Ciudades universales de España 
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Ciudades universales de España 

Extracto de Y cuando digo España

  1. 30 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Ciudades universales de España 

Extracto de Y cuando digo España

Descripción del libro

De los cuarenta y siete lugares de España que, según la UNESCO, son patrimonio de la Humanidad hay quince ciudades. Este libro pasea por sus calles y ensalza sus bellezas: Ibiza, Mérida, Tarragona, Córdoba, Santiago de Compostela, Ávila, Toledo, Cuenca, Cáceres, Segovia, Alcalá de Henares, Úbeda, Baeza, Salamanca y San Cristóbal de La Laguna.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788417241773
Categoría
Historia
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Plaza del Teucro, casco antiguo de Pontevedra, urbe hermosísima que podría engrosar perfectamente el Canon de la Unesco.
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esde 1972, la Unesco —el organismo de la ONU para la educación, la ciencia y la cultura— distingue con el título de Patrimonio de la Humanidad lugares y monumentos que o bien representan una obra maestra del genio creativo o aportan un testimonio excepcional de una tradición cultural o de una civilización. España, solo superada por Italia y China, cuenta con cuarenta y siete. Y quince de ellos son ciudades, localidades que han surgido en tiempos diferentes, alimentadas por culturas y religiones distintas, que viven a la vez en la memoria y en la imaginación de los viajeros, y que, por tanto, no solo pertenecen a aquellos que las habitan, ni a la lengua que hablan, sino a un reino universal donde todos los idiomas, todas las gentes, tienen cabida. Por tanto, cualquiera puede reclamarlas como propias, con tal de que las visite de verdad.
Son, por supuesto, ciudades hermosísimas, excepcionales, con historias cuya huella no ha podido borrar el paso de los siglos. No hay una sola de ellas que no nos obligue a preguntarnos quién las fundó, qué acontecimientos forjaron su identidad, qué esperanzas y penas corren por sus venas. El tiempo y la belleza da hondura a sus centros históricos. Pero no son museos. No están muertas. Al contrario, la vida continúa su curso imparable en ellas, de modo que los anhelos, los deseos, las angustias del siglo XXI caminan en paralelo a la curiosidad de los turistas que se pierden entre sus calles, plazas y jardines, encontrándose con lo que ya sabían y también con lo que desconocían.
Son —hemos dicho— quince, pero podrían ser muchas las elegidas, y por ello invito a los directivos de la Unesco a que alarguen su lista de ciudades Patrimonio de la Humanidad con Sevilla, Ronda, Plasencia, Zafra, Sigüenza, Burgos, Soria, León, Zamora, Pontevedra, Oviedo, San Sebastián, Estella, Teruel, Barcelona, Valencia, Lorca, Palma de Mallorca… terminando en Granada, en cuya Alhambra, en el patio de los Arrayanes, hay una lápida en la que se transcribe una copla popular que puede aplicarse no solo a la vieja joya nazarí, sino a muchas urbes de España:
Dale limosna, mujer,
que no hay en el mundo nada
como la pena de ser
ciego en Granada.

Ibiza, el barco fenicio

Las islas, como las ciudades o los mares, cambian de nombre. Ibiza se llamó Pitiusa por sus pinos, y después Ibosim, Eubusus, Yebisah y Eivissa, según su control fue pasando de fenicios a cartagineses, romanos, árabes o catalano-aragoneses.
Ibiza es, en realidad, tres ciudades. El ensanche, trazado a principios del siglo XX; los barrios marineros de sa Penya y la Marina, exótico y abracadabrante hervidero de tiendas, bares y restaurantes que ofrecen, como los puertos de las novelas de Conrad, la posibilidad de gastarse un salario en una sola noche; y Dalt Vila o ‘ciudad alta’, el núcleo antiguo que se corresponde con el emplazamiento original de la urbe, edificado sobre un montículo de más de cien metros de alto y rodeado por las magníficas murallas renacentistas del siglo XVI.
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Vista parcial del puerto de Ibiza con su núcleo urbano al fondo.
Sin lugar a dudas, la más interesante de esas «tres ciudades» es Dalt Vila, a la que se entra cruzando el portal de las Tablas, donde campea el blasón de Felipe II. Es la Ibiza de siempre. Allí se encerraba la urbe cartaginesa, un cerro edificado, con una cintura de murallas y un puerto delante; y allí está la catedral de Santa María, erigida sobre el mismo lugar en que se levantaban el templo dedicado a la diosa Astarté y la mezquita árabe. Cualquiera de las calles que suben nos lleva hacia el hermoso edificio gótico, cuyo campanario, llamativa aguja de piedra, marca el skyline de la ciudad.
Tres recuerdos imborrables resumen el hechizo de esta ciudad isleña fundada en el año 645 a. C. por los fenicios. El primero, su imagen desde el puerto. Cada lugar conoce una hora sublime, única, en la que se iguala en belleza a Roma, a Atenas. También Ibiza. Al ponerse el sol, sus blanquísimas fachadas parecen tocadas de ensueño, y uno se imagina cómo sería llegar por mar a esa hora.
El otro recuerdo son las callejuelas y rincones de Dalt Vila, sus casas encaladas y sus minúsculas, casi involuntarias, plazuelas. El paseo por esta parte de la ciudad culmina con el reverso de la panorámica anterior, la que vemos desde el mirador de la catedral: el mosaico de tejados de la parte alta, el puerto a los pies de la Marina y sa Penya, el hermoso y amplio paisaje de la isla, el azul del mar y el solemne horizonte.
Resulta casi inevitable que el tercer y último recuerdo esté relacionado con la historia. Se trata del yacimiento arqueológico de Puig des Molins, situado en una gran ladera, junto a la fortaleza levantada por Felipe II. Es la necrópolis púnica más grande del mundo, con más de dos mil tumbas. Cuántas vidas, cuántas historias. Seguramente no hay otro lugar como Puig des Molins donde resuenen con más sentido, al mediodía, cuando el sol arde a pleno pulmón, los Retornos de una isla dichosa de Rafael Alberti:
Ven otra vez doblada
maravilla incansable de los viejos olivos.
Me abracen nuevamente tus raíces, hundiéndome
en las tumbas que muestran su soledad al cielo…

