vestimentas, aderezados de pedrerías sus caballos, mientras vibraban las trompetas y los muecines aclamaban la hora del minarete en la mezqui­ta, ofrecía un espectáculo de las «Mil y una Noches».
Janina parecía más desierta que Atenas. Durante su viaje a Janina fueron abandonados por sus guías. En su peligrosa situación, en medio de montañas abruptas y en la probabilidad de una muerte de hambre, fue Byron el que mantuvo el valor del gru­po con la temeridad ilimitada que lo distinguía en todos los momentos peligrosos.
El día de su llegada a la capital, Byron fue pre­sentado al «Bajá», el «Napoleón turco», de quien siempre fue admirador, a pesar de su despótica crueldad. Recibió de pie a su visitante, se mostró amable con él, encargó saludos para la madre del poeta y a éste mismo lo aduló diciendo que lo había reconocido inmediatamente como noble por sus ore­jas pequeñas, cabellos crespos y sus manos blancas. Su visita a Ali le dio motivos para algunas escenas principales del canto cuarto de «Don Juan». Lambró y algunas otras figuras byronianas son calcos de aquel modelo. (También Víctor Hugo lo describe en sus «Orientales»). Ali lo trató como a un niño mimado, mandándole avellanas, golosinas y toda cla­se de frutas veinte veces por día.
Protegido por una guardia de 50 hombres que Ali le eligió entre los bandidos que pululaban en el país, Byron recorrió toda la Albania. Sus acompañantes salvajes estaban tan encantados de él que al enfer­marse de fiebre amenazaron al médico con matarlo en caso de que no lo salvase. El médico huyó y By­ron sanó al poco tiempo. Una noche, durante el viaje, en una gruta cerca del golfo de Arta vio By­ron la escena (bailes extraños y música) que luego describió en «Childe Harold», II, 21, 72 y que lo entusiasmó para componer su hermoso poema «¡Tamburgi, Tamburgi!»
Mientras estuvo en Atenas, su exasperación con­tra el saqueo del Partenón, cometido por Lord Elgin, le dictó su poema «La maldición de Minerva». Una inclinación pasajera hacia la hija de un cónsul inglés le impulsó a escribir «La niña de Atenas», quien, ya siendo anciana y pálida, tuvo que sopor­tar continuamente la curiosidad de los turistas in­gleses. El 3 de mayo llevó a cabo su célebre raid, atravesando a nado los Dardanelos, desde Sestos a Abidos, en una hora y diez minutos, que describió luego en «Don Juan» y que fue un motivo de orgullo durante toda su vida para él.
Todo lo que vio y lo que hizo durante aquel via­je, le dio luego material poético para sus obras. En Constantinopla observó un día que los perros de­voraban un cadáver en la calle, y sobre esa escena basó más tarde las descripciones terroríficas de «El sitio de Corinto» y el octavo canto de Don Juan. (Asalto de Ismail).
Un día, al volver del baño, se encontró con un destacamento de soldados turcos que llevaban, en una bolsa bien cosida, una joven, condenada a ser arrojada al mar por haber aceptado un amante cristiano. Revólver en mano, haciendo gala de una te­meridad increíble, Byron obtuvo su libertad.
Aquella vida errante y aventurera no le trajo a Byron el equilibrio espiritual que le faltaba. Sus últimas cartas evidencian una profunda melancolía. Su desprecio a la vida, consecuencia de su falta de objeto, lo deprime y siente que vuelve a su hogar lleno de deudas, «con un organismo debilitado por una o dos fiebres», sin amigos, esperando encon­trarse con sus acreedores. Lo que encontró fue a su madre, gravemente enferma. Se apresuró a lle­gar a Newstead para poder verla, pero ella falle­ció un día antes. Su criada lo encontró, a la tarde, sentado al lado del cadáver. Por la puerta entre­abierta oyó sus lamentos; cuando le pidió que cal­mara su dolor, le gritó: «¡Ah, señora, he tenido una sola amiga amiga en el mundo y se ha ido!» Su repugnancia para hacer pública su dolor no lo retuvo, sin embargo, en el día del sepelio. Permaneció a la puerta de la iglesia hasta que pasó la procesión; luego, volviéndose hacia su acompañante, le pidió los guantes de esgrima y continuaron sus ejercicios acostumbrados. Pero aquella lucha consigo mismo era insoportable; arrojó los guantes y corrió a en­cerrarse en su habitación. Se hundió luego en un largo acceso de melancolía y durante aquellos días volvió a hacer su testamento, pidiendo de nuevo que lo enterrasen junto con su perro.
