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No olvido, recuerdo
Crónicas universitarias desde la tercera edad
- 280 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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No olvido, recuerdo
Crónicas universitarias desde la tercera edad
Descripción del libro
El propósito de la convocatoria "No olvido, recuerdo. Crónicas Universitarias desde la Tercera Edad", cuyos resultados publicamos en este libro, fue la recuperación de las experiencias y las vivencias de personas que tienen mucho que contarnos desde distintas áreas laborales en la Universidad de Guadalajara. Historias que le han dado color, alegría, emotividad y sentimientos a la ya larga vida universitaria.
En los contenidos de esta obra se rescatan relatos, algunos escritos directamente por sus protagonistas y otros recuperados mediante entrevistas, que nos permiten observar la gran diversidad de actividades que realiza la comunidad universitaria en los ámbitos académico, administrativo, directivo y de apoyo a todas estas actividades.
Diez entrevistas y trece ensayos; biografías, prácticas docentes experiencias estudiantiles, anécdotas, trabajos de campo, actividades artísticas... en suma, un crisol multifacético que nos da cuenta de la diversidad de vidas que han confluido en la Universidad de Guadalajara desde sus primeros años.
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Información
CRÓNICAS
Memorias en papel

Estas teclas que ves*
Elda Castelán Rueda
En 1984 se incorporó a trabajar en la Universidad de Guadalajara, institución en la que laboró durante casi veintisiete años, con nombramientos y trabajos administrativos y académicos, como maestra. Diseñó cursos y materiales; impartió cursos y charlas sobre redacción, y publicó un manual para documentos de oficina.
El tiempo es un misterio profundo.
La historia de la vejez y de lo viejo es compleja.
Arnoldo Kraus
La historia de la vejez y de lo viejo es compleja.
Arnoldo Kraus
En la década de los sesenta la tele se veía en blanco y negro, en Guadalajara no había ningún túnel vehicular, Las Fuentes era un fraccionamiento campestre, la pizza no se conocía y yo vestía minifalda. En esa época estudié la carrera de secretaria ejecutiva bilingüe en una escuela particular durante tres años. Acabábamos de llegar de Xalapa, y yo fui la única de mis hermanos que no quiso estudiar una licenciatura en la Universidad de Guadalajara, pues ninguna me atrajo. Nunca he estado peleada con los libros de grandes autores ni con las lecturas de artículos y ensayos inteligentes. Soy autodidacta. Trabajé para la iniciativa privada (IP) desde los quince años de edad. Me casé muy joven y, durante unos años, me dediqué a las labores de la casa y a educar y cuidar a mis dos hijos. Así se acostumbraba, sobre todo en Guadalajara, y en la IP, si una mujer anunciaba su matrimonio le pedían su renuncia.
En los comienzos de los años ochenta, cuando María Esther Zuno de Echeverría (nótese el «de» que debían portar las mujeres «dignamente casadas») había ayudado a las mujeres a «liberarse» pero un amplio sector de mujeres casadas aún continuaba preocupándose sólo por organizar reuniones con las señoras del tupperware, así que yo decidí regresar al trabajo en las oficinas. Me sentía segura de seguir organizando a mi familia y trabajar como medio de crecimiento personal. Ya había aprendido a cocinar y las conversaciones en torno al lavado de ropa no me satisfacían. Mis hijos eran preadolescentes, podían ir y venir solos a la secundaria y yo tenía más tiempo «libre». Primero regresé a la IP, después opté por entrar a trabajar en la Universidad de Guadalajara por la comodidad del horario (de 9 a 15 horas en todas las oficinas administrativas). Nunca imaginé que la UdeG llegaría a ser mi casa fuera de casa durante casi veintisiete años.
¿Y la Sala Juárez apá?
