José Kentenich, una vida al pie del volcán
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José Kentenich, una vida al pie del volcán

Dorothea Schlickmann

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José Kentenich, una vida al pie del volcán

Dorothea Schlickmann

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Biografía del Padre José Kentenich con datos inéditos de su vida apasionante. Una vida de dramatismo y riesgo. Una misión para los nuevos tiempos. Su biografía enciende una luz de esperanza con el siguiente mensaje alentador: la vida puede triunfar y expandirse aún en las condiciones más difíciles.

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Información

Año
2020
ISBN
9789509645240
1. Infancia entre luces y sombras
“Cuando sea grande, seré sacerdote y entonces voy a decir: ‘Queridos hermanos… Amén’. No sé lo que se dice entre medio; tengo que aprenderlo”. Así hablaba José con casi seis años de edad, parado tres escalones más arriba de sus compañeros de juego, tomado de la baranda; los otros niños lo sobrepasaban por una cabeza. Por entonces nadie hubiera pensado que ese deseo infantil se cumpliría y que José, ya Padre Kentenich, iniciaría sus homilías, hasta avanzada edad, con esas mismas palabras: “Queridos hermanos…”
Gymnich, la cuna. Un pueblo renano a la sombra de un campanario de bulbo
Su pueblo natal contaba 1.901 habitantes. Era un pueblo rural en el que todos se conocían. José se sentía bien en él. Allí vivía junto a su madre, en la casa de los abuelos. Nació en esa casa el 16 de noviembre de 1885, cuando tenía lugar una kermés celebrada con la alegría propia de la gente renana. El buen humor fue una cualidad que lo acompañó toda su vida, era parte del “aroma” de su personalidad. José amaba la vida campesina. A los 18 años le escribe a un profesor, el P. Mayer, que entre los campesinos “se vive a gusto” y que su salud mejoró enseguida: “en cuanto respiré el aire de mi pueblo, todo volvió a estar bien”.
El paisaje natal de lagunas redondas, campos de cultivo y bosques daban alas a su innato amor a la libertad y a su pulsión infantil de expansión. Correteaba con sus compañeros por el pueblo, jugaba a las escondidas o saltaba despreocupadamente, con sus primos y primas, en el largo banco junto a la estufa, en la casa del tío abuelo y de las tías abuelas solteras. Allí los niños eran siempre bienvenidos, se les daba sabrosos emparedados de queso y manteca y disfrutaban de su libertad infantil.
Cuando José era ya un poco más grande, con Pedro Hessler, su amigo y primo, subieron al campanario de la iglesia, rematado con una cúpula de bulbo semejante a las que se ven en Baviera, pero raras en Renania. Querían saber qué vista se gozaba desde ahí arriba… Al sacristán no le agradó la travesura y echó el cerrojo a la puerta de la torre una vez que ambos chicos hubieron pasado por ella: ¡los había atrapado! Pero éstos encontraron una salida: se deslizaron por una claraboya del techo, descendieron por las columnas del altar y se escabulleron por la puerta trasera de la iglesia, burlando la vigilancia del sacristán.
José no fue un niño modelo. Si se trataba de robar manzanas de un terreno vecino, participaba de la travesura “porque las manzanas robadas saben mejor”, tal como afirmó. En el invierno se congelaba el agua del foso del castillo de Gymnich, propiedad de los “condes de Metternich”. El hielo invitaba a patinar. Pero había que hacerlo sin ser visto. Si se patinaba cuando el hielo no estaba aún suficientemente firme, se corría el peligro de hundirse. Y eso les pasó a José y a su amigo Pedro en un gélido día de invierno. Regresaron empapados de ese baño imprevisto a casa de la tía abuela. Allí estuvieron sentados ante el fuego del hogar mientras se secaba su ropa.
