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De la memoria a la reflexión
La escritura en la universidad
- 150 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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De la memoria a la reflexión
La escritura en la universidad
Descripción del libro
Ocho entrevistas a reconocidos investigadores de la escritura se agrupan en el presente libro para abonar a la reflexión sobre la importancia de este proceso en la vida universitaria. Cada texto despliega una superestructura definida a partir de dos momentos discursivos: el de la memoria y el de la reflexión.
En el primero, los entrevistados evocan algunas de sus experiencias escritoras en la infancia, la adolescencia y la edad adulta. Esta parte de las entrevistas que opera como una autobiografía escritural presenta sus prácticas de escritura en diferentes etapas de escolarización (primaria, secundaria y universidad). Tras este viaje discursivo por el pasado, se presenta el segundo momento discursivo el de la reflexión, desplegado a partir de preguntas y respuestas sobre las representaciones y prácticas de escritura en la universidad.
Los interrogantes permiten abordar diversos asuntos acerca del papel de la escritura en la escena universitaria: las concepciones sobre la escritura, sus funciones en los procesos de enseñanza y aprendizaje, las políticas institucionales sobre este proceso, las dificultades escriturales, el plagio, el papel de la literatura en la universidad, las estrategias y secuencias didácticas, la toma de notas, los géneros discursivos académicos y la relación entre educación básica, media y superior en torno a la escritura.
Prólogo: Elvira Narvaja de Arnoux
Entrevistas a:
María Luisa Carrió Pastor
Montserrat Castelló Badía
Fabio Jurado Valencia
Gladys Stella López Jiménez
Giovanni E. Parodi Sweis
Ómar Sabaj Meruane
Ada Aurora Sánchez Peña
Adriana Silvestri
Preguntas frecuentes
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Información
Categoría
FilologíaCategoría
LingüísticaAda Aurora Sánchez Peña: la revisión de la escritura en la universidad
La i de la ratita
–¿Qué recuerdos tiene acerca de sus experiencias escriturales en la infancia y la adolescencia?
–Cuando terminé la preparatoria, a los dieciséis años, me enfrenté a la difícil decisión de elegir una carrera profesional. Ante mí se abrían dos caminos: la música clásica (había estudiado violín durante muchos años) y la literatura. Era claro que entre esas dos opciones se encontraba mi vida. En ambos casos, el lenguaje y la necesidad de comunicar algo a alguien estaban presentes. Sin embargo, no lograba establecer prioridades. Por fin, después de dedicar algunos años de estudio intenso a la música, pude reconocer que la literatura, en realidad, me llamaba con mayor fuerza. Creo que a partir de los veintiún años fue cuando incliné la balanza hacia el mundo de las palabras. Descubrí –o empecé a descubrir– su condición peligrosa, escurridiza, en términos de la escritora argentina Luisa Valenzuela.
Roman Witold Ingarden habla de opalescencia, de un ámbar a trasluz, para referirse a la ambigüedad, al tornasolado mundo en que viven las palabras, especialmente las de la obra literaria. La imagen del ópalo es ideal para entender el espectro de colores que las palabras despliegan en el texto oral o escrito. Mi interés por los estudios del lenguaje surge, en esencia, cuando observo el poder de las palabras o esa facultad de contener todo un mundo en movimiento. Por un camino u otro (investigación y creación) intento comprender ese mundo, que no es otro sino el humano.
En el contexto de la escuela primaria, escribí menos de lo que me hubiera gustado hacerlo. Las prácticas de escritura, con frecuencia, eran repetitivas y no siempre me ayudaron a tener claro cuáles eran mis aciertos y debilidades. Desde el punto de vista de su plena retroalimentación, de alguna manera mi escritura creció solitaria. Me hubiera gustado una mayor diversidad de prácticas de escritura escolar y extraescolar, así como también un diálogo con mis profesores, más cercano, sobre esa lucha que se libra al principio (y en realidad toda la vida) en la aprehensión de las palabras.
Aprendí a leer y escribir con el método onomatopéyico del profesor Gregorio Torres Quintero, un pedagogo colimense de reconocida trayectoria en México y otros territorios de Latinoamérica. Actualmente, entiendo, en mi país se enseña a leer con el método global, más en la línea de la teoría transaccional de la lectura. El método onomatopéyico establecía asociaciones de las letras con sonidos que el niño reconocía fácilmente: la i de la ratita, la o del caballo, la u del trenecito.
Mis papás, por su parte, reforzaron mi aprendizaje con ejercicios en tierra. Me explico: ellos escribían sobre la tierra húmeda del patio de mi casa una letra gigante del abecedario, y yo me encargaba de repasarla con una varita o, en su defecto, de colocarle piedritas por todo el contorno. Así, con la divertida pedagogía casera, yo incorporaba a la memoria del cuerpo los trazos de las letras. Sé que no aprendí a leer con oraciones, sino de manera fragmentaria, letra por letra, pero a los cinco años cuenta más el juego que reviste leer, descubrir y relacionar, que otra cosa.
