La Europa transformada
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La Europa transformada

1878-1919

Norman Stone

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La Europa transformada

1878-1919

Norman Stone

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Entre granadas, ametralladoras, trincheras y banderas, las convicciones decimonónicas de la modernidad se disolvieron en la historia. El mundo se tambaleó en 1914, cuando Europa se desangraba en la Primera Guerra Mundial, y se estremeció en 1917, cuando Rusia proclamaba el poder para los sóviets en la Revolución de octubre. Previamente, desde el final de la década de 1870, los europeos habían estado viviendo inmersos en una atmósfera de inaudita paz que preparaba al mundo para el mayor de todos los conflictos vistos hasta el momento. Cuarenta años de frágil optimismo en los que la atmósfera se fue enrareciendo hasta ser irrespirable. Cuarenta años en los que la red de alianzas entre las potencias de Occidente se afianzaba, el dominio colonial europeo se apropiaba de África y se endurecía la competición por ser el motor del mundo. Un periodo en el que las viejas estructuras sociales y políticas hubieron de replegarse ante la emergencia de los movimientos nacionalistas, la aparición de los partidos de izquierda y el portentoso desarrollo de la nueva maquinaria estatal. El mundo emergente después de la Primera Guerra Mundial ya no se reconocería en su versión previa, se había transformado. La vieja Europa había muerto, la nueva se asomaba temerosa al siglo xx.Norman Stone, uno de los mayores expertos en historia contemporánea de Europa, le da sentido en este libro a una de las épocas más complejas de la historia europea. Además de desgranar cada uno de los hitos políticos y explicar sus antecedentes y consecuencias, el autor, con una extraordinaria narración, revela el devenir de cada potencia europea y expone los desarrollos culturales de mayor relevancia del periodo.

