Aníbal
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Aníbal

Gisbert Haefs

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Aníbal

Gisbert Haefs

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Siglo III a. C.Cartago, la ciudad más próspera del Mediterráneo occidental, combate por preservar sus derechos frente al emergente dominio de Roma. Esta lucha verá algunas de las batallas más sangrientas y salvajes de todos los tiempos, en la que morirán cientos de miles de hombres.En medio de este conflicto, surgirá una figura que se ha convertido en mito y leyenda: Aníbal Barca, uno de los más grandes generales de la Historia, cuyas tácticas todavía se estudian en las escuelas militares hoy en día.Aníbal desafiará y pondrá en jaque el poder de Roma cruzando los Pirineos y los Alpes con un ejército en el que se incluían elefantes de guerra, y derrotándola en batallas como la del río Trebia, la del lago Trasimeno y la de Cannas.El narrador de la historia es Antígono, banquero y consejero de la familia Barca, de origen griego y asentado en Cartago, que nos ofrece una visión de las guerras púnicas desde el punto de vista de los vencidos.El Aníbal de Gisbert Haefs se ha convertido, con todo merecimiento, en un clásico de género histórico.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418491283
Categoría
Literatura

1

Regreso a Qart Hadasht
Los quince barcos mercantes navegaban en dos hileras. El fresco viento otoñal del oeste henchía las velas y embravecía el mar. Sin embargo, los navíos se mantenían en línea; sus pesados cargamentos se encargaban de ello: la mayoría llevaban las bodegas llenas de lingotes de hierro ibérico destinados a las forjas púnicas. A la izquierda, ocho veleros; a la derecha, cubriendo los claros, siete; desde el mar aún no podía calcularse la distancia que los separaba de la costa que podía intuirse en el horizonte gris.
Tres de los barcos llevaban un gran ojo rojo en la vela; lo mismo la nave insignia. El capitán cambió un par de palabras con los arqueros acuclillados tras la borda, en proa; luego siguió caminando hacia la popa. Al igual que su piloto, el capitán calzaba sandalias provistas de gruesas plantillas de corcho; el peto de cuero colocado sobre la sucia túnica parecía molestarle un poco. Siempre se lo quitaba cuando hacía una revisión general del barco. El pequeño bote salvavidas yacía con la quilla hacia arriba al lado del mástil, asegurado con cuñas; la tapa del barril de agua estaba cerrada con clavos: los cabos y miles de otros objetos que por lo común eran dejados sueltos en cualquier parte habían sido quitados de en medio o amarrados firmemente. La cubierta se veía extrañamente lisa y ordenada.
El capitán subió la escalera que llevaba a la cubierta de popa; dos peldaños de una sola zancada. Echó un vistazo a la vela, saludó con un movimiento de cabeza al joven pasajero apoyado contra la borda y señaló hacia la derecha, hacia el continente libio. Algo flameaba allí a intervalos regulares: almenaras. El oficial púnico se encogió de hombros. También él llevaba un peto de cuero sobre la túnica. Había guardado la capa roja en el camarote, bajo la cubierta de proa; el yelmo de penacho rojo yacía a sus pies.
—Sería mejor que miraras el mar —dijo. Sus orejas estaban cargadas de argollas.
El capitán entornó los ojos para ver mejor.
—¿Cómo? Ja. Allí están. Cinco, no, siete. Trirremes. Que Melkart los destruya. —Movió varias veces la cabeza como asintiendo enérgicamente, al tiempo que se mesaba la barba gris con la mano derecha.
El oficial chascó la lengua.
—No te excites. Mantengamos el rumbo. —Se acercó al piloto.
—No hay problema, hijo, quiero decir, «señor».
El timonel mostró una breve sonrisa burlona, y luego se inclinó sobre la borda. Agua verde plomiza bullía en torno al madero guarnecido en bronce que se estremecía dentro de sus broncíneas argollas en la parte exterior derecha de la cubierta de popa. La pala del timón no podía verse desde allí.
—Pero estaría bien ir un poco más rápido.
En el centro del barco el agua pasaba apenas tres palmos por debajo de la borda del cargado navío; ni siquiera con buen viento hubiera sido posible hacer un viaje tranquilo.
Tres marineros estaban arrodillados al pie del mástil. Tenían los ojos cerrados y las manos levantadas hacia el cielo; entonaban un canto sordo y sombrío en una lengua áspera. Sus torsos desnudos se balanceaban rítmicamente de delante hacia atrás.
—Sardos —dijo el capitán. Se acercó al joven apoyado contra la borda—. Sandaliotas, Antígono. Rezan pidiendo que se les reciba con misericordia en el otro mundo.
Antígono esbozó una sonrisa.
—Si el otro mundo es tan desagradable como su idioma… —Volvió a dirigir la vista al mar.
Los barcos de guerra se arrastraban sobre la superficie del agua. Venían del nordeste, remando contra el viento. Hacía mucho que habían bajado los mástiles.
El oficial carraspeó.
—Hay cosas peores. Los dialectos de los honderos baleares, por ejemplo. Y tampoco el latín es mejor. Pero hasta los mudos van a parar al otro mundo. Y por desgracia también los romanos.
