Danza y peronismo
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Danza y peronismo

Disputas entre cultura de elite y culturas populares

Eugenia Cadús

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Danza y peronismo

Disputas entre cultura de elite y culturas populares

Eugenia Cadús

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El libro de Eugenia Cadús es una bocanada de aire fresco en medio de una enorme cantidad de publicaciones sobre el peronismo. En él se puede encontrar la novedad de un análisis que obliga a pensar la danza como un acontecimiento escénico, con una miríada de participantes que construyen espacios, instituciones, genealogías, interlocutores y cánones. Es una historia social y cultural de la danza en el contexto de los gobiernos peronistas de 1946 a 1955.¿Quiénes danzaban? ¿Dónde y cómo lo hacían? ¿Dónde se formaban las personas que participaban del acontecimiento escénico? ¿Cuáles eran los teatros o los espacios de actuación? ¿Cuáles las políticas culturales del peronismo? ¿Hubo apropiaciones y resignificaciones de temas, vestuarios, coreografías? ¿Se crearon organizaciones de artistas? ¿Hubo conflictos? ¿De qué tipo? ¿Cómo se vincularon la cultura de elite y la cultura popular? Estos y otros interrogantes responde Eugenia Cadús en este libro vibrante y atractivo. En un diálogo interdisciplinario y con una polifonía de documentos, analiza de manera precisa y original los caminos de la danza durante el peronismo.Mirta Zaida Lobato

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Información

Año
2021
ISBN
9789876918978

CAPÍTULO 1
Planificación cultural del primer peronismo y práctica de la danza escénica argentina