Las prácticas de escritura comenzaron con ejercicios de caligrafía: planas y planas de trazos básicos, hasta pasar a los dictados de oraciones simples. El método onomatopéyico también incluía ejercicios de escritura, seriados por grado de dificultad y con atención a ciertas dislexias comunes en los niños que se inician en la alfabetización. Guardo cariño por el libro de Torres Quintero, en particular por sus dibujos y las rimas que entre sueños todavía recuerdo.
Debo afirmar que, de mis padres, rescato los ejercicios en tierra que comenté y que fueron útiles para revestir el proceso de la lectoescritura con el encanto del juego. De mi profesora de primer año de primaria recupero su exigencia para escribir con claridad: “La letra derechita, que se entienda”, y su mirada atenta a la forma en que tomaba el lápiz. “Aquí está el problema de todo”, les explicaba a los papás en las reuniones escolares. Mi maestra Alida también tuvo el acierto de enseñarnos dichos populares y contarnos leyendas, y otro más: hacernos hablar de aquello que queríamos escribir después: “Di lo que piensas, luego escribe”.
La escritura como juego
En cualquier edad y proceso, el juego –con su espíritu lúdico e imaginativo que impulsa y anima la búsqueda de algo– no debe perderse. El juego conlleva un estímulo de interacción porque se realiza con un otro, aunque en ocasiones seamos nosotros mismos. Es un ensayo de libertad y, no obstante, tiene normas. Leer y escribir son juegos combinatorios, opciones de selección, jerarquización e implicación, que siempre responden a ciertas reglas. El esparcimiento traducido en actividades, en ejercicios inteligentes alrededor de la escritura, no es sino una microexperiencia del gran juego que se establece entre el que escribe y aquellos que interpretan su escritura, es decir, sus lectores. Es importante, entonces, porque revitaliza la motivación, interacción y vivencia de una libertad con pautas. Es claro, pues, que necesitamos enseñar a leer y escribir sin perder de vista esa chispa lúdica que enciende (e incendia) todo proceso de aprendizaje y acción humana.
Creo que estos juegos deben contribuir a desarrollar capacidades de asociación, incrementar el vocabulario, identificar matices semánticos, potenciar la metacognición, entre otros aspectos. Se trata de estrategias divertidas que ayuden al aprendiz a mirarse a sí mismo, para descubrir sus debilidades y potencialidades.
A propósito de actividades lúdicas, recuerdo que de niña, en la clase de español, solía participar en un juego muy entretenido. Todos los chicos del grupo nos formábamos en círculo y, ni tardos ni perezosos, nos dedicábamos a encontrar sustantivos que comenzaran con una determinada letra. ¿Cómo hacíamos? La profesora anunciaba de manera solemne: “A este país llegó un avión cargado, cargado de…”, y acto seguido le lanzaba una pelota pequeña a un compañerito para que fuese este quien definiera la carga del avión, y respondiera, tan rápido como fuese posible, un sustantivo que comenzara con la letra d, por ejemplo, y de hacerlo correctamente, tuviera oportunidad de arrojarle la pelota a otro amiguito, y expresar con el clásico dicho: “A este país llegó un avión cargado, cargado de…”. Había que estar muy despierto para que no se te cayera la pelota ni se te pusiera el pensamiento en blanco.
Poco a poco, cercanas las doce del día, en mitad del salón, cuando la pelota había pasado de mano en mano, teníamos decenas de aviones cargados de damas, diamantes, dólares, domingos, donas, dudas y dulces. En aquel salón también arribaron otras aeronaves en beneficio del uso de sinónimos y antónimos, de vocabulario relacionado con oficios o profesiones; en fin, aparatos que ayudaron a generar un ambiente de juego y afecto en el proceso de adquisición de la escritura.
Por otra parte, castigo, como tal, creo que nunca tuvimos. No escribir bien, al principio, tenía que ver con la legibilidad de la caligrafía; después, con la gramática, la transparencia del mensaje, la apropiación del género y los recursos estilísticos. Las sanciones se reflejaron, en todo caso, en algún comentario o una calificación baja. Para algunos, desafortunadamente, el verdadero castigo llega en la universidad y se los confiere la propia vida académica, pues se sienten limitados en la expresión de las ideas y en el alcance que estas pueden llegar a tener. Si nunca recibieron apoyo decisivo en la formación escritural, se sienten frustrados, y si lo recibieron pero no lo tomaron en cuenta, experimentan remordimiento y una sensación de fracaso.