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Información

Año
2019
ISBN
9788432319716
Categoría
Historia
III. LAS GRANDES POTENCIAS EUROPEAS
RELACIONES INTERNACIONALES, 1897-1914
Los orígenes de la Primera Guerra Mundial pueden verse claramente desde comienzos de la década de 1890. En ese periodo, tomó forma la política exterior de la época imperialista. Esto respondía a un orden internacional en proceso de cambio, en el que los estados antiguos –China, el Imperio otomano– se estaban desintegrando. Pero respondía, asimismo, a un orden interno también en proceso de cambio.
La ascensión de la izquierda en el interior de los distintos países dio lugar a que algunas personas del centro político intentaran neutralizarla por medio de la condescendencia. Tanto en el último Gobierno de Gladstone (1892-1894, con una breve y confusa prolongación liberal en 1895) como en el régimen del sucesor de Bismarck, Caprivi (1890-1895), se hicieron esfuerzos para atraerse al «pueblo», ya fuera con mejoras democráticas en la gobernación o con reducciones en los precios de los alimentos. Pero estas medidas distaban mucho de ser populares entre todos los que apoyaban esos regímenes, muchos de los cuales eran antidemócratas, en el sentido de que tenían miedo del «pueblo», o eran abiertamente proteccionistas. El imperialismo era para ellos una buena causa para engalanar sus políticas internas un tanto raídas.
La población había crecido vertiginosamente en todas partes, y los ejércitos querían reclutar mayor número de hombres, de acuerdo con ese crecimiento. Las leyes vigentes lo hacían difícil, porque fijaban un número de hombres (y, en Alemania, una suma de dinero) durante un largo periodo de tiempo. A los generales también les preocupaba que si mantenían un servicio militar de tres años –la norma en la mayoría de los países, aunque en Rusia era de cinco años–, los ejércitos se volverían impopulares. Además, ellos mismos reconocían que, con la educación moderna, un periodo de dos años en filas era suficiente. Después de este tiempo, los soldados solo prestarían servicio en tiempos de guerra, y podrían ser llamados a filas de nuevo como reservistas durante un periodo de dieciocho o veinte años. De acuerdo con esto, en Austria, Francia, Alemania, Italia y Rusia, de 1889 a 1893, se presentaron proyectos de leyes militares que acortaban la duración del servicio y elevaban el número de hombres reclutados cada año.
En todos los casos, la aprobación de estos proyectos de leyes resultó difícil, porque los generales y los liberales encontraron en ellos muchas cosas sobre las que discutir. Pero, en un clima de tensión interna y externa, salieron adelante: ello fue el tímido comienzo de la carrera armamentista, y el Gobierno Gladstone, en Gran Bretaña, respondió incrementando y mejorando su armada. Los rusos respondieron a todo esto efectuando una alianza con los franceses (1893-1894). Dado que Alemania, desde 1870, se había hecho extremadamente poderosa, y que los británicos estaban adoptando una posición antirrusa en todas las partes del mundo, Rusia necesitaba un amigo.
En la práctica, la carrera de armamentos terrestres se hizo entonces más lenta. Esto no se debió a que disminuyera la tensión internacional. Se debió a que Alemania concentró sus esfuerzos en la construcción de una gran flota de combate y por ello no tenía dinero para reforzar el ejército. La flota, creación del almirante Tirpitz, estaba ideada como un instrumento imperialista. Apuntaba claramente a los británicos: en efecto, sus buques llevaban más blindaje que los buques británicos precisamente porque no necesitaban el peso adicional de carbón que precisaban estos últimos para navegar alrededor del globo. Los buques alemanes podían navegar a través del mar del Norte, y en 1900 los británicos reaccionaron al desafío. La idea principal de los alemanes era bastante simple. Si los británicos iban a la guerra, hundirían sin lugar a dudas la flota alemana, numéricamente inferior; pero perderían en el proceso tantos de sus barcos que se verían expuestos a los ataques de otras potencias navales. Por consiguiente, los británicos tendrían que actuar junto con los alemanes, y compartir el botín imperial, algo que hasta entonces no había sucedido.
Esto no funcionó así en la práctica. Los británicos prefirieron hacer un trato con Francia en 1904: los franceses, con el enérgico Théophile Delcassé al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores, estaban desalentados por la debilidad de su aliado ruso en la guerra del Lejano Oriente y temían un nuevo aislamiento. Deseaban adueñarse de Marruecos, que se encontraba en un proceso de lenta desintegración; no querían que lo tomasen los alemanes, y necesitaban la ayuda británica. A cambio del reconocimiento del control británico de Egipto, obtuvieron dicha ayuda para controlar Marruecos cuando llegara el momento. Este trato fue conocido con el nombre de la «Entente cordial». Coincidió con otros problemas en la vasta herencia otomana. Las firmas financieras y los hombres de negocios de todos los países industriales, y a veces también de Rusia (aunque generalmente con dinero extranjero), luchaban a brazo partido por obtener provecho de los esfuerzos del Gobierno turco para ampliar los ferrocarriles y la producción mineral. Un grupo alemán obtuvo una concesión para construir un ferrocarril a través de Turquía, proyecto conocido pomposamente con el nombre de «ferrocarril Berlín-Bagdad». Este ferrocarril, en manos de Alemania, podría haber dado a esta un papel preponderante, y el proyecto contó con la oposición de las demás potencias. No se trataba en absoluto de una cuestión sencilla, dado que el proyecto estaba financiado con dinero procedente de otros países distintos de Alemania. Los rusos, en particular, se daban cuenta de que sería fácil en esos momentos que un ejército turco se volviera contra sus fronteras del sur, en el Cáucaso, y se sintieron alarmados.