1. Los inicios de la danza escénica argentina

La cultura de elite conformada por la oligarquía porteña de fines del siglo XIX y principios del XX pretendía que Buenos Aires y, por ende, la Argentina fuese considerada la nación más “moderna” entre los países latinoamericanos. Por lo tanto, estimaron que le correspondía una danza de escena que se distinguiera de los gustos populares –el circo, el folclore y el tango–. Así, la danza entendida como “arte culto” se construyó bajo la influencia cultural de la “modernidad eurocéntrica” (Dussel, 1994) y se consideró como digna representación de este arte, en primer lugar, al ballet moderno según el modelo francés, y luego, a una modern dance que seguía la “novedad” proveniente de Estados Unidos (Tambutti, 2011b). Así, estas formas artísticas fueron adoptadas como modelos a seguir no solo en la Argentina, sino en toda América Latina. Tal como señala Tambutti (2011a: 16), a través de la música, la ópera y el ballet, una generación de “ideas liberales, europeístas, seudoculta, ansiosa por dejar atrás los entretenimientos de origen campero o los heredados de España fue adoptando directamente el estilo de la sociabilidad europea”. En este marco, la existencia de una danza escénica quedaba ligada al enfoque europeísta de la elite argentina, para la cual su conexión con Europa definía su éxito económico y su inserción cultural en el mundo (Tambutti, 2011a).
Durante los primeros años de la década de 1880, la burguesía local apostó a la profundización de la distancia social y las modalidades de consumo de teatro lírico representaban la exteriorización de esa distancia. “Las nociones de bon ton, de savoir-faire, de high-life, se tornaron los parámetros legítimos de un comportamiento teatral educado que pretendía recrear, desde las butacas de terciopelo rojo, el modelo de las clases acomodadas europeas. El resultado de este proceso fue la identificación entre género lírico y público de elite” (Pasolini, 1999: 264). La estratificación social del teatro (platea, palcos, tertulia, cazuela, paraíso) reflejaba la que existía puertas afuera y alcanzaba una manifestación extrema, ya que en el proceso de diferenciación cada sector de la audiencia activaba sus conductas consideradas identitarias.
Las compañías de ballet comenzaron a presentarse en la Argentina a partir del siglo XIX, la mayoría provenientes de Francia e Italia. La primera presentación de ballet en Buenos Aires fue en 1832 en el teatro Coliseo a cargo de los hermanos “Toussaints o Touissants”. La compañía no presentó obras completas, sino fragmentos de ballets “prerrománticos”. Recién en 1913, cuando llega a Buenos Aires la compañía de los Ballets Russes dirigida por el empresario Sergei Diaghilev, se puede proponer, de acuerdo a la historiografía existente de la danza argentina, el inicio de un posible relato histórico de la danza escénica en nuestro país y la consolidación del ballet (moderno) como representante hegemónico de la danza escénica. Es allí cuando comienza a gestarse el interés por la producción de ballets locales (Destaville, 2008).
La visita de esta compañía se repite en 1917. El reconocido crítico de danza Fernando Emery (1958) –y coincido con su opinión– indica el inicio de la “danza argentina” tras esta visita. Es decir que, a diferencia de la historiografía establecida, Emery propone el inicio del ballet argentino y el relato de la danza escénica argentina no en la primera visita de los Ballets Russes en 1913, sino en julio de 1918, cuando ocho bailarinas argentinas entrenadas por Natalio Vitulli se presentaron en las danzas del último acto de la ópera Sansón y Dalila. “El público, risueño y tolerante, advirtió que carecían de esbeltez y que bailaban asustadas, pero –eso era lo importante– «eran nuestras» y el primer paso estaba dado”, señala Emery (1958: 167-168).
Cabe describir brevemente a los Ballets Russes, ya que fue la compañía que consolidó en nuestro país una forma de hacer danza, legitimó al ballet como arte “culto” y definió la “estructura de sentimiento” de las clases acomodadas porteñas como consumidores privilegiados de esta expresión artística. Les Ballets Russes fue una compañía que actuó entre 1909 y 1929. Con sede en París, Francia, el empresario y crítico de arte ruso Diaghilev creó esta compañía emblemática del siglo XX que reformó la danza académica. Fueron los representantes del denominado ballet moderno, es decir, una forma de ballet que modificó las estructuras coreográficas tal como hasta ese momento eran comprendidas, e introdujeron una estética de obra de arte integrada (Koegler, 1982: 41).
Los bailarines y coreógrafos de esta compañía habían sido formados por maestros franceses e italianos, pero debido al debilitamiento de la tradición académica, se pronunciaron contra sus restricciones e intentaron desequilibrar el poder del centro oficial del arte de la danza de aquel momento, la Academia de San Petersburgo (Tambutti, 2015). Entre quienes se manifestaron podemos encontrar a Anna Pávlova, Michel Fokine, Vaslav Nijinsky, Boris Romanov, Tamara Karsávina, Serge Lifar, Bronislava Nijinska, Georges Balanchine y Léonide Massine –muchos de estos nombres también formarán parte de la historia del Ballet del Teatro Colón–. Además, la compañía se destacó por trabajar en colaboración con los artistas músicos y plásticos de vanguardia de la época tales como Léon Bakst, Alexandre Benois, Ígor Stravinsky, Nikolái Cherepnín, Maurice Ravel, Claude Debussy, Erik Satie, Pablo Picasso, Henri Matisse y Georges Braque, entre muchos otros.
Como puede observarse, esta compañía, así como las que se derivaron de la misma luego de su disolución tras la muerte de Diaghilev en 1929, representaba el arte moderno en el ballet. Es por ello que los miembros de la elite intelectual porteña apoyaron la iniciativa del empresario Cesare Ciacchi de traerlos a Buenos Aires (Destaville, 2008) para realizar presentaciones. Luego, muchos de estos coreógrafos y bailarines se asentaron en la Argentina y formaron a las primeras generaciones de bailarines del Teatro Colón, así como también crearon las primeras coreografías locales. De este modo, el ballet moderno y, en particular, la idea de modernidad que implicaba pasó a ser una “estructura de sentimiento”. Cabe señalar, además, que la primera gira que llevaron a cabo los Ballets Russes en América del Sur (Buenos Aires, Río de Janeiro y Montevideo) se realizó tres años antes de la única gira que efectuaron por Estados Unidos en 1916, ya que el público local frecuentaba París y ya había presenciado los espectáculos de esta compañía. “Como atractivo público éramos muy importantes en aquellos años y había también dinero de sobra para pagar a los artistas de la troupe dirigida por Diaghilev” (Destaville, 2008: 28).
