
- 52 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
El cine es un arte, pero también un documento histórico, un espejo que nos muestra cómo éramos.
Este libro recorre el siglo XX a través de una quincena de películas que llevan en su interior el eco de lo que fuimos y también nuestra conciencia.
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Información
Categoría
Películas y vídeos
Fotograma de Un perro andaluz, de Luis Buñuel.

Al principio nada fue.
Solo la tela blanca
y en la tela blanca, nada…
Por todo el aire clamaba,
muda, enorme,
la ansiedad de la mirada.
La diestra de Dios se movió
y puso en marcha la palanca.
El cine ha creado mitos más poderosos que la vida misma; ha generado una nueva forma de cultura; y ha sido, además, un arma de manipulación político-social, como supo ver el doctor Goebbels, el siniestro ministro de Hitler, y probó la actriz, directora y fotógrafa Leni Riefenstahl con El triunfo de la voluntad, un documental perfecto y a la vez la pieza de propaganda más escalofriante de todos los tiempos. El comunismo, por supuesto, no se quedó atrás. A Stalin le encantaba verse en la gran pantalla y fue Lenin quien dijo: «El cine es, de todas las artes, la que más nos interesa». Otro dictador, Mussolini, creó los estudios de Cinecittá. Y Franco, como sabemos, llegó aún más lejos, al atreverse a escribir él mismo el guion de una película, Raza: un melodrama histórico que, dirigido con oficio por José Luis Sáenz de Heredia, primo del fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera, y realizador de la no menos propagandística Franco, ese hombre, muestra el inequívoco punto de vista del bando vencedor en la guerra civil.
El cine es una fuente de ilusiones, el verdadero opio del pueblo, como diría el periodista soviético Ilyá Ehrenburg. Pero también es una alfombra mágica capaz de trasladarnos a mundos que no hemos visto y a tiempos en los que no hemos vivido, una lente capaz de iluminar las emociones, una mirada que, al proyectarse sobre los lugares mismos que habitamos, consigue preservar nuestro país y nuestro presente de tal modo que, al cabo del tiempo, podemos ver una película y decir: así fuimos, así nos vestíamos, así eran las calles por las que caminábamos, así soñábamos, reíamos, amábamos, llorábamos, cantábamos…
El cine es como la magdalena de Proust. Me he conmovido con muchas películas que tratan de niños desvalidos y fantasiosos. Recuerdo, por ejemplo, La noche del cazador, el bello canto a la fortaleza interior de los más inocentes que dirigió Charles Laughton en 1955, con un Robert Mitchum realmente aterrador. Pero cuando veo Marcelino pan y vino o Mi tío Jacinto, del húngaro Ladislao Vajda, la universalidad del relato me llega más directamente al corazón, porque ese país en blanco y negro que aparece en la pantalla es el de mi infancia y adolescencia, y porque ese niño de pantalones cortos remendados y flequillo recto que habla con un Cristo de madera —en el caso de Marcelino— o ayuda a un alcohólico y fracasado torero a conseguir las trescientas pesetas que cuesta alquilar un traje de luces por una noche —el tío Jacinto— representa una parte importante de mi educación sentimental en aquellos años en los que la lectura del Lazarillo de Tormes me permitía establecer paralelismos entre el resabiado servidor del ciego y el simpático sobrino del pobre diestro.
Nací, en efecto, cuando las películas eran como los sueños. En la penumbra de un desván, el tierno y travieso Marcelino imaginaba el rostro de su madre fallecida mientras la música del maestro Sorozábal se colaba en las galerías del alma. En la oscuridad de un cine nosotros vivíamos vidas ajenas, aventuras prodigiosas. Siempre en tinieblas, siempre con los ojos muy abiertos, porque también siempre la luz acababa surgiendo. Y con ella, la Roma de Quo Vadis, el lejano Oeste de Gary Cooper, el París de los tres mosqueteros, la selva de Tarzán… El espíritu de la colmena, la hermosa fábula poética y política de Víctor Erice sobre la inocencia, la fantasía y el aislamiento —un pueblo de la meseta castellana en 1940, un invierno muy crudo, una camioneta renqueante, un destartalado local del ayuntamiento, la luz de un proyector, una niña de grandes ojos curiosos que alimenta su imaginación con las escenas de Frankestein, el clásico de terror—, evoca magistralmente esto que escribo: lo que el cine fue un día, el asombro y el hechizo que Antonio Martínez Sarrión recuerda en uno de sus poemas:
… maravillas del cine de galerías
de luz parpadeante entre silbidos
niños con sus mamás que iban abajo
entre panteras un indio se esfuerza
por alcanzar los frutos más dorados
ivonne de carlo baila en scherezade
no sé si danza musulmana o tango…
Sí, el cine —no solo el americano, también el español— dejó una huella indeleble en los ojos de la generación de posguerra, mi generación: imágenes que perduran en la retina y en la memoria emotiva de muchos españoles. Yo nunca olvidaré, por ejemplo, El último caballo, de Edgar Neville, película ambientada en el mismo Madrid triste y hambriento que retrata Cela en La colmena, donde un soldado se hace cargo de un caballo que el ejército pretende vender para su uso en la plaza de toros. Y siempre recordaré el final de El verdugo, de Luis García Berlanga, cuando el desolado Nino Manfredi dice que nunca volverá a matar a un reo y José Isbert le responde con escepticismo: «Eso dije yo la primera vez».