En los últimos días de junio de 1984 llegué a trabajar al Edificio Cultural y Administrativo de la UdeG, sito en la avenida Juárez 976. Años después le quitaron lo cultural y quedó como Edificio Administrativo. En sus dos espacios culturales (el piso 2 y el lobby) disfruté exposiciones, recitales, conferencias, proyecciones de cine (el Cineforo se inauguró en 1988) y hasta un concurso de platillos de hongos en el cual participó uno de mis hijos. Además, en la explanada del edificio se celebraban conciertos con artistas nacionales y extranjeros, todo de manera gratuita. La justificación para quitar los espacios culturales fue que... ¡llegaron las tecnologías! Hoy el piso 2 corresponde a la Coordinación de Tecnologías de Información y en el lobby se encuentran los servidores y las oficinas que manejan redes y telecomunicaciones. Me pregunté: ¿Y el placer de la cultura gratuita que ofrecía la Universidad irá a desaparecer por completo?
En esa época el inmueble estaba casi nuevo, tenía tres años de construido, aunque recuerdo que lucía descuidado y mi impresión al entrar fue de desagrado, quizá porque afloró mi subconsciente al recordar que en ese mismo lugar, años atrás, asistía a disfrutar recitales en la Sala Juárez del maravilloso edificio que albergaba la Escuela de Música y la de Trabajo Social. Éste fue demolido en una noche... Si eso sucedía con edificios «protegidos» de una institución educativa, ¿que más seguía? Nadie supo... Cuando se abrió el elevador en el piso 8 (Intercambio Académico), adonde acudí para una entrevista, la angustia me sorprendió. El ruido formado por el rumor de tantas voces, el sonido de las teclas de las máquinas de escribir y los timbres de los teléfonos que eran como alarmas provocaba un ambiente desapacible.
La oficina ochentera
Una vez pasada la primera impresión me di cuenta de que el mobiliario era moderno. En otras oficinas gubernamentales todavía se usaban los muebles metálicos, pero en la UdeG los escritorios, archiveros, portapapeles, portalápices y hasta los botes de basura eran de madera color natural, pero cuando entré por vez primera y observé las docenas de escritorios acomodados en hileras, unos enfrente de otros, rodeados de otras docenas de archiveros altos (tres o cuatro cajones) y el humo de los cigarros que formaba un ambiente gris... me causaron pánico, pensé: esto es la burocracia.
Los equipos de oficina eran pocos pero más voluminosos que ahora, algunos mecánicos y otros eléctricos: máquinas de escribir, una cafetera eléctrica y una sola fotocopiadora, ambas de uso casi exclusivo para el titular, teléfonos (sólo dos líneas por dependencia) con discos para marcar; las secretarias que tenían una extensión telefónica eran contadas. Aun en estas condiciones, nunca faltaban las personas inconscientes colgadas a las bocinas durante largos minutos en pláticas vanas. Junto a algunos teléfonos se leían letreritos que decían: «El teléfono sirve para acortar distancias, no para alargar conversaciones», o el clásico: «Sea breve». El titular de la dependencia y su secretaria tenían unos teléfonos con dos botones en la parte superior, por medio de los cuales él solicitaba una llamada o ella le preguntaba si podía recibir equis llamada. Este tipo de teléfono, la oficina enorme y los escritorios enormes eran símbolo de estatus. ¿Continúa el tamaño siendo símbolo de poder?
El área administrativa tenía dos relojes checadores: uno para registrar en unas tarjetas especiales las entradas y salidas del personal, y otro para registrar la hora en que se recibían los oficios, un par de calculadoras eléctricas, un carrusel donde se colocaban como cinco o seis sellos y una protectora manual de cheques. En ese momento eran oficinas modernas y trabajar ahí era el sueño de muchos. Además, la cercanía con el edificio de Rectoría no estaba de más, ni el posible contacto con funcionarios, pues a quien buen árbol se arrima...
