
- 112 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
La barbarie de la ignorancia
Descripción del libro
Brillante conversador, además de erudito, George Steiner (en contraposición dialéctica con su interlocutor, Antoine Spire) se abre a un relato
vivo, apasionado, que nos lleva al límite de la paradoja y la provocación. Desde aspectos de su propia biografía a los asuntos más espinosos abordados en la obra de este gigante de la cultura europea, sus pensamientos tocan la música, la filosofía, la poesía y la literatura, el lugar que corresponde a un hombre culto enfrentado a la barbarie, así como la relación a menudo trágica y ambigua entre la filosofía y el despotismo, entre el judaísmo y Auschwitz como símbolo del mal absoluto. Y todo ello sin perder de vista la crítica lúcida de otros filósofos contemporáneos, como Sartre y Derrida, una crítica en que el punto de vista de Steiner se hace más nítido y afilado.
La barbarie de la ignorancia —que publicamos ahora con una nueva traducción, un apartado final, "Stacca to", no recogido en la edición castellana anterior, y un epílogo en el que Antoine Spire rememora un encuentro no del todo fácil con el filósofo— seguirá sorprendiendo al lector por la lucidez y la combatividad de un autor cuya libertad de pensamiento y exigencia intelectual y moral constituyen hoy como ayer un aldabonazo para nuestras conciencias.
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Información
Categoría
Ciencias socialesCategoría
SociologíaA VOZ DESNUDA1 enero de 1997
PRESCIENCIA DEL PADRE
Antoine Spire: George Steiner, usted nació en 1929, vivió sus primeros años en París, en el XVI distrito si no me equivoco.
George Steiner: Primero en la avenida Paul-Doumer, muy cerca, como usted sabe, de la calle de la Pompe. Era un barrio muy liberal, con mucha cultura y también con una gran presencia judía. Mis comienzos fueron totalmente los de una infancia privilegiada, protegida, en una casa llena de libros, llena de música; una madre maravillosa de origen vienés, políglota; un padre de origen checo, de una minúscula aldea a ocho kilómetros del pueblo de Lídice, tristemente célebre por una de esas venganzas totales nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Y una educación llena de esperanza, de un humanismo muy característico de ese mundo, a la vez francés y de Europa central.
A. S.: Cuando dice Europa central, por supuesto ha pronunciado los nombres de Viena y Praga, las ciudades de sus padres. De hecho, usted viene de esa Viena de Benjamin, de Adorno, de Ernst Bloch, de Lukács, de Freud. Cabe decir que la Viena mítica de las personas cultas, ese es su nido familiar.
G. S.: Era ya una Viena trágica. No hay que olvidar la paradoja: matriz —me atrevo a decir— de nuestra cultura moderna, de nuestro modernismo e incluso posmodernismo, pero ya a la sombra de un antisemitismo cada vez más feroz, y especialmente gracias a la catástrofe de 1914-1918, la parte de un imperio que buscaba ya un futuro con Alemania. Había allí —es muy difícil de explicar; la física nos brinda un término, si lo entiendo bien— explosiones, y más potentes todavía eran las implosiones, concentraciones de fuerzas cuando estas se multiplican por la intimidad del medio. Era muy pequeña. Todo el mundo conocía a todo el mundo. De repente, Viena, antigua capital imperial, se había convertido en un pueblo. Pero, como usted ha dicho, yo nací en París y solo conocí ese mundo a través de mis padres.
A. S.: Entonces, antes de que usted naciera, sus padres se habían marchado de Viena: una presciencia absolutamente extraordinaria de su padre, por la que cabe preguntarse. En 1924, él, que tenía responsabilidades (era secretario jurídico del banco de Austria a los veinticuatro años), deja Viena, al sentir que las cosas se complican cada vez más, dificultando la vida de los judíos.
G. S.: Piense que es un alcalde de Viena, Karl Lueger, un hombre muy importante, quien lanza en realidad el programa, que será el de su discípulo Hitler, para la eliminación de los judíos en Europa. Un pequeño detalle me atormenta: la palabra terriblemente fea en alemán, Judenrein, es decir, «limpieza étnica»; regiones, ciudades, organizaciones en las que ya no habrá judíos. Es el club ciclista de la ciudad de Linz el que inventa ese término en 1906.