Poco a poco la danza comenzó a ocupar un lugar en las prácticas artísticas de nuestro país, aunque aún era incipiente, lo que se ve reflejado en los documentos paratextuales de las obras de principios del siglo XX. Por ejemplo, resulta difícil encontrar en los testimonios de esos años –tanto en programas de mano como en periódicos– datos precisos o apreciaciones artísticas sobre las bailarinas que interpretaron la coreografía inaugural del Teatro Colón en 1908 perteneciente a la ópera Aída (Destaville, 2008). Los programas de sala del Teatro Colón eran sumamente escuetos y se centraban principalmente en el argumento de la ópera representada, y los diarios, cuando se referían al espectáculo, solo comentaban acerca de la música y los cantantes. La danza ocupaba un lugar secundario y no existían los críticos de ballet, ni siquiera alguno de música que se interesara por la danza o tuviera conocimientos específicos sobre este arte (Destaville, 2008). No obstante, el interés por el ballet continuó creciendo y ganando adeptos que querían posicionarlo como práctica artística dominante. Así, en 1919 el Teatro Colón inició la organización de una escuela de danza y en 1925 se concretó la creación de un cuerpo de baile estable del teatro.
En 1919, bajo el gobierno de Hipólito Yrigoyen, el Colón emprendió la fundación de una escuela de danza cuyo único docente era Natalio Vitulli (Manso, 2008). Luego, en 1922, durante la concesión del teatro a los empresarios Faustino Da Rosa y Walter Mocchi, se crearon las escuelas para la enseñanza de solfeo, canto y danza, planificadas por Cirilo Grassi Díaz, Carlos López Buchardo y Enrique T. Susini. El músico López Buchardo fue designado director y se incorporaron al cuerpo de baile Gema Castillo (hija del escritor José González Castillo y hermana del músico popular y poeta Cátulo Castillo) y Lola Segovia, entre otras (Manso, 2008). Estas escuelas sentaron precedente para que en 1924, bajo la presidencia de Marcelo T. de Alvear, se creara el Conservatorio Nacional de Música, Arte Escénico y Declamación bajo la dirección de López Buchardo. Del mismo modo, en 1937 se creó la Escuela de Ópera del Teatro Colón, llamada luego Escuela de Ópera y Artes Escénicas, que comenzó sus actividades en 1938 (Caamaño, 1969: 325),1 y en 1960 pasó a llamarse Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, donde se dictaban las carreras de Danza Clásica, Canto Lírico, Régie, Dirección Musical de Ópera y Caracterización Teatral.
De estas instituciones surgieron los bailarines del primer Cuerpo de Baile Estable del Teatro Colón, quienes luego fueron maestros de las siguientes generaciones. En 1925 se creó el Ballet Estable, cuando la comisión que administraba el teatro, integrada por Martín S. Noel, Carlos López Buchardo, Floro Ugarte, Cirilo Grassi Díaz, Emilio Ravignani y Alberto Malaver, lo requirió a la Autoridad Municipal (Destaville, 2005: 19). Formaron parte de ese primer elenco: Lydia Galleani, Ernestina Del Grande, Eudoxia Schubert, Josefina Abelenda, Blanca Abbove, Olga Farrace, Nélida Cendra, Isabel y Esmée Bulnes, Ana Giralt, Lydia Mastrazzi, Teresa Goldkuhl, Yonne García, Rosa Rabboni, Mercedes Quintana, Elena Cofone, Ángeles Ruanova, Matilde Ruanova, Armando Varela, Andrés Gago y Francisco Durán, y las bailarinas solistas Dora Del Grande, Blanca Zirmaya y su hermana Leticia de la Vega –a su vez designada profesora de danza en el Conservatorio– (Manso, 2008). Esta fue la primera compañía oficial de ballet de todo el continente americano (Destaville, 2005).
Pero los coreógrafos continuaron siendo europeos, provenientes de los Ballets Russes o sus compañías derivadas. En un principio, antes de que se creara el Ballet Estable, el Colón estableció que todos los primeros bailarines contratados para presentarse en el teatro debían también impartir clases a las “niñas aficionadas a la danza” (Manso, 2008). Posteriormente, los primeros maestros del cuerpo de baile estable fueron George Gerogievich Kyasht y Adolph Bolm, ambos provenientes de los Ballets Russes. Asimismo, en 1926 fue contratada Bronislava Nijinska; en 1928, Boris Romanov; en 1931, Michel Fokine, y así se continúan los nombres. Incluso, durante 1943 convivieron en el Colón el Ballet Estable y la compañía Ballets Russes del Coronel de Basil, y debieron quedarse en el país a causa de la guerra (Manso, 2008; Destaville, 2005; Malinow, 1962). El Ballet Estable del Colón surgió dentro del movimiento de la modernidad de los Ballets Russes y se puede observar tanto en los nombres de los coreógrafos y bailarines invitados como en la primera obra presentada por la compañía: Petrushka, de Fokine y Stravinsky, adaptada como “paráfrasis coreográfica” por Bolm (Destaville, 2005).
De este modo, comenzó a gestarse la práctica de la danza en la Argentina, en la que los distintos agentes se iban formando como productores y como espectadores de este arte de la mano de los “expertos” extranjeros previamente legitimados en París. Esta incipiencia del ballet puede verse reflejada en la crítica. En los comentarios periodísticos –si es que los había–, el vocabulario empleado era siempre el mismo, los bailarines eran “ágiles” o “elásticos”, o bien “una serie de adjetivos alambicados y frases de dudosa poesía aludían a que una bailarina fuese suave y etérea” (Destaville, 2008: 27). Algunas revistas, a veces, anticipaban las presentaciones de los artistas con artículos en los que el protagonismo era de las fotos, pero la noticia en sí solo informaba las fechas y la representación esperada, aunque el nombre del coreógrafo raramente se mencionaba (Destaville, 2008). Recién en la década de 1930 aparecieron las críticas especializadas de Fernando Emery en diarios y revistas.