El tiempo que vivíamos —pese al cerco de la censura, pese a la primacía de las películas folclóricas o el auge de las históricas del estilo Locura de amor, de Juan de Orduña y la productora Cifesa— ya estaba entonces en la gran pantalla; estaba en dramas como El inquilino, de Nieves Conde, sobre el problema de la vivienda; estaba en Muerte de un ciclista, de Javier Bardem, mucho más que la simple historia de un adulterio; estaba incluso en comedias como Historias de la radio, de José Luis Sáenz de Heredia, retrato oficial e ingenuo de una época —años cincuenta— que, sin proponérselo, presentaba una imagen más agria que dulce de una sociedad llena de miserias y privaciones; o en los recuerdos y confesiones de la viuda y los hijos del poeta de la generación de 1936 Leopoldo Panero, que Jaime Chávarri convirtió en la película documental El desencanto, la historia de un derrumbamiento, metáfora de la descomposición, tensa y mortuoria, del franquismo.
Y por supuesto, el cine, nuestro mejor cine, siguió reflejando —ya sin la necesidad de esquivar la censura— los problemas de nuestra sociedad, nuestras esperanzas y fracasos, nuestros silencios y olvidos, incluso nuestras nostalgias, después de la muerte de Franco. Lo hizo cuando estallaron los colores hirientes de las películas de Eloy de la Iglesia, duro retrato de la delincuencia juvenil en los comienzos de nuestra democracia; cuando José Luis Garci nos sumergió en el Madrid turbio y áspero de El Crack, película con la que consiguió hispanizar todas las referencias del cine negro de Hollywood; cuando Fernando Fernán Gómez nos contó El viaje a ninguna parte de unos cómicos ambulantes que, en su triste y hambrienta odisea por los pueblos de España, representaban la agonía del teatro; o cuando Carmen Maura, en Sombras de una batalla —de Mario Camus—, dio vida a una antigua y arrepentida militante de la banda terrorista ETA que ve cómo el pasado, que durante años ha tratado de olvidar, irrumpe con violencia en el presente, intentando destruir su vida en un perdido pueblo de Zamora.
El cine es un arte, pero también es un documento histórico, un testimonio sociológico, una máquina del tiempo…, un espejo: un espejo que mira del pasado al presente, y del presente al pasado, que nos muestra cómo éramos y nos dice cómo somos e incluso cómo recordamos los acontecimientos que han forjado nuestra identidad. Ese es el sentido de este capítulo: recorrer nuestro siglo XX y el primer tercio del XXI a través de la mirada del cine, a través de un puñado de películas que llevan en sus imágenes, en sus diálogos, incluso en su música, el eco de lo que fuimos, la historia más reciente de España, y también su conciencia, nuestra conciencia.
Imágenes del 98
Dandi, cínico, culto y brillante, Edgar Neville es el gran representante en el cine de la otra generación del 27, el 27 del humor que dijo Umbral, de Jardiel Poncela y Miguel Mihura: un 27 tan talentoso como el canónico de los manuales de literatura, que supo acomodarse en la España franquista sin criticar lo no criticable, pero siendo implacable con los usos y costumbres, con la filosofía y la moral que la contienda perpetuó. Nacido un año después del desastre de Cuba, aristócrata y diplomático como Agustín de Foxá, Neville fue un director singularísimo, un creador que dominó la elegancia de la pincelada invisible y del sentido de lo indirecto, y que hizo un cine de puras imágenes españolas.