Si su madre se hubiese enterado del accidente, se habría llevado un susto de muerte. Ella ya había pasado por grandes sustos en relación con su hijo, por ejemplo, cuando una vaca arisca arrojó al aire la canastilla donde dormía el bebé. O cuando el niño, que contaba dos años y medio de edad, estando jugando a las escondidas en la casa vecina, se cayó en el aljibe. El abuelo acudió enseguida y lo rescató. La conmoción producida por la caída dejó mudo al niño, que parecía estar inconsciente. Aterrada, la madre mandó a buscar al convento a la religiosa del jardín de infantes. Ésta vino a toda prisa y trató de hacer hablar al niño: “Si José se porta bien, se le dará una estampita y podrá volver pronto al jardín”. Entonces el chiquitín abrió los ojos y respondió decididamente: “¡No quiero ninguna estampita y no quiero ir al jardín!” Sabía lo que quería, y sobre todo lo que no quería.
Foto 1: José Kentenich a los dos años de edad.
En efecto, José poseía ya temprano una buena dosis de autoestima. Quien no lo conocía se sentía tentado a interpretar esa autoestima como orgullo o arrogancia. Así, por ejemplo, en uno de sus informes escolares se lee: “A menudo el alumno dio muestra de altivez y engreimiento”. José era un chico muy talentoso en diferentes campos; tenía capacidad de liderazgo. Además se sentía amado personalmente. Fue apreciado por sus compañeros de juego, pero más tarde, envidiado por sus compañeros en la clase y posteriormente en la vida religiosa.
Los libros lo fascinaban. Cuando su devota abuela se sentaba en su sillón y rezaba el rosario mientras pelaba papas - un avemaría por cada yema u “ojo” de la papa que sacaba con su cuchillo -, el pequeño José, de cinco años de edad, trepaba a su regazo y de allí intentaba alcanzar el estante de los libros. Aprendió tempranamente a leer. Más tarde su madre se disgustaba con José, porque como él mismo lo admitiera más tarde, era un “ratón de biblioteca”.
En el libro de bautismos de la iglesia de San Cuniberto, junto al nombre Pedro José Kentenich figura la fecha de nacimiento 18 de noviembre de 1885. Pero es un error. En los días anteriores se había celebrado una kermés en el pueblo y no se podía transitar por la calle principal que llevaba al pueblo vecino de Lechenich, donde estaba el Registro de las Personas, a fin de anotar al niño. En efecto, una hilera de puestos de kermés bloqueaba la calle. Pero en Prusia existía rigurosa obligación de registrar los nacimientos, por eso cuando dos días después se hizo dicho registro, se tomó como fecha de nacimiento ese mismo día, el 18. Era un procedimiento habitual por entonces.
En esos primeros años de vida de José, todo parecía ser totalmente normal, sin que hubiese hechos dignos de mencionar. Sin embargo ya tempranamente su vida fue cobrando los rasgos de una vida “al pie del Vesubio”. En efecto, inmediatamente después del nacimiento su vida pendió de un hilo: La criatura estaba tan débil que no se sabía si llegaría a ver el día siguiente. La religiosa encargada de los niños le administró enseguida el bautismo de urgencia. Hubo que esperar angustiosamente la evolución de su estado.
Una vez sorteada esa crisis, se realizó un bautismo solemne en la iglesia parroquial. En el libro de bautismos se consigna que el sacramento le fue administrado el 19 de noviembre. Junto al nombre de los padrinos, la abuela Ana María Kentenich y el cuñado de la madre, Pedro José Peters, se lee en el documento parroquial la observación: “illeg.”: ilegítimo. Una anotación que en aquella época aparece con frecuencia en el libro de bautismos de Gymnich, pero que a pesar de ello arrojó una sombra sobre la vida del niño. José nació como hijo natural.
