Terapia Vincular-Familiar
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Terapia Vincular-Familiar

Un nuevo abordaje de las sintomatologías actuales

Claudia Messing

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Terapia Vincular-Familiar

Un nuevo abordaje de las sintomatologías actuales

Claudia Messing

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Este libro expone los aportes de la Terapia Vincular-Familiar, desarrolla su marco teórico y el de las principales herramientas terapéuticas que la componen. También incluye distintos tipos de intervenciones y la descripción de casos clínicos. Además, explicita una propuesta educativa y de crianza, al trazar un nuevo modelo cuyo objetivo es recobrar la autoridad del adulto, tanto en el hogar como en la escuela. La Terapia Vincular-Familiar propone un nuevo abordaje de las sintomatologías actuales. Plantea la necesidad no solo de elaborar y comprender los vínculos primarios, sino también de recuperar (y/o significar, si esto no fuera posible) el lugar de hijo con los padres biológicos y de crianza, para evitar trasladar lo no resuelto allí a los vínculos presentes y fortalecer la propia subjetividad. La comprensión de las historias paternas y su contextualización, y la expresión de los sentimientos y emociones no verbalizadas permite recuperar otras vivencias y aspectos positivos de la relación, que dan lugar a la reconexión con el afecto. Así se adquieren fortaleza y apoyos internos para afrontar otras situaciones sociales, laborales, de pareja y con los hijos.

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Información

Editorial
Noveduc
Año
2020
ISBN
9789875387959

Capítulo 1

Por qué se multiplican las nuevas sintomatologías

Como señalamos, la Terapia Vincular-Familiar surgió como herramienta preventiva y terapéutica cuando, a comienzos de la década de 1990, asistimos al aumento sistemático de nuevas sintomatologías presentes en niños y jóvenes, que nos preocuparon especialmente por su prematurez. Nos referimos a la verdadera explosión de los llamados “trastornos” descriptos en los manuales de diagnóstico DSM-IV y DSM-5, como los de ansiedad, y las diferentes fobias y obsesiones, así como la cantidad de niños diagnosticados con déficit de atención (TDA y TDAH), síntomas oposicionistas, fobia a los alimentos –como la recientemente denominada Teria–, y un aumento inusitado de trastornos del espectro autista y mutismo selectivo, entre otras muchas sintomatologías.
Todas ellas tienen en común que ponen en evidencia la certeza, literalidad y rigidez de ciertas conductas de los niños, que a la vez son una expresión un poco más severa o rígida de aquellas que se presentan cotidianamente en la crianza actual: niños que necesitan decidir qué y cuándo van a comer, con quién van a hablar, cómo y cuándo vestirse, prestar atención, estudiar, etcétera. Que muestran su enorme frustración con berrinches incontrolables ante hechos inesperados o se oponen desafiantemente a aquello que no quieren o desean.
Para abordar estas nuevas sintomatologías, entenderlas desde un punto de vista global y no tratar cada uno de los llamados “trastornos” como fenómenos aislados, es imprescindible comprender qué ocurre hoy en la cabeza de cada niño, especialmente a partir del cambio que introduce la simetría del niño con el adulto como cambio psíquico estructural (Messing, 2017).
La principal modificación que introduce la simetría en la subjetividad de cada niño o niña es la certeza, la convicción en sus propias ideas. El 92 % de 1.587 testimonios de conductas simétricas recogidas entre adultos de la región dio cuenta de este fenómeno (Messing, 2017). El niño copia a sus padres desde que nace como si estuviera frente a un espejo, se mimetiza con ellos pero no los internaliza como figuras protectoras; no valoriza ni jerarquiza o califica sus palabras como relevantes (salvo cuando se siente ofendido), por lo tanto, está a merced de sus propios juicios y opiniones, sin que la palabra del adulto pueda mediatizarlos. Este es un cambio psíquico tan fuerte como desconocido, que contribuye al aumento sistemático de las nuevas sintomatologías en niños y jóvenes y, en algunos casos, a su irreductibilidad.
Además de los efectos de la simetría del niño con el adulto sobre la subjetividad de las nuevas generaciones, podemos relacionar el aumento de estas sintomatologías con otros dos cambios estructurales generadores de fuertes cambios en la subjetividad. Por un lado, el proceso de globalización y el avance de modelo neoliberal en el mundo; por el otro, el deterioro de la llamada “función paterna” o de corte entre los hijos y la madre.

