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Nosotras presas políticas
Obra colectiva de 112 prisioneras políticas entre 1974 y 1983
- 488 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
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Nosotras presas políticas
Obra colectiva de 112 prisioneras políticas entre 1974 y 1983
Descripción del libro
"Este libro es una obra colectiva de 112 mujeres que fueron presas políticas y estuvieron en cárceles de distintos puntos del país entre 1974 y 1983. Su originalidad radica también en el intento de contar la vida cotidiana de esas mujeres, de la que por supuesto no estaba ajena la política, a través de los recuerdos, cartas y dibujos que fueron gestándose entre rejas."Obra colectiva de 112 prisioneras políticas entre 1974 y 1983. Fueron, son, compañeras.Compañeras: las que comparten el pan. Eso significa la palabra, según su raíz latina.Este libro comparte, también, la memoria. Es la obra colectiva de muchas presas de la última dictadura militar argentina. Ellas dan testimonio de los secretos soles que escondía aquella noche.Eduardo Galeno
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Información
Categoría
HistoriaCapítulo 1
Años 1974-1975
Afuera
El presidente Juan Domingo Perón, en su tercer mandato, alcanzó a gobernar sólo por un período de nueve meses y, a su muerte, el 1 de julio de 1974, su esposa María Estela Martínez de Perón, hasta entonces vicepresidenta, quedó a cargo de la conducción del país.
A partir de ese momento se afianzaron medidas represivas que ponían de manifiesto la supremacía en el poder de los sectores no democráticos del peronismo. Se sucedían las clausuras de diarios, las intervenciones a las provincias, a los sindicatos y a las universidades. Acercarse a las facultades y a los gremios se convirtió en un riesgo mayor, ya que la organización denominada “Triple A” (Alianza Anticomunista Argentina) registraba nombres, domicilios, perseguía y asesinaba. Puesta en acción desde el Estado por José López Rega, ministro de Bienestar Social desde el 25 de mayo de 1973, se manifestaba primero a través de amenazas telefónicas, inscripciones en tarjetas que eran pasadas por debajo de las puertas de las casas de participantes de asambleas, de miembros de sindicatos y de partidos políticos, de médicos, de abogados defensores de presos políticos, y que luego de la primera o de la segunda advertencia, o aún sin ellas, era seguida de la concreción del asesinato. Este grupo paramilitar, compuesto de policías, militares y civiles, esparcía el terror y la muerte. En las calles aparecían los cuerpos sin vida, maniatados con alambres, con claros signos de tortura, con balazos en la nuca, en algunos casos dinamitados, de delegados sindicales, estudiantiles, familiares de militantes, abogados, todas ellas personas a las que nos unía un profundo afecto. Nos llegaban estas noticias a la cárcel y quedábamos impactadas por el enorme dolor de imaginarnos los sufrimientos a los que habían sido sometidos.
Las dolorosas consecuencias del accionar de este grupo fueron, entre tantos más, los asesinatos de Carlos Mujica, sacerdote tercermundista, el del diputado del Parlamento Nacional, Dr. Rodolfo Ortega Peña, y el del Dr. Alfredo Curutchet –ambos abogados defensores de presos políticos–, el de Julio Troxler, exsubjefe de la Policía Bonaerense, a quien no se le perdonó que, en 1973, ordenara una formación policial para homenajear a los presos políticos liberados; el de Atilio López, exvicegobernador de la provincia de Córdoba, junto a Juan José Varas, y el del historiador Silvio Frondizi. Sumados a ellos, los asesinatos de Carlos Prats, Comandante del Ejército Chileno durante la presidencia de Salvador Allende, y su esposa, Sofía Cuthbert, y tantos, tantos otros, que constituyen una lista interminable.
El 7 de noviembre de 1974 el gobierno decretó el estado de sitio “por tiempo indeterminado”. Y en febrero de 1975 dispuso que las Fuerzas Armadas centralizaran la lucha contra la “subversión” con el objetivo de aniquilarla. Así, el Comando de la V Brigada de Infantería con asiento en Tucumán puso a la provincia en “estado de guerra” y llevó a cabo, con cerca de cinco mil efectivos, el “Operativo Independencia”. Desde entonces las amenazas, los arrestos, las muertes, nunca se interrumpieron.