El padre de José se llamaba Matías Koep, y era administrador de una finca. Debido a diferencias sociales no quiso casarse con Catalina Kentenich, veintidós años menor que él. La hermana de Koep, en cuya casa él vivía, se oponía por completo a ese casamiento y procuró por todos los medios influir sobre su hermano, porque dependía del apoyo económico de éste. A ello se agrega - según comentario de parientes - , que Matías Koep habría sido un soltero empedernido que no habría querido renunciar a la vida que llevaba. Por lo demás gozaba de una fama bastante buena en su pueblo de Eggersheim. Fue elegido varias veces como concejal, iba diariamente a la iglesia, llevaba una vida ordenada. Falleció en avanzada edad, a los 91 años. Parientes cercanos no saben nada de frecuentes contactos con su hijo o con su madre. Luego de que Matías Koep rechazara casarse, la madre no buscó más el contacto con él. Ella tenía su orgullo, que José heredó. Sea como fuere, Catalina jamás habló negativamente sobre el padre de su hijo.
La mancha que desde el punto de vista social pesaba sobre la madre era grande. También la vida de José estuvo marcada por esa mancha. No obstante en el pueblo la familia Kentenich continuó gozando de buena reputación. Con el tiempo cesaron algunas murmuraciones. Cuando José comenzó sus estudios en la comunidad palotina, el párroco escribió en su informe: “La familia es buena y honorable; la madre parece haber caído en pecado por seducción; por eso la irregularidad (referencia al nacimiento ilegítimo) puede ser subsanada mediante dispensa. Petrus Josephus ha estado en Colonia la mayor parte del tiempo y ha sido educado allí. Desde hace algunas semanas permanece aquí y da testimonio de buenas costumbres, de modo que goza aquí de buena reputación”.
En la casa se mantenía esos problemas familiares lejos de los niños. En presencia de José jamás se hablaba sobre el tema “para no herirlo”. José se crió junto a su prima Enriqueta Esser, cinco años mayor, que para él era como una hermana mayor. La madre de Enriqueta, Margarita, hermana de Catalina Kentenich, había fallecido un día después del nacimiento de Enriqueta. El padre no podía ocuparse de sus tres hijos pequeños. Así pues Enriqueta, siendo aún niña de pecho, fue confiada a los abuelos. Llevados por su actitud cristiana y sensibilidad social, además de criar a sus propios hijos, los abuelos Kentenich dieron hogar y criaron a otros tres niños.
José había cumplido justamente cinco años cuando le preguntó una vez a Enriqueta: “¿Por qué llamas ‘tía’ a la mujer que yo llamo ‘mamá’?”. La niña de diez años se encogió de hombros y respondió: “Bueno, yo tampoco lo sé…”
Enriqueta solía relatar sobre la infancia de José y la vida de su madre, con quien ella había continuado en estrecho contacto a lo largo de toda su vida. Así pues la madre le contó a Enriqueta algunas cosas que no había confiado a muchos. Por ejemplo, durante su embarazo, en cierta noche, Catalina había sufrido una crisis. En aquellas horas tuvo una vivencia crucial que generó un cambio en su joven vida. Pensamientos tenebrosos asaltaron su corazón. Su situación era totalmente distinta de la que había soñado para sí. ¿Y si pusiese fin a su vida? ¿No sería una manera de acabar con tanto sufrimiento? Entonces se abrió repentinamente la puerta y su madre entró en la buhardilla. ¿Qué quería su madre en plena noche? “Aquí hay algo en la casa”, intentó explicarle a su hija, “que no procede del bien”. Y con un ramito asperjó la minúscula habitación con agua bendita. Miró a su hija con semblante pensativo, se volvió y abandonó el cuarto. Catalina quedó impresionada. Ese encuentro con su madre la conmovió hondamente. ¿Cómo era posible que su madre…? No; ella no debía dar lugar a pensamientos oscuros, nunca más… Esa misma noche encomendó su vida a Dios. Su hijo había de pertenecer a Dios y a la Sma. Virgen, la Madre de Dios. A partir de aquel momento, relataba Enriqueta más tarde, quedó firmemente convencida de que Dios no la desampararía, que Dios estaría a su lado. A partir de aquella noche la joven no sólo aceptó su penosa situación sino también al hijo que llevaba en sus entrañas. El niño fue el sentido de toda su vida; no se avergonzó de él.