Mi entrada «triunfal»
Después de la entrevista me informaron que debía realizar todos mis trámites ante el sindicato y presentar un examen en Bolsa de Trabajo. Me sentía muy segura, pues apenas había dejado la iniciativa privada. No obstante, al presentarme en el sindicato fue espantoso, me ningunearon; el personal que trabaja en los sindicatos siempre se ha sentido poderoso. ¿Por qué, si son las personas más maleducadas de la institución? Lo primero que me preguntaron fue mi edad (treinta y tres años); el tipo buscó en los lineamientos y me dijo que estaba a punto de no ser aceptada por ese motivo. Las secretarias debían ser jóvenes...
El examen me pareció como un juego. Supuestamente, evaluaban tres habilidades: mecanografía, archivo y ortografía. La evaluación consistió en escribir un oficio en una máquina mecánica (lo común eran ya las eléctricas), ordenar alfabéticamente unas tarjetas maltratadas y sucias y, por último, escribir una lista de veinte palabras dictadas. Este examen se venía aplicando desde hacía varias décadas y lo siguieron utilizando otros quince años después de que yo ingresé. A finales de los años noventa formé parte de la Comisión Mixta de Ingreso y Escalafón; entonces pude promover el cambio en la forma de evaluar al personal administrativo que aspira trabajar en la UdeG. La modernidad se tardó en llegar... o a lo mejor se prefería que no llegara.
Secretarias, ¿seres en extinción?
Cada secretaria, según el área, tenía actividades diversas. Las primeras que yo desempeñé en la institución consistían en el manejo de oficios, contratos, nómina —que era confidencial—, inscripciones al IMSS y la documentación del personal de esa dependencia, todo archivado en forma tal que quien llegara pudiera ponerse al tanto en un día. Además, controlar las llamadas de larga distancia, pues era complicadísimo y carísimo; había que solicitarlas al conmutador, que estaba en otro piso, y, por ejemplo, enlazar una llamada a la UNAM era un verdadero triunfo. También se hizo necesario empezar a controlar las copias que, por la novedad, empezaban a sacarse sin ton ni son. Aun así no faltó el «chistosito» que fotocopió su mano con una seña obscena y la hizo circular por toda la oficina.
Antes de retirarnos, quienes utilizábamos máquinas de escribir eléctricas debíamos quitarles el cable y las «margaritas» o «bolitas» por medio de las cuales se imprimían las letras, y cubrirlas con sus fundas. Quizá para que no desaparecieran o corrieran la misma suerte del primer teléfono con botones para marcar que se adquirió, rojo, liviano y delgado para aquellos entonces, fue un lujo que duró muy poco. Un día amanecieron los puros cables, alguien «muy listo» los cortó y se apropió el nuevo aparatito.
Todo esto viene a cuento porque en aquellos ayeres una secretaria estudiaba una carrera específica para desempeñar su puesto. En la actualidad, las secretarias son seres en extinción (la UdeG las designa como auxiliares administrativos), quizá por lo mucho que se les ha menospreciado. No me sorprendería que al rato inventen que decir secretaria es discriminatorio o políticamente incorrecto; ahora prefieren llamarse asistentes y la mayoría son licenciadas en Psicología, en Turismo o dentistas. Me pregunto qué tanto pueden ayudarles los conocimientos sobre extracciones de muelas a la hora de llevar el orden que se requiere en una oficina, tomar decisiones, contestar un teléfono de manera adecuada y escribir documentos administrativos. ¿Alguien les enseñó cómo redactar oficios? Otro cuestionamiento que siempre me hice fue: si en la IP la secretaria privada o particular de un ejecutivo hace exactamente lo mismo que las secretarias privadas o particulares en las instituciones, ¿por qué algunas dependencias todavía prefieren hombres y las mujeres con este puesto o se nombran secretarios (así en masculino) o pintan su raya para distinguirse de las demás? ¿Por qué?
¡Llegaron las computadoras!