Simultáneamente se importaba de Estados Unidos la “Doctrina de Seguridad Nacional”, que afianzó las dictaduras latinoamericanas, que con ese aval, a fines de 1975, en Chile, crearon y pusieron en ejecución el llamado Plan Cóndor. Por este acuerdo los gobiernos de ese país, Argentina, Paraguay, Uruguay, Brasil y, en menor medida, Perú, pactaron la persecución a los opositores a los regímenes en el poder en esas naciones, y acordaron vigilar, secuestrar, torturar y entregar al opositor –vivo o muerto– al gobierno de su país. Así fue sofocada cualquier expresión que pudiera cuestionar los planes de cada uno de esos gobiernos, y así fueron generados cientos de secuestros de ciudadanos que eran capturados por estas fuerzas conjuntas, tanto en los distintos territorios como en las fronteras, y que en la mayoría de los casos fueron asesinados.
Las luchas internas del partido gobernante, las múltiples manifestaciones populares lideradas por dirigentes de base que cuestionaban la política económica y la actuación de López Rega, las últimas acciones guerrilleras de mayor envergadura como el copamiento al Regimiento de Infantería de Monte 29 de Formosa –acción de Montoneros– el 5 de octubre de 1975, y la del copamiento al Batallón de Arsenales “Domingo Viejobueno” de Monte Chingolo, llevado a cabo por el Ejército Revolucionario del Pueblo el 23 de diciembre de 1975, por ejemplo, revelaban un país convulsionado, sumergido en continuas pujas y contradicciones. Y las Fuerzas Armadas esperaban atentas que se produjera la situación adecuada que les permitiera entrar en acción: en la conferencia de Ejércitos Americanos, en Montevideo, Jorge Rafael Videla, como Comandante General del Ejército, afirmaba: “Si es preciso, en la Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país.” Y ya el 23 de diciembre de 1975 los mismos militares habían manifestado que todavía no era el momento de tomar el poder, y el levantamiento de la Fuerza Aérea, con el brigadier Jesús O. Capellini a la cabeza, había sido sofocado.
Durante este año empezamos a vivir la ferocidad de la represión a través de las noticias de los secuestros y de las muertes de nuestros familiares, entre otros: Santiago Krazuk, marido de Nora, Sebastián Llorens y Diana Triay, hermano y cuñada de María y de Fátima, Pablo Antonio Fainberg, marido de Margarita (Nora, Fátima, María, Margarita se encontraban detenidas en distintas cárceles de país).
Llegó el nuevo año y estas noticias se multiplicaron. El 1 de marzo de 1976, días antes del golpe de Estado, mataron a Federico Báez, a Agnes Acevedo de Báez y a Ercilia Báez (que tenía 20 años): eran los suegros y la cuñada de Isabel, en ese momento detenida en la cárcel de Olmos. Desde entonces contaríamos por centenares a nuestros familiares muertos y desaparecidos.
La cárcel
Perder la libertad significaba transitar el camino impuesto de detención, tortura, comisaría, juez, cárcel. Secuencia que empezaba cuando nos sacaban de nuestras casas, por lo general en horas de la madrugada, encapuchadas. Después nos trasladaban en el piso o en el baúl de algún auto policial, esposadas o atadas las manos –a veces también los pies– hacia distintas comisarías, Coordinación Federal o alguna casa destinada para los interrogatorios. Era empezar a conocer el terror y el dolor de la tortura en el cuerpo y en la mente. Sentir ese olor tan particular, mezcla de suciedad y adrenalina. Perder la libertad implicaba sufrir simulacros de fusilamiento y, en algunos casos, ser víctimas de violación. Perder la libertad significó también sentir que nuestra vida no valía nada para nuestros captores, que pendía de un hilo muy delgado y que bastaba sólo una orden, una decisión, un sin sentido para acabar con ella. Cualquier circunstancia ínfima podía cambiar nuestro destino entre la vida y la muerte.