UN CLUB «LIMPIO DE JUDÍOS»
G. S.: Estará limpio: ya no habrá más judíos. Un club ciclista de Linz. Así pues, mi padre lo vio venir; no en detalle, por supuesto, pero él buscaba otro futuro para sí mismo y para sus hijos.
A. S.: Su padre va a rehacer, a reconstruir su vida en París emigrando allí en 1924. Escribirá para el Manchester Guardian. De hecho, esa presciencia y luego la extraordinaria capacidad lingüística de su padre, que proviene por supuesto de un mundo germanófono y que habla inglés para un periódico inglés; todo ello explica que usted reciba una educación trilingüe.
G. S.: Mi madre comenzaba una frase en una lengua y la terminaba en otra sin reparar en ello. Ella también tenía un oído soberbio y un francés exquisito. Porque, en la cultura vienesa, uno de los ascensos hacia la dicha de otra civilización era el francés… No hay que olvidar jamás el enorme prestigio de la lengua y de la literatura francesas a través de esa Europa central. Hoy en día, en el angloamericano cuasiuniversal (volveremos sobre ello), olvidamos que era el francés el que daba acceso a la sensibilidad clásica europea. Era hablando francés como se llegaba a ser (el término se ha vuelto muy feo con Hitler, pero es una palabra muy hermosa) cosmopolita. Esta es una palabra muy bella en su sentido griego: «ciudadano del planeta». ¡No hay nada más hermoso! Son Hitler y Stalin quienes han conferido a este término todo su sentido peyorativo.
A. S.: Puede decirse que esta palabra ha vuelto a encontrar todo su valor, toda su belleza, y que hoy ser cosmopolita es, por fin, ser verdaderamente ciudadano del mundo.
G. S.: Ese era el ideal de la Ilustración y de una cierta emancipación judía: la gran salida histórica del gueto, el movimiento hacia Occidente y hacia la libertad francesa, el ideal de la Revolución francesa y los grandes pensadores ilustrados. A mi juicio, bajo el poder angloamericano hemos perdido en cierta medida nuestro sentido de lo que significaba ser europeo en esa época.
A. S.: Fue entonces cuando se percató de que una lengua que se aprende supone una nueva libertad. Así pues, usted era trilingüe y, en un libro titulado Después de Babel, quiso, en el fondo, dar cuenta de la necesidad de ese plurilingüismo y, al mismo tiempo, de la manera en la que este permitía penetrar en las psicologías de pueblos diferentes.
G. S.: ¡No hay mayor fortuna para mí! Cada lengua es una ventana a otro mundo, a otro paisaje, a otra estructura de valores humanos. Es preciso insistir de nuevo en este punto; una cierta pedagogía psicológica, en gran medida estadounidense, querría decirnos: «El niño multilingüe corre el riesgo de sufrir esquizofrenia, corre el riesgo de padecer trastornos mentales». ¡A mi parecer, esto es totalmente absurdo! Darle a un niño una serie de lenguas supone dotar a su personalidad, de entrada, de un sentido humano muy general. Es decir, que no existe ningún monopolio chovinista ni nacional de una sola fórmula humana. Las literaturas a su alcance y la historia de otra tradición son cosas esenciales. Si los árboles tienen raíces —¡y yo adoro los árboles!—, los hombres tenemos piernas; esto supone un progreso inmenso: las lenguas nos dotan de estas piernas. Podemos ser los invitados de los otros hombres, comprender lo que nos dicen y responderles a nuestra vez… Yo he tenido esta enorme fortuna y he añadido después otra lengua que adoro: el italiano. Hoy, al final de mi carrera, de mi docencia, tengo todavía el privilegio de dar lecciones y conferencias en cuatro lenguas. Se trata en cada ocasión de las vacaciones de verano del alma. No sé expresarme de otro modo; ¡es una libertad maravillosa!