El proceso de globalización y auge del neoliberalismo

El proceso de globalización, apoyado en las nuevas tecnologías de la información, unificó el mundo como un gran mercado de consumo, sostenido y sustentado por los medios masivos de comunicación, y generó fuertes cambios en la subjetividad. El neoliberalismo retira al Estado de su función protectora. El ciudadano queda a la intemperie. Se deterioran las instituciones y la subjetividad es dominada por los medios masivos de comunicación, mientras crece el mercado de consumo como gran regulador de la conducta. Un mercado que ya no es moderado por las instituciones, como antes, y que necesita que cada sujeto, a cualquier edad, sea un consumidor.
Los cambios culturales de la posmodernidad coincidieron en lo económico con el pasaje al neoliberalismo, un sistema excluyente y amenazante con el que no hay garantías de estabilidad y proyección del futuro sino incertidumbre y falta de certezas. Así, en detrimento del rol protector del Estado y las instituciones tradicionales, como la familia y la escuela, se instalaron el mercado de consumo y los medios masivos de comunicación como gran factor estructurante de la personalidad. Se resquebrajó el concepto de autoridad desde el punto de vista social y el mercado de consumo aprovechó los rasgos de simetría del niño con el adulto para convertirlo en un gran consumidor inserto en un sistema regido y formateado por los medios masivos de comunicación y las nuevas tecnologías, fenómeno que en la actualidad se profundiza cada vez más.
Aunque en este momento, año 2020, haya en el país un gobierno que intenta correrse de las políticas neoliberales, todavía subsiste el poder de los grandes grupos económicos y el establishment financiero, dueño de los grandes medios de comunicación que formatean las mentes de los sujetos para que, incluso, vayan en contra de sus propios intereses.
Sabemos de las terribles desigualdades existentes en el planeta en materia económica. Ya en 2015, Oxfam advirtió que el 1 % de los ricos del mundo acumularía al año siguiente más riqueza que el 99 % restante (BBC, 2016). Y a comienzos de 2020, en vísperas del Foro Económico Mundial de Davos, la organización informó que los 2.153 milmillonarios que hay en el mundo poseían más riqueza que 4.600 millones de personas, el equivalente al 60 % de la población mundial (Oxfam, 2020). Esto demuestra una permanente profundización de las diferencias, como quedó expuesto con obscenidad durante la pandemia de COVID-19 que comenzó en 2020.
No obstante, el neoliberalismo sigue insistiendo en el achicamiento del Estado, el libre acceso a los capitales transnacionales, el resguardo a la privatización de los servicios públicos y en privilegiar los intereses del sector financiero por encima de cualquier otro. Su objetivo permanente es que el Estado vele exclusivamente por sus intereses de clase, se retire de su rol de garante de los derechos sociales básicos y delegue su capacidad reguladora en el libre mercado, responsabilizando a los individuos y su “capacidad” para acceder a la salud, educación y seguridad social. Un objetivo que en tiempos de coronavirus hizo crisis y estalló por los aires, haciendo más evidente que nunca la necesidad imperiosa de contar con un Estado presente y regulador como la única forma de proteger a los ciudadanos.