A principios de 1985 llegó la primera computadora de escritorio al piso 8 del Edificio Cultural y Administrativo. ¿Y por qué ahí? En julio de 1984 se creó el Sistema Nacional de Investigadores (SNI), por tal motivo en ese piso se instituyó el Departamento de Investigación Científica e Intercambio Académico (DICSA). El titular de esa dependencia eran joven y con ideas muy innovadoras para su tiempo. Ahí se formó el área de informática. Empezaron a llegar a trabajar (procedentes del extranjero, de la UNAM y del Instituto Politécnico Nacional) maestros de reconocido prestigio, aunque también hubo algunos sin prestigio, extranjeros y nacionales, que se alcanzaron a colar.
Recuerdo que fue todo un acontecimiento cuando un compañero, joven, por supuesto, sacó la computadora de su caja y la acomodó arriba de un escritorio. Como veinte personas alrededor observábamos ese aparato parecido a los que se veían en películas futuristas una década antes. «¿Por qué no hay fotos?», se apresuraría a decir mi nieta adolescente o cualquier otro joven, porque antes no se acostumbraba tomar fotos de todo, como sucede ahora. Nadie cargaba una cámara en el bolsillo ni las oficinas contaban con una, cuyo costo, además, era oneroso debido a que se compraban por separado flashes, rollos y el envío al revelado.


¿Cuántas copias se necesitan?
Los documentos que más se redactaban eran los oficios, pero aun así no se producían las toneladas como ahora. Tal vez porque antes se cuidaba más su redacción y no cualquiera sabía escribir a máquina, menos utilizar papel carbón (dos o tres copias, era lo usual). El manejo del papel carbón tenía su gracia; algunas personas terminaban con los dedos negros y otras hasta la cara manchada por el carbón. Las hojas membretadas se enviaban a imprimir en lo que era el Departamento Editorial (ubicado en el área donde hoy es el Centro Universitario de Ciencias Exactas e Ingenierías, CUCEI); también se les imprimía en la parte superior un «cuadro» que contenía número, sección y asunto, y al margen izquierdo una leyenda que decía: «Sírvase contestar este oficio a más tardar en cinco días». Estas hojas se contaban y se cuidaban con mucho celo.
Los oficios los escribían las secretarias; ellas los redactaban con las ideas de los jefes; otros los dictaban y los revisaban bien antes de firmarlos y, cuando no estaban de acuerdo, los regresaban. Por lo general llevaban dos firmas, director y secretario, la del director se resguardaba con el sello. Los oficios se controlaban con un número que otorgaba la oficialía mayor (o unidad administrativa) de cada dependencia; esos números se anotaban en una libreta (sistema que todavía utilizan muchas dependencias). Los originales se entregaban a los destinatarios dentro de sobres tamaño oficio o los llamados sobres bolsa. Una copia se guardaba en el archivo del área correspondiente y otra en un consecutivo (o minutario), que debía coincidir con la libreta. Se trabajaba sobre la confianza, sin copias de recibido. ¡Qué diferencia de unos años después, cuando las copias de recibido llegaron a ser indispensables! «Asegúrate de que te firmen de recibido», se recalcaba a quien iba a entregar el documento.
Quizá los oficios eran menos porque, además, se redactaban memorandos (en hojas impresas tamaño media carta) y circulares, aunque tenían diferentes usos; se supuso que ambos documentos los supliría el correo electrónico. Creo que no fue así. También se escribían avisos; en la actualidad se acostumbra fotocopiar los oficios y pegarlos en los tableros donde duran meses... Otro documento usual eran los telegramas. ¿Alguien recuerda la emoción al recibir uno? Su uso comercial y personal era muy común. En el edificio de la actual Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz estuvieron las oficinas de Telégrafos Nacionales algunos años; en diez palabras se expresaba lo necesario para que el destinatario lo recibiera en veinticuatro horas —digamos que era el twitter de ahora.
Los primeros centros de investigación
En el DICSA se crearon los primeros centros de investigación de la UdeG. Llamaban mi atención porque en ellos trabajan personas con ideas innovadoras. Además, físicamente eran como «islitas», estaban en lug...
Índice
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- No olvido, recuerdo | Ceremonia de premiación
- Voces y relatos | Entrevistas
- Memorias en papel | Crónicas
- Notas al pie