Mérida, nuestra Roma

«Vi en Mérida insignes reliquias de lo que fue en tiempos pasados, y no sé si en toda Europa, después de Roma, hay lugar que, con lo que queda de su destrozo y asolamiento, represente mejor su antigua majestad y grandeza», escribió hace más de cuatro siglos el humanista Gaspar de Castro.
No lo hay, sin duda. Y es que se dice pronto, pero resulta inimaginable un solo rincón del centro histórico de la capital extremeña que no albergue en su suelo partes esenciales de la antigua Emérita Augusta. El catálogo de vestigios incluye el increíble puente reptando como un adormilado ciempiés sobre el Guadiana, apoyado en sus sesenta arcos de granito; el airoso acueducto de los Milagros, construido para conducir hasta la ciudad el agua del embalse de Proserpina; el hermosísimo y evocador teatro de Agripa, todavía en uso y con capacidad para casi seis mil espectadores; un anfiteatro contiguo que permitía representar naumaquias o juegos navales ante catorce mil personas; el circo, utilizado para carreras de caballos y carros que podían contemplar treinta mil asistentes; el imponente y esbelto arco de Trajano, en realidad una de las puertas que daba acceso al foro; el magnífico templo de Diana; los restos del dedicado a Marte en la iglesia de Santa Eulalia; el Mithreo, cerca de la plaza de toros; y otras casas y rincones donde se han encontrado los relieves, mosaicos y estatuas de gran calidad que pueden verse en el Museo de Arte Romano diseñado por Rafael Moneo y que nos hacen pensar en talleres locales, especializados en copiar los modelos llegados de la metrópoli.
Sí, por mucho que haya leído, hasta que uno no llega a Mérida y explora un poco su casco urbano no se imagina realmente todo lo que queda de la ciudad de Augusto en este trozo de la Baja Extremadura. El emperador quiso premiar con la ciudad a los soldados licenciados que habían luchado en las guerras cántabras, y no ahorró ningún esfuerzo para alzar una imagen imborrable de su poder. Todo se hizo en Mérida para emular a Roma y Emérita Augusta fue, en efecto, una gran ciudad, la novena o décima del imperio, según el poeta Ausonio. Un monumental centro administrativo rodeado de un vasto hinterland primorosamente cultivado. Y por encima de todo, un eficaz despliegue propagandístico, un colosal testimonio del prestigio estatal, proyectado, construido, para impresionar a los pastores de la Lusitania.
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El majestuoso puente romano sobre el Guadiana cuenta con sesenta grandes ojos.

Tarragona, la capital de los césares

El culto al emperador lo inauguró el propio Augusto en Tarragona, la capital de la Hispania Citerior. Podría decirse que debajo de cada piedra hay una historia, y también que cada paso parece repetir los versos de Horacio: Carpe diem quam minimun credula postero (‘Goza el instante, no te fíes del mañana’).
No preguntes, Leucónoe, para cuándo
fijaron los dioses tu muerte o la mía,
ni atiendas a las cábalas de Oriente:
sacrilegio es saber.
Mejor es aceptar lo que viniere,
ya sean muchos los inviernos que te otorgue
Júpiter, ya sea este el último,
este que ahora fatiga al mar Tirreno,
contra las blandas rocas.
Sé sabia: filtra el vino,
y ataja una larga esperanza, porque duramos poco.
Mientras hablamos,
huye el tiempo celoso.
Goza el instante: no te fíes
del mañana.
Tarragona, fundada por los Escipiones en plena guerra con Cartago, fue la ciudad desde la que Octavio Augusto planeó e impulsó la conquista y la organización de la península ibérica. Y como no podía ser de otra manera, también aquí el conjunto arqueológico es abrumador, ya que incluye, entre otras visiones, el acueducto conocido como Puente del diablo, las ciclópeas y toscas murallas, la torre del Pretorio, el teatro, un circo, una necrópolis paleocristiana…, Y, por supuesto, el evocador y a la vez terrible anfiteatro, escenario de luchas entre animales, de hombres contra fieras y de aquellos gladiadores que siglos después despertarían la compasión de lord Byron:
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Muralla romana.
Veo al gladiador tendido ante mí:
descansa sobre su mano. Su mirada viril
acepta la muerte, pero vence a su agonía
mientras su cabeza se inclina lentamente hacia el suelo.
De su herida se escapan lentamente gotas de sangre, una a una
como las primeras gotas de lluvia de la tormenta.
Se le nublan los ojos
y ve girar en torno suyo el gran teatro
y a todo el público…
Muere… y s...

Índice

  1. Cubierta
  2. Sobre la obra y el autor
  3. Título
  4. Créditos
  5. Índice
  6. Ibiza, el barco fenicio