El deterioro de la función paterna

Todas las corrientes psicoanalíticas, en sus diversas conceptualizaciones, comparten la importancia otorgada a que se cumpla la llamada “función paterna”, que tiene como objeto separar a los hijos de la madre a través de la formulación de la ley de prohibición del incesto. Pero pocos autores hacen hincapié en que una de las principales consecuencias de que se verifique esta función es que los hijos pueden volver a entregarse al vínculo materno sin miedo a quedar atrapados. Esto, a su vez, posibilita la capacidad de entrega a muchos otros vínculos, al objeto vocacional, a la pareja exogámica y al mundo del trabajo y el dinero.
La aceptación de la función paterna permite también el acceso a una posición activa, al abandono de la pasividad; desarrolla la capacidad de insistencia; permite la aceptación de las diferencias, el acceso al pensamiento abstracto y simbólico, el aprendizaje sistemático, y la protección frente al mundo externo. Si la función paterna no se cumple, los hijos van a intentar separarse igualmente de la madre y lo van a hacer a través del maltrato, la violencia, la distancia, la desconexión emocional, los accidentes y la obsesividad, entre otros muchos síntomas y/o enfermedades psicosomáticas.
El debilitamiento de la función paterna es un proceso ya anunciado por Lacan en su texto de 1938, La familia, donde muestra su preocupación por la declinación social de la imago paterna ante el papel acrecentado de la madre o de la mujer (Lacan, 2003). En este proceso influye sin duda el resquebrajamiento del modelo de autoridad patriarcal, pero también la vigencia de mitos autoritarios que impiden a los padres y las madres armar modelos de autoridad verdaderamente inclusivos y participativos. También incide la falta de respaldo a la autoridad de los padres en un mundo cada vez más peligroso e incierto.
La primera de las causas mencionadas (el resquebrajamiento del modelo patriarcal) es una transformación que comenzó con el ingreso de la mujer al mercado de trabajo durante las dos guerras mundiales: esto quebró la ecuación del dominio del paterfamilias sobre la mujer y los hijos, sustentado hasta ese momento en el poder económico. El Mayo Francés, en 1968, donde los hijos se rebelaron al poder de los padres con consignas como “Prohibido prohibir”, “La imaginación al poder”, etcétera, estableció un hito, un salto cualitativo en ese proceso de debilitamiento. Se generó a partir de entonces un proceso de liberación de las costumbres, de flexibilización de los roles familiares y un gran cambio en los vínculos que pasaron a ser mucho más cercanos y demostrativos, especialmente con los hijos, aunque todavía subsistan en las sociedades actuales las diferencias de género y fuertes rasgos patriarcales en las relaciones de pareja. Aquel cambio coincidió con el comienzo de la globalización y el neoliberalismo, que necesitan un mundo imaginario de iguales donde todos sean consumidores.
La segunda de las causas, referida a los mitos autoritarios, se relaciona con la crianza compartida por el hombre y la mujer, en la que, aunque subsistan diferencias en el compromiso real de ambos sexos, la autoridad ya no se puede establecer por decreto. Debe ser una construcción de la pareja en la que ambos consensúan y aprenden a trabajar en equipo, estén juntos o vivan separados. Sin embargo, este es aún el punto neurálgico de la cuestión, no solo por la dificultad de que haya coincidencia entre padres separados, sino por la vigencia de viejos mitos autoritarios que afectan la construcción de los nuevos modelos de autoridad. Entre ellos, en especial, se cuenta el mito de la no descalificación de la palabra del otro –particularmente, de la paterna– que lleva a inhibir el permiso interno para intervenir ante situaciones de maltrato o violencia. La conclusión es que los hijos terminan expulsando a aquel que interviene con violencia y aliándose con el que calla o no participa suficientemente, o se someten a la violencia, que todavía es predominantemente paterna. Para evitar este tipo de alianzas, los padres deben aprender a pedirse ayuda mutuamente delante de los hijos para habilitar un modelo de autoridad verdaderamente compartido, que renuncie a la omnipotencia de colocarse en el lugar de la ley, en lugar de construirla o transmitirla. Pero para eso hay que renunciar al viejo modelo, donde la palabra del otro debe ser respetada a cualquier costo. Por otro lado, lo que se observa en la vida cotidiana de las familias actuales es que la madre –o quien cumpla la función– puede dar una indicación o una orden repetidamente, sin lograr que el hijo la cumpla. Pero si la misma proviene del padre, la respuesta será mucho más inmediata, simplemente por ser el otro de la diada madre-hijo, con quien el miedo a quedar atrapado no existe; esto, salvo en el caso de padres simbiotizantes (en general simbiotizados por sus propias madres). Esta facilidad podría ser aprovechada en un nuevo modelo de autoridad en el que la percepción y pedido materno sean tomados y confirmados por el otro paterno o quien juegue ese rol.
El tercer factor, la falta de respaldo a la autoridad de los padres, tiene que ver con el mencionado debilitamiento del Estado en su función protectora. Esto, a su vez, deteriora al resto de las instituciones, como la familia y la escuela, que se ven obligadas a compartir su rol socializante con el mercado de consumo, los medios masivos de comunicación y el papel cada vez más protagónico de las redes sociales. Esto lleva a que sea mucho más difícil para los padres sostener la autoridad, ya que los únicos puntos de apoyo con que cuentan en un mundo cada vez más incierto y peligroso son sus propios valores y percepción. Pero, sobre todo, es mucho más difícil aprender a poner límites cuando los apoyos de los padres también están debilitados. Los padres que carecen de apoyos internos en sus padres terminan en una posición de mayor dependencia con sus hijos y buscan su aprobación. Por eso, la Terapia Vincular-Familiar tiene entre sus principales objetivos lograr que los padres recuperen su propio lugar de hijos para ayudarlos a adquirir esa firmeza imprescindible en tiempos de simetría del niño y del joven con el adulto.
Algunos de los efectos de la falta de internalización de la función paterna son las fallas en los procesos de simbolización, la pérdida del poder metafórico de las palabras, que son sentidas como cosas y tomadas en forma literal, lo que provoca fuertes sentimientos de desvalorización, enojo y violencia. Otras consecuencias son las fallas en la represión, la falta de límites, la intolerancia a las limitaciones, el predominio de una posición pasiva de demanda y responsabilización hacia el otro y la dificultad para tolerar las diferencias, el aumento del maltrato y la violencia en los vínculos y el consumo problemático de sustancias. También, como vimos, el incremento y prematurez de las nuevas sintomatologías junto con la aparición permanente de nuevos “trastornos” definidos por los manuales de psiquiatría.
Asimismo, asistimos a un auge de los modelos machistas, de intolerancia a las diferencias, de búsqueda de vínculos simbióticos, de maltrato y violencia. La necesidad de autoafirmación a través del sometimiento del otro, junto con la necesidad de obtener algún grado de separación en vínculos simbióticos refuerzan los mecanismos de maltrato, violencia y dominación del hombre hacia la mujer.