“Era domingo 16 de marzo de 1975, eran las 11 de la noche. Yo me encontraba de visita en una casa cuando llegó un grupo de hombres de civil. Entraron descargando sus ametralladoras sin parar. Sin saber que pasaba, salimos al patio y fue en ese momento que vi caer sin vida a un compañero que fue fusilado por la espalda. Al resto nos pusieron a empujones contra la pared, bajo una lluvia de balas que sentíamos sobre nuestras cabezas. En medio de todo esto apareció llorando mi hija de tan sólo 4 años, que hasta entonces había estado durmiendo. En mi desesperación, me di vuelta gritándoles que por favor pararan porque la podían matar, la tomé en mis brazos y me colocaron nuevamente contra la pared con ella alzada. A las otras personas las tiraron al suelo, les vendaron los ojos, les ataron las manos y comenzaron a golpearlas y a patearlas mientras les preguntaban cosas que no entendíamos. Mi hija estaba descalza y con mucho frío, lloraba sin parar aferrada fuertemente a mí como pidiéndome protección. Mientras destrozaban todo, se consultaban entre ellos si mataban a otro o no. Después se me acercaron, me quitaron a la niña y me vendaron los ojos. Nos llevaron a Coordinación Federal; allí me desvendaron los ojos y me trajeron a la nena, quien se quedó conmigo hasta el otro día al mediodía, cuando vinieron a llevársela pese a mis gritos de desesperación. De allí fui conducida vendada y con las manos atadas atrás a una pieza donde me desnudaron. Luego me ataron a una camilla y comenzaron a golpearme. Esto duró un buen rato pero luego vino la picana eléctrica: la sentía en todo el cuerpo, desde los pies hasta el cuero cabelludo; como mis gritos eran muy fuertes, pusieron música, me taparon la boca con un almohadón y me amenazaban constantemente con que no vería más a mi hija. Así transcurrió una hora, luego de la cual me dejaron para llevarme nuevamente a la noche, cuando se volvió a repetir lo mismo: la picana eléctrica. Esta segunda vez fue aplicada mayormente en los senos, el ombligo, la vagina y la boca. Cuando mis fuerzas ya estaban muy débiles, me desataron y me llevaron a una pieza. Allí había varios cuerpos tirados, calculo que eran alrededor de veinte. No teníamos abrigos ya que nos los habían quitado, pero ellos abrieron las ventanas y colocaran varios ventiladores: teníamos mucho frío. Las amenazas de muerte eran constantes, como así también los golpes y las patadas. Los quejidos de las personas que allí nos encontrábamos no paraban. Una de ellas pidió que la llevaran al baño pues quería vomitar, pero no se lo permitieron. En un momento le pregunté si estaba muy dolorido y me contestó que estaba reventado y que se llamaba Jorge M. Name; por hablar recibimos un fuerte puntapié cada uno. Al otro día, calculo que sería al amanecer, sentí que dos guardias se acercaban a él y luego oí que uno le decía al otro: “Saquémoslo, ya está muerto”: ¡Había quedado muerto al lado mío como consecuencia de la tortura! Ese mismo día sentí llorar a una mujer a la que le alcancé a ver las manos por debajo de la venda que me tapaba los ojos y vi que las tenía totalmente quemadas. Esto me impresionó mucho. Un guardia se acercó y le preguntó quién era; ella dijo que se llamaba Eleonora Cristina de Domínguez, entonces el guardia le contestó: “Ayer matamos a tu marido.” Esa persona, junto con otra llamada Néstor García, que también se encontraba muy cerca de mí y pedía por favor que los desataran pues tenía las manos muy hinchadas y lastimadas por las ligaduras, hoy están desaparecidas. Respecto a esta última persona, en varias oportunidades escuché su nombre cuando lo llamaban para torturar, y la última vez que lo escuché, el guardia le dijo: “Néstor García, vamos”, y se lo llevaron arrastrando pues al parecer no podía ni caminar. Así tirados en el piso, sin comer ni tomar agua y llevándonos al baño muy pocas veces, a pesar de nuestros pedidos, permanecimos seis días. Luego de las dos veces que me torturaron, el miércoles, creo, por la noche, pues había perdido la noción del tiempo, volvieron a llevarme a la sala de torturas y esta vez no usaron la picana eléctrica sino los golpes que se sucedían sin cesar, en la cabeza, en el cuerpo, en todos lados.”
STELLA
Después de estas experiencias, llegar a la cárcel era el “final feliz” de la espantosa secuencia. Era entrar en la legalidad y por lo tanto significaba la posibilidad de sobrevivir. En principio, después de varios días, a veces semanas, uno podía ducharse, dormir en una cama, tomar un mate caliente, comunicarse con la familia y, por sobre todo, encontrarse con las caras amistosas de aquellas compañeras que ya estaban detenidas.
Pero llegar a la cárcel también significaba separarse de la familia, los hijos, los maridos, los padres, hermanos, compañeros de militancia o de trabajo, de amigos y de vecinos. Separarse de los afectos, del entorno social, de todo lo que era nuestra vida.
Es difícil describir la sensación que nos producía pensar que no volveríamos a ver por mucho tiempo nuestro hogar, nuestras calles, las veredas y sus árboles, la costanera, el mar, el río o la montaña.
Pasábamos a ser enjuiciadas y nos convertíamos en Presas Políticas.
“Con el ruido metálico del cerrojo a mis espaldas, culminó el viaje a ese mundo desconocido.