Esto de aprender a escribir correctamente tiene diversas implicaciones, que no solo atañen a la habilidad de ser propio, estratégico y asertivo en el plano escrito, sino también a la ética (y estética) que acompaña a la palabra que se escribe, que se deja como huella para otros, para una memoria colectiva. Escribir (y su enseñanza) tiene que ver con poder entender cómo se alcanza el horizonte del otro. Más aún, como sugiere Hans-Georg Gadamer, a propósito de la comprensión hermenéutica, se relaciona con la necesidad de ampliar el horizonte, de abrir nuevas posibilidades en la existencia propia.
La dimensión ética de la escritura comienza desde que nos afanamos en la lucha por alcanzar la precisión en el lenguaje, por lograr expresar con transparencia, al otro, aquello que verdaderamente deseamos. Hay quien renuncia a esta lucha porque le faltan elementos o, indebidamente, solo piensa que basta con que él se entienda a sí mismo. Existe compromiso ético con la escritura cuando nos esforzamos en desvelar una verdad interior y en ser fieles a ella. Una verdad que, por otro lado, puede ser ideológica, artística, sentimental e, incluso, estilística.
Respecto de los libros, empleábamos un texto y varias libretas para practicar caligrafía y dictados. Oraciones legendarias transmitidas de generación en generación, como “Susi asea su oso” o “Mi mamá me mima”, quedaron grabadas con una fuerza extraordinaria en la memoria. Curiosamente, pese al carácter mecánico de esas prácticas (planas y planas de oraciones), revolotea en mí una mariposa alegre que me hace recordar, con gusto, aquellos años en que descubrí cómo fijar mi palabra en un cuaderno de doble raya.
Experiencias
En la secundaria tuve mejores experiencias con respecto a la escritura. Inicié un diario por sugerencia de una profesora de español y participé en algunos concursos de oratoria y ensayo. En esa misma época también conocí a una profesora de español y luego otra de ciencias sociales que me solicitaron trabajos poco comunes: escribir un poemario, una carta a un amigo extraterrestre, un guion para debate, el editorial de un periódico político. Me encantó. En una materia probé la libertad imaginativa, el compartir ejercicios de creación, y, en otra, el poder de la persuasión; es decir, la diferencia (y con todo, la relativa semejanza) entre textos literarios y argumentativos. Me percaté de la cocina de la escritura, como la denomina Daniel Cassany.
Sobre las modalidades de textos que escribía en el colegio, puedo comentar que mi generación desarrolló más los de tipo descriptivo-expositivo. Algunos narrativos, y pocos de carácter argumentativo. A distancia, observo que la educación primaria de mi tiempo promovió escasamente las habilidades de metacognición entre sus estudiantes. En este sentido, el acto de escribir se dio sin una reflexión en torno al propósito comunicativo, a las estrategias idóneas para provocar una respuesta; en fin, faltó avivar todavía más la conciencia escritural, la que, en todo caso, se despertó en mí de manera intuitiva y autodidacta. Con esto no quiero decir que nunca tuve un profesor que orientara una discusión hacia el interior del lenguaje y sus dobleces, sino que, en general, había poca tendencia a hacerlo dentro del cuerpo de docentes.
En mi secundaria, de clase media en una ciudad de provincia mexicana, se motivaba a través de concursos (teníamos de poesía, cuento y oratoria, cada año); se nos invitaba a participar en el periódico mural y en una pequeña revista que editaba el profesor de ciencias sociales. Había puntos extras para quienes se destacaran en actividades de escritura extraescolar o aquellos que, por voluntad propia, leyesen una composición cívica en las ceremonias de los lunes. Las profesoras y la orientadora vocacional motivaban, en especial, a escribir un diario que nos ayudara a ordenar nuestras ideas o encontrar aficiones, gustos, que podrían convertirse, más tarde, en una auténtica vocación. Yo asumí el consejo por algún tiempo y pienso que fue positivo. Hoy en día, al releerme, recupero con asombro una imagen de mí que ya no me disgusta tanto como entonces.
Como refiere Carlos Lomas, durante mucho tiempo y de forma tradicional la enseñanza de lengua y literatura se ha asociado a la transmisión de reglas gramaticales y corpus de lecturas canónicas. En calid...
Índice
- Cubierta
- Acerca de este libro
- Portada
- Prólogo. De la historización del vínculo con la escritura a la reflexión del proceso en la universidad
- Introducción
- María Luisa Carrió Pastor: experiencias con la escritura
- Montserrat Castelló Badía: usos de la escritura en la universidad
- Fabio Jurado Valencia: pensar la escritura con la escritura
- Gladys Stella López Jiménez: la escritura como proceso integral del aprendizaje disciplinar
- Giovanni E. Parodi Sweis: la escritura como proceso multidimensional
- Ómar Sabaj Meruane: la escritura en el desarrollo académico
- Ada Aurora Sánchez Peña: la revisión de la escritura en la universidad
- Adriana Silvestri: escribir en la universidad, ¿gusto, interés o deber?
- Créditos