2. Los años 40 y 50: la primera modernización

Hasta el momento, el ballet, en su vertiente del ballet moderno representada por la compañía franco-rusa Les Ballets Russes, constituía la cultura hegemónica o dominante de la práctica de la danza escénica argentina que el peronismo venía a democratizar. Además, en la década de 1940, aparece una cultura emergente, la denominada danza moderna.2 Pero esta no va a ser una oposición a la hegemonía, sino más bien una práctica alternativa. Es decir, en términos de Williams (2012), la danza moderna argentina de los años 40 y 50 sería como “alguien que encuentra una manera diferente de vivir y desea que lo dejen tranquilo” antes que “alguien que encuentra una manera diferente de vivir y quiere transformar la sociedad bajo esa luz” (63). Es por ello que llamo a este momento una “modernización”, el surgimiento de una cultura alternativa y no una de oposición que encarnará un cuestionamiento a la institución de la danza. Este proceso de modernización de la práctica de la danza escénica sucede en el contexto sociopolítico del primer peronismo.
Existen antecedentes que permitieron el desarrollo de la danza moderna en la Argentina en los años 40: la visita de Isadora Duncan en 1916; la labor artística y docente de Alexander y Clotilde Sakharoff a partir de la década de 1930 –algunos de sus bailarines fueron Paulina Ossona, Estela Maris, Cecilia Ingenieros y Mara Dajanova–; la enseñanza de Gimnasia Rítmica por parte de Vera Shaw, quien introducía nuevos conceptos de movimientos relacionados con la danza moderna que había conocido en Estados Unidos; la enseñanza de principios expresivos de la nueva danza por parte de Francisco Pinter; las presentaciones en Buenos Aires durante los años 30 de Ida Meval, Harald Kreutzberg, el Ballet Jooss, e Inés Pizarro; y el asentamiento en el país de los alemanes Annelene Michiels de Brömli y Otto Werberg (Isse Moyano, 2006). Estos precedentes ayudaron a instalar la danza moderna en la Argentina, pero será recién en 1944 que este estilo se afianza y emerge en la práctica artística de la danza escénica y sus formaciones.
En 1944 se instaló en nuestro país la danza moderna con el asentamiento de Miriam Winslow (1909-1988), bailarina y coreógrafa perteneciente a la escuela norteamericana de modern dance Denishawn,3 aunque también estudió ballet, flamenco y Ausdruckstanz con Mary Wigman y Harald Kreutzberg (Weber, 2009). Previamente, en 1941, Winslow se había presentado en la Argentina –Buenos Aires y otras provincias– junto a su compañero Foster Fitz-Simons, y volvieron a presentarse en 1943 (Isse Moyano, 2006).
No resulta casual que esto suceda en los años 40. Tal como explica la investigadora de la danza Clare Croft (2015), durante la Guerra Fría, Estados Unidos promulgó una política de diplomacia cultural en la que el arte constituía una herramienta de propaganda fundamental de lo que la “(norte)americanidad” era y lo que su “democracia” prometía. En ese marco, las compañías de danza norteamericanas debían evidenciar que Estados Unidos no solo era capitalismo y cultura del consumo. Asimismo, este programa estatal exportó principalmente la danza moderna para reclamarla, de este modo, como esencialmente representativa y nativa norteamericana, ignorando y ocultando otras vertientes de danza moderna y sus raíces en otras naciones, como, por ejemplo, Alemania (Croft, 2015: 16).
Si bien Winslow no era apoyada por este programa, sí fue interpretada de este modo por parte de sus coterráneos. Por ejemplo, el reconocido crítico norteamericano, legitimador y defensor de la modern dance, John Martin escribió en el New York Times acerca de la gira de Winslow y Fitz-Simons por Sudamérica en 1941 y los definió como “embajadores” y “buenos vecinos”, haciendo alusión a la política de buena vecindad del gobierno estadounidense de Franklin D. Roosevelt. Del mismo modo los define el crítico Walter Terry en el New York Herald Tribune (1941) y cita las palabras de Fitz-Simons que evidencian que ellos mismos se sentían embajadores de Estados Unidos: “Ahora que los ojos de Estados Unidos se han vuelto hacia el hemisferio sur...

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