Cuando el pequeño cumplió dos años, le hizo tomar una fotografía, cosa por entonces bastante cara. Ella misma se encargaba de vestir y desvestir al niño, no dejaba en manos de nadie esa tarea. No toleraba que se le pegase. En sus posteriores empleos como cocinera en diferentes casas de la aristocracia de Colonia, no ocultaba la existencia del niño y solicitaba que en las vacaciones pudiese visitarla. A la hora de aceptar un empleo, lo hacía con la condición de poder tomar las vacaciones cuando su hijo las tuviera. Se conserva una serie de cartas de la madre a su hijo, así como anotaciones de diario y poesías de José escritas durante su tiempo de colegio que subrayan la tierna relación entre madre e hijo que se perpetuó a lo largo de toda la vida.
Si bien José era un chico de gran talento intelectual y artístico, no iba con gusto a la escuela de Gymnich. Los maestros solían aplicar castigos físicos y carecían de toda capacidad pedagógica. Según consta en actas, bastaba haber servido en el ejército del Káiser para ser declarado apto para ejercer el magisterio. Documentación oficial de la época informa sobre excesos en la aplicación de castigos físicos. Justamente ante tales maestros, José demostró su coraje.
Junto con su autoestima y espíritu independiente, ya en su infancia se reveló otro rasgo de carácter: un decidido amor a la verdad que más tarde lo induciría a veces a asumir actitudes imprudentes o poco diplomáticas. Enriqueta relata una escena que le quedó grabada en su memoria: José hacía sus deberes en cuanto regresaba a su casa y luego salía a jugar. Una vez Enriqueta vio que el borde de la pizarra de José estaba sucia. Al querer limpiarlo, borró la tarea hecha. ¡Si José se enterase! Con cuidado “Jettchen” (2) volvió a escribir la tarea. Al día siguiente fue convocada repentinamente a la escuela. Cuando entra al aula, ve a José de pie ante su maestro. A la pregunta de éste sobre quién había escrito la tarea, José responde con decisión: “¡Yo la escribí!”. Si bien el maestro repite en tono amenazante la pregunta: “¡Ésa no es tu letra! ¿Quién la escribió?”, José, sin miedo a las consecuencias, reitera su declaración que él cree ceñida a la verdad. Finalmente Enriqueta aclara el asunto. De regreso de la escuela, estando ya a solas, José le pregunta con toda calma: “¿Cómo pasó eso?” Jettchen está todavía tan impresionada que se le caen las lágrimas; las enjuga con su delantal y acto seguido le cuenta todo.
Enriqueta recuerda otra anécdota que había tenido lugar unos años antes. Por entonces José tenía tres años de edad. El niño hurgaba con un atizador en el fuego del hogar. Enriqueta le dijo más de una vez que cesara de hacerlo, pero José no le hizo caso. Para enfatizar su advertencia, le pegó en la espalda. El niño comenzó a llorar; por temor a que pudiera contárselo a su madre, Enriqueta le promete darle una estampita, por entonces algo bastante codiciado por los niños. José cesó de llorar. Cuando al rato estaban sentados a la mesa, el pequeño comenzó a llorar de nuevo: “Puedes guardarte tu estampita. Yo voy a contar que me has pegado”.