Los años cuarenta fueron la época más fértil y creativa de este gran y extraño clásico de nuestro cine. Entre el final de la guerra y El último caballo (1950), Neville rodó sus películas más inspiradas e insólitas: La torre de los siete jorobados, una fantasía surrealista con toques de expresionismo alemán y sainete madrileño, La vida en un hilo, comedia memorable sobre el azar y el amor, y las irrepetibles estampas policiales El crimen de la calle de Fuencarral y Domingo de Carnaval. Como diría mucho tiempo después Conchita Montes, su musa absoluta, a Neville no le iban el imperio, la santidad, las gestas heroicas o las gualdrapas de aquella época: «su extraordinario sentido del humor hubiera convertido las gualdrapas en unos visillos o cortinas de casa burguesa cursi».
Domingo de Carnaval tiene todos los ingredientes del mejor cine de Neville: un guion espléndido, diálogos ingeniosos y mordaces, esmerada dirección de actores, gran ritmo narrativo, una puesta en escena casi invisible y un humor inteligente e incisivo. Fernando Fernán Gómez, que interpreta al comisario de la película, recuerda que lo que más le apasionaba a Neville del proyecto era llevar a la gran pantalla la estética de Gutiérrez Solana, pintor de una España negra que no era la España completa, pero sí una España verdadera, una España de hambres y derrotas, de tabernas y merenderos de mala reputación, de corralas y cementerios. Y en efecto, Domingo de Carnaval, ambientada en el Madrid de principios del siglo XX, es un aguafuerte de Ricardo Baroja, un cuadro de Solana en movimiento, un sainete criminal pasado por el Callejón del Gato de Valle Inclán, un film de época que respira la bulliciosa alegría del entierro de la sardina de Goya.

El entierro de la sardina, Francisco de Goya.
La película transcurre durante los días de Carnaval, y hay escenas en el Rastro y en los altos de la Pradera de San Isidro, y una atmósfera entre cómica y alucinada que entrelaza la intriga del asesinato de una avara prestamista con el perfil noventayochista de Madrid. Dicen los estudiosos que a Neville no le interesó nunca la realidad histórica o social, y seguramente es cierto. Sin embargo, con Domingo de Carnaval consigue trasladarnos perfectamente a la España inmediatamente posterior al Desastre, abriéndonos una ventana al reverso de las glorias maquilladas del Imperio español: ese reverso que pintó Solana en sus cuadros y que Valle Inclán nos mostró en la sátira feroz de La hija del capitán, visión esperpéntica de los orígenes de la dictadura de Primo de Rivera.
Ángel fieramente humano
Un pueblo minero marcado por los abusos que sufren los trabajadores por obra de los patronos, y donde el egoísmo de estos y la cerrazón de corazón de aquellos parecen enquistados para siempre; un bisoño y voluntarioso sacerdote que, recibido con hostilidad por sus nuevos feligreses, toma el Evangelio como guía para combatir la injusticia y conseguir que la reconciliación se imponga al odio. Este es el argumento de La guerra de Dios, obra cumbre de Rafael Gil, genial y prolífico creador que, en los años cuarenta y cincuenta, engrandeció nuestro cine con un buen número de películas notables.
Transparente en la puesta de escena, con una elegancia compositiva que lo aproxima a los maestros del cine clásico, Rafael Gil asentó su vocación en los últimos tiempos de la Segunda República y dirigió sus primeras películas en la inmediata posguerra. Su éxito fue rápido y en pocos años se convirtió no solo en uno de los principales realizadores de su tiempo sino también —como ha recordado Juan Manuel de Prada— en el más acertado adaptador de obras literarias que ha dado nuestro cine. Suya es la mejor versión jamás filmada de Don Quijote de la Mancha. Y suyas son también El clavo, inquietante y perturbadora combinación de melodrama e intriga basada en un cuento de Pedro Antonio de Alarcón, y las agridulces El hombre que se quiso matar y Huella de luz, sobre relatos de Wenceslao Fernández Flórez.

Cartel de La guerra de Dios.
La guerra de Dios, donde sigue su colaboración con el guionista y productor Vicente Escrivá, iniciada en 1951 con La señora de Fátima, trasciende el llamado cine religi...
Índice
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- Sobre la obra y el autor
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- Créditos
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- Imágenes del 98