A. S.: Estudió en el colegio americano de París, en la calle Théophile-Gautier, donde recibió formación en inglés. Luego estuvo en Janson de Sailly, donde se impartían las enseñanzas en francés. Siempre con ese fondo de cultura alemana vienesa, que era en todo caso el terreno cultural en el que había crecido. Después aprendió griego con su padre. Cuando le contó su infancia a uno de sus entrevistadores iraníes, me llamó la atención el hecho de que su padre le pidiera que tomase notas de lectura de cada uno de los libros que leía y que se las entregase. ¡Él supervisaba muy de cerca su educación!
G. S.: Un pequeño resumen, y no podía empezar el siguiente libro hasta que hubiera escrito ese pequeño resumen, incluso si este decía «no he entendido nada» o «no me gusta este libro». No se trataba de eso; era para que no fuese el niño en la fábrica de chocolate, que come demasiado y se atiborra. La finalidad era enseñarme un cierto método y el respeto por la obra. La obra merece una atención y esta atención ha de reflejarse. Y más tarde, en el instituto, usted lo sabe tan bien como yo, todo el sistema de resúmenes llegó a ser muy importante en la educación secundaria. Se trataba de una pedagogía. A veces me impacientaba y me enfadaba; quería el próximo libro. Sobre ese asunto, mi padre era muy estricto.
A. S.: Usted explica que nació con una discapacidad en la mano y el brazo derechos, y que sus padres reaccionaron con un cierto voluntarismo; y es que, si existe un voluntarismo cultural (del que acabamos de hablar), hay también un voluntarismo bastante asombroso para forzarle a escribir con la mano derecha. Creo que le ataban la mano izquierda a la espalda para obligarle a escribir con la mano derecha. ¡Esto resulta absolutamente incomprensible en estos tiempos!
G. S.: ¡Pues tanto peor para estos tiempos! Si aprendíamos que un pequeño hándicap es, por el contrario, un gran privilegio, es decir, una escuela de la esperanza, una escuela de la voluntad en la que cada progreso se señala; el hecho de que para atarse los zapatos hiciera falta casi un año de ejercicio cuando luego habría cremalleras; es exactamente eso de lo que hablamos: o sea que, en lugar de decirle al niño: «Pobrecito, vamos a ponerte las cosas fáciles», le decimos: «¡Qué suerte tienes, te las vamos a poner difíciles!». Sin ningún ánimo de ser pretencioso, créame, enseguida comprendí una de las máximas preferidas de mi padre (es de Spinoza), que dice que «lo excelente debe ser muy difícil». Exacto, así es. No se trata en absoluto de castigar. Hoy que toda la terapia es una terapia de facilidad, creo que resulta mucho más difícil crecer en la alegría, y subrayo la palabra alegría. La lucha para resolver los problemas cotidianos; he tenido la increíble fortuna de que mis padres comprendieran esa circunstancia. Aquello no tenía absolutamente nada de sádico ni de siniestro, sino todo lo contrario: cuando llega el momento del éxito, brota una risa inmensa de alegría.
A. S.: Cuando habla de alegría, uno piensa en Spinoza, en la alegría spinozista que puede invadirnos a veces tras la lectura de algo, tras el descubrimiento de una dificultad superada. Hay que decir que usted tuvo la suerte no de estar en contacto con Spinoza (por una cuestión cronológica), sino de estar en contacto, por ejemplo, con James Joyce. Me sorprendió saber que su padre recibió a James Joyce en su casa y que un día se presentó usted con sus estribos en el salón…
G. S.: … donde no me estaba permitido entrar. Mi primer recuerdo es aquel inmenso personaje blanco para un niño. Su traje blanco, debía ser primavera o verano. Mis padres iban a regañarme amablemente; tenía prohibido irrumpir en el salón, por supuesto: la vieja escuela. Él dijo unas palabras amables como «no lo riñan» o algo parecido; único momento de encuentro. Por aquel entonces, como usted sabe, Joyce contaba con una serie de mecenas que le permitían continuar su obra Finnegans Wake, work in progress, «obra en curso». Mi padre había logrado reunir sencillamente a algunas personas interesadas en el mecenazgo de Joyce. En mi niñez, aquello me impresionó profundamente. Hoy, sesenta y cinco años después, veo todavía ese blanco, ese blanco resplandeciente y ese esbelto personaje que nunca acababa.