En medio de una metrópoli comercial: Estrasburgo
“¡José se va a Estrasburgo!”. Enriqueta estaba rodeada por las compañeras en el patio de la escuela. La noticia corría como reguero de pólvora por todo el pueblo. “Pero… ¿Por qué? Recién hace seis meses que José asiste a la escuela”, se escuchaba decir. “Sucede que su tía ha fallecido, y ahora el tío se ha quedado solo con tres hijos pequeños”. Efectivamente, en la Navidad de 1891 había fallecido la esposa de Pedro José Kentenich. Su hermana Catalina tomó espontáneamente la decisión de ir a ayudarlo. Así que retiró a José de la escuela a la que venía asistiendo desde la pasada Pascua, y viajó con él a Estrasburgo. Ya el viaje tuvo que haber sido una experiencia emocionante para él.
Desde Colonia habían debido hacer cuatro trasbordos. José miraba con asombro la gigantesca y negra locomotora a vapor, al inspector vestido de elegante uniforme rojo y azul. Sus ojos atentos observaban a los maleteros, los distinguidos coches de caballo, el ir y venir de tanta gente en la estación de trenes. Estudiaba el compartimento en el que viajaban, las ventanas de cortinas que se subían o bajaban accionando correas de cuero, los bancos de madera y los percheros. ¡Cuántos pasajeros cabían allí! Luego la atención quedó fijada en la madre. Se la veía con un porte digno y semblante serio, ataviada con su ropa de domingo. Tras los cristales de las ventanas pasaban velozmente bosques, campos, pueblos, hasta que finalmente apareció Estrasburgo, con su magnífica catedral que descollaba por encima de toda la ciudad.
Junto con su madre José conoció una gran ciudad que se destacaba por ser una importante sede militar. Se podía ver desfilar soldados con magníficos uniformes; por todas partes casas de cuatro y cinco pisos; y los canales del río ILL que zigzagueaban por en medio de la ciudad y por los cuales navegaban infinidad de botes y embarcaciones engalanadas. En las calles reinaba intenso trajín de carros y coches de caballo, de tranvías que hacían sonar sus campanillas y los primeros automóviles que igualmente dejaban oír sus bocinas. Éstos andaban por entre los puestos del mercado y las callejas, y dejaron mudo de asombro al pequeño José: ¡Un coche que anda solo, sin tiro de caballos o bueyes!
Por primera vez veía una ciudad comercial de más de 150.000 habitantes que a la vez exhibía una de las más grandes fortificaciones del imperio alemán. ¡Qué distinto era todo del pueblito rural de Gymnich! Atento y ávido de todo lo nuevo, José acogía en sí toda esa vida de la gran ciudad. He ahí pues el lugar donde viviría a partir de entonces. Allí aprendió con bastante rapidez el idioma francés que en las regiones fronterizas de Alsacia y Lorena era tan común como el alemán.
El tío Pedro José los había ido a buscar a la estación. Trabajaba como herrero en el ejército, y su sueldo no era escaso. Vivía en un apartamento amplio en el primer piso de una casa ubicada en la calle Sonnengasse, llamada más tarde calle Marechal de Juin, frente al largo edificio del cuartel, detrás del cual se extendía un vasto campo militar. Hacia allí, a su herrería, se encaminaba el tío todas las mañanas.
Pocas semanas después del arribo, su madre lo inscribió en la Escuela Santa Magdalena. En el rubro “padres” anotó su nombre y el de su hermano Pedro José Kentenich, herrero, con domicilio en la calle Sonnengasse 7.
La Escuela Santa Magdalena era un gran edificio con catorce aulas, contaba con un alumnado numeroso y un cuerpo de maestros que habían recibido una formación pedagógica. No se podía comparar esa escuela con la de Gymnich. En Estrasburgo José iba con verdadero gusto a la escuela. En su funcionamiento la Escuela Santa Magdalena ensayaba una serie de iniciativas de reforma pedagógica, y se advertía el empeño por brindar una buena formación a los chicos, particularmente al tener en cuenta que muchos de ellos provenían de casas de sólida posición económica.
Todos los días el camino que recorría José para ir a la escuela lo llevaba por calles estrechas de altas casas, y pasaba por delante de la magnífica catedral cuya soberbia torre se destacaba por encima de toda la ...

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