Los trirremes se acercaban rápidamente. Antígono suspiró, se inclinó, recogió el peto y se lo puso. Había querido esperar hasta el último momento para hacerlo, y ahora las circunstancias le parecían incómodas. Ya podían divisarse los puentes de abordaje, contra los que nadie había ideado aún una defensa. Tres años antes, durante el transcurso del tercer año de la Gran Guerra de Sicilia, había surgido por primera vez una flota romana, construida a imagen de un navío púnico encallado en una costa; y como los romanos nunca hubieran podido reunir la experiencia secular de los púnicos en lo referente al mar y los barcos, los estrategas romanos inventaron estos puentes de abordaje para inundar los barcos enemigos con soldados de a pie y convertir los combates navales en verdaderas batallas terrestres sobre el mar.
El oficial parecía estar pensando algo similar.
—Esta vez no les servirán de nada sus malditos cuervos —dijo a media voz—. No se acercarán lo suficiente como para clavar sus garras en nuestros barcos. —Hizo una señal al capitán.
Un estridente silbido hecho con tres dedos en la boca. Los marineros se alistaron. El oficial se inclinó, cogió una trompeta, se la llevó a la boca y sopló. Desde hacía ya algún tiempo, los barcos romanos, restos de la gran flota, acostumbraban atacar veleros mercantes frente a las costas libias; y desaparecían apenas divisaban una escuadra de navíos militares. Ahora el almirante de la armada púnica había enviado algunas naves a un viaje nocturno hacia el oeste; estos se habían detenido ante Hipu, esperando que se reunieran allí un buen número de mercantes con rumbo a Qart Hadasht, como señuelo. Todo comerciante debía embarcar a un oficial y a un grupo de arqueros, y luego seguir navegando alejado de la costa, como si nada hubiera pasado. El padre de la idea había sido Amílcar, según dijo el oficial.
—¡Recoged las velas! ¡Todo a estribor! —La voz del capitán resonaba sobre el barco; en vano intentó Antígono reconocer una pizca de miedo o inseguridad oculta en esa voz.
Los quince mercantes hicieron la misma maniobra, formando grandes claros en la doble hilera de barcos.
Las seis penteras púnicas se habían mantenido ocultas tras los mercantes. Ahora dejaban caer los mástiles y velas al tiempo que los largos remos se introducían en el agua. Solo una fila de remos, pero con cinco hombres en cada remo: eran terribles la velocidad y la vehemencia con que los barcos podían empezar a moverse después de haber estado casi parados. Atravesaron los claros saliendo al encuentro de los romanos.
—¡Izad las velas! ¡Volved al antiguo rumbo!
El piloto esperó el instante exacto en que las velas empezaron a henchirse y el barco volvió a recibir la presión del viento.
—Tontos —refunfuñó el oficial—. Tontos romanos.
El mercante había vuelto a su rumbo original; los demás lo seguían en doble fila.
—¿Por qué tontos? —Antígono miraba el lugar donde pronto se encontrarían las naves de guerra. El viento desgarraba violentas señales de trompeta.
—Los barcos mercantes suelen sumirse en el mayor desorden cuando se ven atacados por navíos de guerra. Que nosotros no hayamos salido huyendo chocando unos contra otros, como gansos, debería haberlos puesto sobre aviso.
Los mercantes no tardaron en dejar atrás el recién iniciado combate naval; desde la cubierta de popa de las primeras naves ya solo se divisaba una parte de la escaramuza. Una pentera púnica pasaba entre dos trirremes romanos. Los remos del lado izquierdo se introducían en el agua apenas los del lado derecho salían de esta. Los romanos no estaban preparados para enfrentarse con un enemigo de su misma talla; Antígono veía el laberinto formado a bordo de los trirremes. La pentera, fuera del alcance de los cuervos emplazados tanto en popa como en proa, se deslizó sobre los remos del navío que tenía a su izquierda. Arqueros gatúlicos y honderos baleares desataron una lluvia de flechas y piedras sobre los romanos; dos pequeñas catapultas orientables barrieron la cubierta del trirreme con trozos de plomo, piedras afiladas y clavos. Al mismo tiempo, otro grupo de gatúlicos disparó flechas incendiarias sobre al navío ubicado a la derecha de la pentera. Fue cuestión de segundos. Dos o tres calderos llenos de pez, aceite y resma volaron desde la popa hasta el trirreme de la izquierda, ya completamente sumido en el caos. Los remos de uno de sus flancos estaban hechos pedazos, y los del otro no habían podido suspender su trabajo con la suficiente rapidez. Grandes llamaradas se levantaban por doquier.
Antígono cerró los ojos un momento. A bordo de la pentera todo eso debía de verse y desarrollarse de forma terrible. Imaginó que oía los gritos de los remeros, alcanzados, destrozados, apagados por los de aquellos que salían disparados con espantosa violencia al quebrarse el remo que empuñaban.
Cuando volvió a abrir los ojos aparecieron ante él precisamente los remos de estribor; la pentera bajó la velocidad, giró casi sobre el sitio. Los remos de babor se hundieron en el agua; cuatro, cinco, seis poderosos golpes y el broncíneo espolón de proa se incrustó en la popa del segundo navío romano, que ardía en llamas desde hacía ya un largo rato. El cuervo cayó a toda velocidad, pero los garfios no fueron a dar sobre madera, sino sobre el revestimiento de proa de la pentera, arañaron el hierro y cayeron ...

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