A. S.: De hecho, su padre le inculcó sin duda un extraordinario sentido de la curiosidad, una capacidad de atención a aquello que no es usted, a aquello que no es el lugar en el que usted se encuentra, a aquello que es la civilización del otro y, en el fondo, a una búsqueda perpetua de un mundo diferente. Con él aprendió el griego, con él aprendió las humanidades, lo que se denomina humanidades. Así pues, de ahí proviene también la preocupación por el otro.
G. S.: Pero es también probablemente (era ya una preparación) y encierra —quizás volvamos a hablar de este asunto— un aspecto negativo: toda la vida es una dialéctica. Creo que, inconscientemente o no, mi padre deseaba que fuese profesor, un erudito. Él venía de una tradición en la que una generación ganaba dinero para que la siguiente fuese rabino; no rabino en el sentido religioso, sino en el sentido propio de la palabra: estudios, profesor, hacer un magisterio; y en otras circunstancias, por ejemplo, habría esperado que llegase a ser escritor, artista. Yo pintaba, dibujaba mucho, e inconscientemente —no creo en absoluto que fuese una decisión tomada en abstracto—, me consta que en su mente el erudito y el profesor eran aún más importantes que el artista, lo cual no es cierto. Por supuesto, esto es una paradoja. La creación, para él, no era tan inmediata en su mente. Se trata de la gran secularización de la tradición talmúdica rabínica del pasado en Europa del Este: se esperaba que un hijo fuera por supuesto un sabio religioso. Ya no era así: estábamos en un mundo laico, secular; pero sé que él sentía un placer inmenso por haberme visto antes de su muerte como profesor en las grandes universidades. A veces me pregunto si es ese verdaderamente el ideal.
A. S.: Segunda presciencia extraordinaria de su padre: es enviado a Estados Unidos por Paul Reynaud durante la drôle de guerre o «guerra falsa», para negociar la compra de aviones de caza. Decide seguir el consejo de algunos amigos y principalmente, lo cual es sumamente curioso, de un banquero estadounidense que lleva las insignias nazis y que le dice: «Trae a tu familia…». Escucha a aquel hombre y les pide a su madre y a ustedes que vayan a Estados Unidos. Todavía no se ha declarado totalmente la guerra —pues esto sucede durante lo que se ha dado en llamar drôle de guerre—, y he de decir que resulta bastante formidable ver esa especie de sentido, de presciencia del peligro que su padre poseía.
G. S.: ¡Es un milagro! Aquel banquero había negociado con mi padre, mucho antes de Hitler, un famoso préstamo internacional, conocido como «préstamo Siemens», para la industria eléctrica alemana. Ve a mi padre —era un banquero americano-alemán— y le dice: «¡Saque a su familia a toda costa!». Lo importante de esta anécdota es que quienes estaban a la cabeza de la industria alemana lo sabían ya; no sabían nada de Auschwitz, por supuesto, pero era el comienzo de las acciones en Polonia, de las masacres. Sabían lo suficiente como para adivinar que, cuando llegasen a París (lo cual estaba manifiestamente ya en su cabeza), se produciría la masacre de los judíos. Esto es sumamente importante: estamos en 1940. ¡Por tanto, que nadie venga contando que todo aquello tomó cuerpo en el 41 o en el 42! ¡No, ya se conocía! Mi padre tuvo el instinto, el milagroso instinto, la intuición de decir: «Probablemente sea cierto».
A. S.: Entonces a usted le acoge el liceo francés de Nueva York, y lo que resulta bastante extraordinario es lo que va a encontrar en ese medio neoyorquino: a Maritain, a Perrin, a Hadamard…
G. S.: A Lévi-Strauss…
A. S.: Lévi-Strauss, Alexis Léger; usted hace el retrato de Alexis Léger (cuyo seudónimo...
Índice
- Cubierta
- Portada
- Créditos
- Prefacio
- A VOZ DESNUDA: enero de 1997
- STACCATO: 8 de diciembre de 1998
- A modo de epílogo
- Notas
- Colofón