En 1905, los alemanes podían pensar que la posición internacional era bastante favorable para ellos. Rusia había sido derrotada en la guerra con el Japón, y, de este modo, Francia no podía contar con ella. En efecto, en julio de 1905, el zar estuvo a punto de firmar una alianza con Alemania después de su encuentro con el káiser en Björkö. En gran parte se volvió atrás porque, en este periodo sumamente agitado, Rusia dependía de los préstamos franceses. El Ministerio alemán de Asuntos Exteriores y los jefes militares pensaban que había llegado el momento de enfrentarse a Francia en relación con Marruecos, esperando siempre que los británicos no apoyarían a Francia. En el mes de marzo, el káiser desembarcó en Tánger; esto constituyó un manifiesto apoyo a la causa de la independencia marroquí. Los diplomáticos alemanes amenazaron a Francia con la guerra; el propio Delcassé dimitió cuando el gabinete dejó de apoyarle. En enero de 1906 se convocó en Algeciras una conferencia de todas las potencias interesadas en los asuntos marroquíes. En ella, los británicos apoyaron a los franceses; la preponderancia francesa en un Marruecos todavía independiente quedó asegurada (por ejemplo, con el control de la policía); y los representantes alemanes perdieron la votación. Su aceptación de esta derrota mostró en parte su conocimiento de la impopularidad de las cuestiones coloniales como causa para una guerra, y, en parte, el gran miedo del almirantazgo alemán a que su armada fuera pulverizada y las costas alemanas quedaran abiertas de par en par a la invasión si llegaban a una guerra con Gran Bretaña. Hasta que el canal de Kiel hubiera sido ensanchado para dar cabida a un vasto tráfico naval, y hasta que Alemania hubiera construido suficientes barcos –pensaba Tirpitz–, no debía haber guerra con los británicos. La crisis marroquí desapareció, pero hizo que el vínculo entre Londres y París fuera más fuerte de lo que lo había sido. En agosto de 1907, un acuerdo similar sobre las esferas de intereses en Persia, Afganistán y el Lejano Oriente llevó a un entendimiento anglorruso: la Triple Entente. Los alemanes se dieron cuenta con disgusto de que estaban siendo excluidos de la expansión ultramarina. Tirpitz incrementó su programa naval en 1907-1908: cuatro acorazados por año. En 1909, los británicos respondieron autorizando la construcción de ocho acorazados.
Por entonces, las «constantes» de los asuntos internacionales estaban comenzando a cambiar. El Imperio turco, que todavía abarcaba una gran parte de los Balcanes, se estaba deshaciendo. El futuro de la vieja monarquía de los Habsburgo parecía muy cuestionable. Alemania y Rusia, ya enfrentadas por la cuestión de Turquía, difícilmente podían estar de acuerdo sobre un reparto pacífico de los dominios de dicha monarquía. En marzo de 1909, cuando los rusos se opusieron a un audaz paso adelante por parte de Austria –la anexión de la provincia de Bosnia, formalmente turca–, el Ministerio alemán de Asuntos Exteriores les envió un ultimátum. En el espacio de dos años, las relaciones internacionales se habían convertido en una crisis tras otra: una segunda crisis marroquí, cuando los alemanes enviaron una cañonera para proteger sus intereses, en el verano de 1911; un ataque italiano contra Tripolitania, también parte de Turquía, en octubre de 1911; luego, unos pocos meses después, una coalición de estados de los Balcanes contra Turquía, que, a finales de 1912, casi había expulsado a los turcos de aquella región, después de «la primera guerra de los Balcanes». En el verano de 1913 empezó otra guerra de los Balcanes, que tuvo como resultado la pérdida de territorio por parte de Bulgaria en favor de los demás.
Lo que aquí contaba era que el mayor de los Estados balcánicos, Serbia, actuaba como un foco de lealtad para los millones de serbios que vivían bajo el dominio austrohúngaro. La única solución que veían los austriacos era el uso de la fuerza para aplastar a Serbia, porque las provincias eslavas del sur –y no solo esas– se estaban haciendo ingobernables. Continuamente eran asesinados dignatarios, y fue la muerte de uno de ellos, el archiduque Francisco Fernando, en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, lo que provocó la guerra. Su asesino, aunque súbdito de los Habsburgo, era un serbio, Gavrilo Princip. Ha pasado a la historia con su observación, hecha justo antes de su muerte en una prisión de Bohemia en 1918: «Si no lo hubiera hecho, los alemanes habrían encontrado otra excusa».
La principal dificultad consistía en que una contienda entre Austria y Serbia amenazaba con invocar alianzas en ambos bandos: en realidad, la situación en que estalló la Primera Guerra Mundial había sido prevista con una antelación de cinco años en los intercambios de diplomáticos y generales. En virtud de las alianzas y de sus consecuencias militares, un ataque austriaco a Serbia significaría un movimiento ruso contra Austria, lo que implicaría un movimiento alemán contra Rusia, y esto provocaría a su vez un movimiento francés contra Alemania. Los británicos habían tenido buen cuidado de no llegar a un compromiso formal de esta especie, pero en 1911 aseguraron a los franceses que defenderían la costa atlántica, y los generales británicos y franceses habían llegado a un acuerdo de cooperación en el caso de una guerra con Alemania.
En la crisis de julio de 1914, que siguió al asesinato del archiduque, todo esto llegó a un punto decisivo, pero no habría tenido sentido si no hubiera sido en las condiciones de una vasta escalada en la carrera de armamentos a partir de 1911, y también en las de un nacionalismo nuevo y radical que había surgido en el mismo periodo. En las grandes potencias, este proceso se dio en una atmósfera de creciente histeria a partir de 1890, y el caso más destacado fue el de Alemania.