La simetría del niño con el adulto como cambio de la subjetividad

El otro eje potenciador del aumento de las nuevas sintomatologías, como adelantamos, está dado por la modificación cualitativa que introduce la simetría del niño con el adulto como cambio de la subjetividad, que dificulta aún más la internalización de la función de límite y separación (Messing, 2017).
La simetría del niño con el adulto representa un cambio en las características de la primera identificación del niño con sus padres, de esa especie de imprinting que compartimos con los animales. La investigación mencionada –para la cual se recogieron 1.587 testimonios de padres, educadores y otros profesionales provenientes de distintas regiones y estratos sociales de Argentina, Perú, Chile, Bolivia y Brasil– permitió distinguir tres dimensiones íntimamente relacionadas, cuya diferenciación posibilitó una mejor descripción y comprensión del fenómeno y sus múltiples efectos. La primera es la copia o mimetización masiva que hacen los niños de la forma de hablar, pensar y actuar de los adultos, que los lleva a confundirse con ellos y a tomar como propias sus roles y funciones, sus emociones, rasgos y deseos insatisfechos, así como las historias y situaciones traumáticas no resueltas tanto de sus padres como de generaciones anteriores. La segunda dimensión se refiere al efecto imaginario de paridad o equiparación total con el adulto que ponen en evidencia los niños desde la más tierna infancia y que complica profundamente el proceso educativo y de crianza, puesto que los niños no reconocen la palabra del adulto como calificada, sino tan solo como un criterio más dentro de otros. La tercera dimensión muestra cómo a partir de la mimetización masiva con el otro aparece una dificultad en la individuación y la internalización de los padres como figuras protectoras.