Inmediatamente al desembarcar, su amigo Dallas le preguntó si había traído algunas poesías de su viaje. El joven poeta, carente del todo de sentido crítico, sacó del bolsillo, no sin vanidad, las «In­dicaciones de Horacio», una nueva sátira, al estilo de Pope. Con ese trabajo, Dallas quedó desilusionado. Al día siguiente, al devolvérselo, le preguntó si no tenía nada más. Byron le entregó entonces unos poemas cortos y lo que llamó «Versos al esti­lo de Spenser», descripciones, en su mayoría, de los países que visitara. Los últimos eran los dos últimos cantos de «Childe Harold». A pedido de Da­llas los entregó el mismo día, a la imprenta. Es necesario recordar aquí que el abismo que reina en­tre la primera y la segunda parte de «Childe Ha­rold» es tan grande como el que existe entre éste y «Don Juan». Las estrofas que Byron mostró a Dallas son hermosas, sinceras y a veces grandio­sas. Fueron las primeras tonalidades armónicas de las que luego produjo el poeta hasta el día de su muerte. Ya vagamente insinuaban al hombre que luego, diez años más tarde, sería célebre en todo el continente. Mientras tanto, formaban el fondo de su poesía las vigorosas descripciones naturales; las explosiones líricas son escasas. Al lector simple, aquellas estrofas no le sugieren más que los esque­mas de viaje de un noblezuelo inglés mortalmente hastiado, ennoblecidas por cierta galanura del es­tilo, porque el tono de «Childe Harold» es tan idea­lista y grave como es realista y satírico el de «Don Juan».
Su melancolía es uniforme y monótona. Byron no es todavía el poeta que salta de un sentimiento a otro, para destacar, por medio del contraste, la fuerza de cada uno, hundiéndolos luego, con una fuerza admirable, en la tensión producida. Pero, aunque ahora sólo vislumbramos los rasgos esenciales de la personalidad del poeta; aunque todavía no la sentimos en su sátira mordaz ni en su impertinente sonrisa, nos damos cuenta, sin embargo, por su ím­petu juvenil y ardiente, que estamos frente a una de las personalidades más grandes de la literatura actual. Hay, en este poema, un «yo» que domina en cada detalle, un «yo» que no se pierde en nin­gún sentimiento, que no se olvida en ninguna aspi­ración.
Pudieron las otras personalidades literarias mo­dificarse, expandirse, disolverse, cristalizar; pudie­ron transformarse en seres cósmicos o surgir com­pletamente por las sensaciones que recibieron del exterior, pero aquí tenemos un «yo», que, suceda lo que suceda, está siempre consciente, se encuen­tra siempre a sí mismo; es un yo emotivo y apa­sionado, cuyos sentimientos recuerdan el movimien­to, hasta en las estrofas más importantes, así como el zumbido de un caracol nos recuerda el mugido del buey.
«Childe Harold», después de una juventud mal aprovechada, abandona el país, dominado por un in­tenso «spleen» y una honda melancolía, sin dejar amigos y amores.
Es un cansancio juvenil el suyo, motivado por su estado físico y su salud; se siente inclinado a la melancolía y está harto de placer. Ni asomo de ale­gría juvenil o anhelos de distracción o de gloria.
Piensa que, aunque haya visto poco de la vida, ya para él ha terminado todo. El poeta y su héroe se confunden.
Todo eso impresionó profundamente el público de los tiempos de Byron y es hasta interesante para el lector crítico actual; su deseo de causar efecto es visible y creo que ya pasó el tiempo cuando aún has­tío personal se hacía atrayente. Pero nadie que po­sea sentido práctico puede dejar de ver que aquella máscara — porque lo es — oculta un rostro grave y simpático. La máscara es de un anacoreta… arrancadla y siempre quedará el hombre del carác­ter solitario. La máscara es esa grandiosa melancolía… arrojadla y detrás de ella aparecerá una tris­teza sincera. El manto de Childe Harold, adornado de perlas, puede no ser más que algo lujoso, pero cubre a un hombre de ardientes sentimientos y de una inteligencia clara, lleno d...

Índice

  1. Portada
  2. Página de título
  3. Copyright
  4. Tabla de contenido
  5. Prólogo
  6. Nacimiento y primeras luchas
  7. La personalidad apasionada
  8. Autoanálisis
  9. La espiritualidad rebelde
  10. Realismo trágico y cómico
  11. El apogeo del naturalismo
  12. La muerte de Byron
  13. Epílogo
  14. Estimado Lector
  15. Más Libros de Interés