ALEMANIA
Se ha dicho, acertadamente, que, en el siglo que siguió a 1870, hubo una cuestión dominante en la política exterior británica: ¿Alemania o Rusia? En las dos guerras mundiales, los británicos acabaron por efectuar alianzas con Rusia. Pero en las décadas de que nos venimos ocupando había mucha gente en Gran Bretaña que hubiera preferido una asociación con Alemania. En 1898, y de nuevo en 1901, Joseph Chamberlain habló a favor de una asociación de las razas «anglosajona» y «teutónica»; incluso en la Primera Guerra Mundial, se hicieron esfuerzos para resolver las dificultades existentes entre los dos países, conforme a lo que parecía ser una obvia asociación: Gran Bretaña con su imperio, Alemania con su expansión a expensas de Rusia. En la década de 1930, tales ideas fueron bastante comunes.
Ambos países rompieron esa asociación a causa de un simple hecho: las ambiciones alemanas no parecían estar limitadas en absoluto a Europa oriental, sino que se extendían a Europa occidental y a todo el mundo. Además, esas ambiciones estaban siendo impulsadas con un grado creciente de agresividad desde la caída de Bismarck en 1890. Alemania avanzó a velas desplegadas, se convirtió con mucho en el país más fuerte del continente. Tenía ya un gran ejército; desde 1897 estaba construyendo también una gran armada, claramente pensada para usarla contra los británicos. Además, Alemania no era un país como Gran Bretaña, en donde el poder parlamentario aseguraba que la mayor parte de las cosas importantes se debatieran y decidieran públicamente. Era una «autocracia controlada», en la que el poder del Parlamento era muy limitado. Su Gobierno era una camarilla y no parecía deseoso o capaz de llevar a cabo las elementales reformas parlamentarias que hubieran hecho de Alemania un Estado constitucional del tipo del británico. El poder y la mala conducta del Ejército prusiano eran tales que Alemania era generalmente acusada de culto al ejército, de militarismo. Los paisanos se bajaban de las aceras para dejar paso a los oficiales; estos tenían el monopolio de los vagones de ferrocarril de primera clase para Potsdam. Era un Estado autoritario, militarista; y, sin embargo, tenía la industria más potente de Europa.
De forma ostensible, Alemania quebrantó varias normas de la evolución política. Los liberales, y los marxistas después de ellos, daban por sentado que, con el progreso industrial, surgiría una gran clase media que llevaría a cabo las reformas liberal-burguesas: un Parlamento fuerte, el fin de las costumbres «feudales», y una monarquía propiamente constitucional. En Alemania, hasta 1918, en los asuntos políticos tuvieron la preeminencia conservadores histéricos y, sin embargo, la economía del país no solo no era una economía atrasada, sino que era la más floreciente de Europa.
En 1913, Alemania producía los dos tercios de todo el acero europeo (16.200.000 toneladas), cifra que duplicaba la británica y no estaba lejos de la norteamericana. Producía casi tanto carbón como Gran Bretaña y le había arrebatado numerosos mercados europeos. Con 8.000 millones de kilovatios / hora de electricidad, producía más que Gran Bretaña, Francia e Italia juntas, y, en la industria eléctrica, firmas alemanas, como Allgemeine Elektrizitätswerke, GmbH (AEG) o Siemens-Schuckert y Siemens-Halske, estaban a la cabeza en el mundo entero. Su industria algodonera empleaba el doble de materia prima que la de Francia, que en importancia era la segunda de Europa. Los ferrocarriles prusianos pasaron de 5.000 kilómetros en 1878 a 37.000 en 1914. El cambio fue extraordinariamente rápido. En 1880, más de la mitad de la población de Alemania trabajaba en el campo, un tercio en la industria y la artesanía, y el resto en diversas clases de servicios (el sector terciario). En 1914, no mucho más de un tercio trabajaba en la agricultura (el 35 por 100), y casi dos quintas partes en la industria. Pero dentro de la propia industria se produjo un gran cambio en la situación, pasando de las pequeñas empresas que empleaban un puñado de trabajadores a las empresas de tamaño medio, y, lo que es más espectacular de todo, a las empresas concentradas de gran tamaño, cuyas feas y enormes fábricas dominaban el Ruhr, Silesia y Sajonia. Sus rudos patronos manejaban el Partido Nacional Liberal, especialmente en la Cámara de los Diputados de Prusia.
La industrialización de Alemania tuvo su origen parcialmente en las industrias pesadas que surgieron en Europa durante el siglo XIX –hierro y acero– y parcialmente en las nuevas industrias, tales como la química o la eléctrica. La industria química surgió de la industria textil que Alemania, como todos los países en vías de industrialización, había conseguido (en gran parte, aunque no enteramente, inspirándose en el ejemplo inglés) a principios del siglo XIX. La necesidad de sustituir en esta industria el índigo importado, que resultaba caro, por tintes químicos fue la chispa inicial, aunque las necesidades militares prusianas de explosivos dieron también alas a este proceso. Alemania tenía en abundancia carbón y potasa, bases de los productos químicos, y a partir de 1880 sus químicos (que habían sido famosos en Europa en el siglo XVIII, o incluso en el xvi) iban a la cabeza, con invenciones casi infinitas de derivados del carbón. En la década de 1890, Alemania tenía casi el monopolio mundial de los tintes sintéticos, y producía fibras artificiales (antecesoras del rayón), materiales fotográficos, me...

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