Copia o mimetización, paridad y falta de internalización

Los niños se mimetizan masivamente con sus padres desde que nacen; se confunden con ellos, con su lugar y con sus historias, los copian como si estuvieran frente a un espejo sin que interfiera el proceso de represión que existía hasta hace medio siglo. A partir de la década de 1970, el cuestionamiento al modelo autoritario producido en el mundo erradicó el miedo y la distancia vigentes en las anteriores formas de crianza, que impedían este tipo de mimetización masiva. La mayor cercanía y demostración afectiva favorecen el trabajo de las neuronas espejo, que a través del contagio emocional podrían ser las responsables de este proceso de mimetización masiva.
La copia masiva del adulto genera en el niño una gran confusión, ya no juega como antes a ser un adulto, sino que se confunde con él, cree serlo con todas sus capacidades. Así, vemos en videos de YouTube a bebés que discuten con sus madres antes de hablar, que se sienten “bravas” (sin son italianas) y/o “grandes” porque confían en su propio criterio. Y también vemos bebés que mantienen verdaderas conversaciones telefónicas a través de los celulares sin que se les entienda una sola palabra, ya que hablan en su propio idioma, pero se manejan con la plena certeza de estar comunicándose como cualquiera de los adultos a su alrededor. En este aspecto, impacta ver niños que ya no juegan a ser adolescentes, sino verdaderamente creen serlo. Por ejemplo, el de un niño de unos seis años al que se ve cortándose el pelo con una afilada tijera mientras aconseja a los niños menores de quince que pidan ayuda a sus padres para hacerlo, algo que él no necesita porque, dice, “ya soy un adulto, adolescente, pero me quité la barba” (Facebook Lic. Claudia Messing, 2020). O el de la hija de una paciente, que para superar la humillación que siente por ser chiquita inventa un personaje dice que “ya es grande, tiene siete años y puede vivir sola”. O el del niño estadounidense de cinco años que se peleó con su mamá porque no le quería comprar un Lamborghini y decidió llevarse el auto familiar e ir por la autopista a California para comprar uno él mismo, con tres dólares (Infobae, 2020).
Pudimos corroborar nuestra hipótesis de la mimetización masiva del niño con el adulto a través de la adultización que mostró el 97 % de 2.236 dibujos proyectivos realizados por niños de seis a doce años de Argentina y Perú (Messing, 2017). También, a través de la investigación realizada entre 764 jóvenes argentinos de diecisiete a veintisiete años, a los que se les tomó el Test del Árbol (Messing, 2010), entre los que se verificaron rasgos de simetría en el 99 % de los casos. Fue revelador descubrir, además, cómo las frases con que los jóvenes describían sus árboles solo podían corresponder a la vida de un padre o un abuelo, lo que hizo evidente la mimetización masiva inconsciente con situaciones vitales que no son propias, con los consiguientes efectos emocionales en sus proyectos personales. Los mismos rasgos de mimetización masiva con historias que no eran propias aparecían en muchas copas truncadas y aplastadas de sus árboles, en troncos podados o cortados; es decir, rasgos que indican una interrupción o quiebre en el desarrollo que no puede corresponder a la vivencia de un joven que recién comienza su vida y no manifiesta en sus relatos ninguna situación de ese tipo (Messing, 2010).
La segunda de las dimensiones mencionadas, la paridad del niño con el adulto, tiene su origen en el efecto imaginario de igualdad que la copia masiva del adulto genera en los niños. Pero además, a partir de los años 70, se transmite inconscientemente una posición de paridad con el adulto, construida a partir del rechazo al modelo autoritario, sin diferencias ni jerarquías. La conclusión es que los niños no las reconocen. Se sienten iguales, con los mismos derechos y atribuciones que el adulto, al que se equiparan totalmente. No registran ni internalizan suficientemente las diferencias “grande-chico”. Por el contrario, confían en su propio saber, lo que cambia el paradigma de autoridad conocido. La falta de dudas y la certeza en las propias ideas se convierten en literalidad y convicción absolutas, que a veces dificultan mucho la comunicación. La teoría de la simetría nos permite entender la lógica de los niños y, a partir de eso, sus conductas negativistas y desafiantes. Como vimos, ellos se equiparan con el adulto y por eso tienen una profunda vivencia de injusticia frente a las diferencias.
La tercera dimensión de la simetría del niño con el adulto –y tal vez la menos conocida– es la fantasía de completud, que genera a su vez dos grandes consecuencias: por un lado, una falta de separación e individuación y, por otro, una gran hiperexigencia interna y e...

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