Miré a mi alrededor y sólo pude vislumbrar algunas imágenes que se dejaban ver tímidamente por la débil luz que se colaba desde el pasillo. Eran mujeres en poses de desquicio, gordas, provocativas, en camisas de dormir, que se asemejaban más a enaguas y que dejaban asomar sus pechos caídos, sus figuras estaban como pegadas a los respaldos de las camas… De pronto, una mano me tocó el hombro sacándome abruptamente de ese paisaje: “Aquí somos todas presas políticas, descansa en este colchón, mañana hablamos, por ahora descansa y puedes estar tranquila, mi nombre es Berta.” Pocas palabras, pero las suficientes como para volverme el alma al cuerpo. No recuerdo si dormí o dormité, era mucha la ansiedad que me embargaba. Tampoco sé si tenía muchas ganas de que llegara el día siguiente, o que la noche se alargara eternamente… Tenía un montón de pensamientos y sentimientos encontrados que revoloteaban en mi cabeza. Se prendieron las luces, escuché voces y un movimiento agitado de pasos y correteos… Esto anunciaba la llegada de un nuevo día.
Todas a los pies de las literas esperando que entrara la guardia, allí me di cuenta de que las imágenes que vi cuando me empujaron dentro del pabellón eran una mala pasada que me había jugado mi imaginación, poblada de temores y prejuicios. Me levanté, me paré a los pies de la colchoneta y paseé mis ojos por el pabellón, con un telón de fondo que era la guardia pasando lista a nombres que más tarde me serían tan familiares… Sentí las miradas de esas chicas, todas muy jóvenes, sobre mi pequeña persona.
Después de pasada la guardia, se acercaron a mi: “Cómo estás, cómo te llamás, cómo te sentís, tomate un mate… Si sentís que querés hablar, hacelo”, eran miradas sanas, amistosas, que me hicieron sentir más tranquila. Comencé a contarles que nos habían traído de Coordinación Federal, Moreno, en un camión, que después supe que se llamaban “celulares”. Era un camión cerrado con pequeñas celdas. Nos habían sacado de Coordina y llevado a muchas partes, entre ellas al hipódromo, donde recogieron a todo tipo de gente para llevarla detenida, para finalmente llegar a Villa Devoto, una cárcel “modelo”, como le llamaban.
No sé cuánto rato más seguí hablando, tengo la sensación como de un mareo, seguramente me atrapó la ansiedad. De pronto, me callé. Me di cuenta de que en esos momentos las palabras no eran necesarias, que necesitaba silencio y acercarme con la mirada a cada uno de esos rostros, a cada rincón, para escudriñar cada cosa que había en ese pabellón, el 42… y que me acompañarían por un largo tiempo… ”
Casi 360 días…
“KATY” CATALINA PALMA
Para todas nosotras, acostumbrarnos al encierro fue un proceso doloroso que exigía un gran esfuerzo. Había que habituarse a la idea de que, de un día para otro y sin saber por cuánto tiempo, nuestra vida iba a transcurrir entre cuatro paredes, con rejas como puertas y ventanas con cielo cuadriculado. Teníamos que acostumbrarnos a dormir en cuchetas marineras, a tener letrinas por baños, a perder la intimidad y a compartir el devenir diario con otras mujeres que estaban en la misma situación. En un espacio que se hacía pequeño.
Había que aceptar que todo estaba reglamentado, que no podíamos transitar libremente, que no podíamos ir al trabajo, que no podíamos apagar y prender la luz cuando quisiéramos, que no podíamos ver la hora, porque nos sacaban el reloj, que no podíamos tomar sol o aspirar el aire fresco. Había que aceptar que esos estrechos metros se convertirían en nuestra vivienda, en el único lugar en el que podríamos desplegar lo que éramos, lo que sentíamos, lo que pensábamos. No era fácil. Sin embargo, semejante tragedia no fue vivida como tal por nosotras.
Sabíamos desde tiempo atrás que nuestra forma de concebir la vida tenía ciertos riesgos y, entre ellos, uno era la cárcel, por lo que lo tomábamos como una consecuencia natural, como un lugar más, otro escenario en el que había que seguir aprovechando el tiempo para estudiar y formarnos para el día en que recuperáramos la libertad. Mientras tanto, reproducíamos adentro la experiencia que habíamos vivido afuera, las mismas...
Índice
- Cubierta
- Portada
- Sobre este libro
- Nota de las autoras
- Dedicatoria
- El equipo
- Nota Editorial, por Marcelo Cafiso
- Prólogo, por Inés Izaguirre
- Introducción
- Quiénes éramos
- Capítulo 1. Años 1974-1975
- Capítulo 2. Año 1976
- Capítulo 3. Año 1977
- Capítulo 4. Año 1978
- Capítulo 5. Año 1979
- Cartas Año. 1979
- Capítulo 6. Año 1980
- Capítulo 7. Año 1981
- Capítulo 8. Año 1982
- Capítulo 9. Año 1983
- Epílogo
- Decretos, reglamentos, leyes 1974 a 1980
- Bibliografía
- Créditos
- Otros títulos de esta editorial