Capítulo VI
Zaplana Kane. Cuando el fin dulcifica los medios
Eduardo Zaplana no había bebido en esa tradición agrícola que, mucho antes de que se inventaran las escuelas de negocios y el concepto especulación, ya constataba que la cadena de intermediarios es el herbicida para el productor. James Carville, asesor de campaña de Bill Clinton en su duelo contra George Bush padre, habría podido sustituir su mítico «es la economía, estúpidos» por «es la venta, estúpidos».
El ex presidente siempre ha sabido que la comercialización es tanto o más importante que la producción. En el circo público, donde la publicidad se llamaba propaganda y, en los últimos tiempos, periodismo, el primer producto que ha de saber vender el comercial es a sí mismo. Es esa perversa metonimia invertida del todo por la parte según la cual, si el presidente de la Diputación, alcalde o jefe del Consell premia al medio con una campaña publicitaria institucional, el producto que en realidad se coloca en el mercado es el propio político. La diferencia entre argumento y tema tampoco es privativa de la política.
Antes de alcanzar la alcaldía de Benidorm, Zaplana debió de comprarse El príncipe de Maquiavelo y lo colocó en el altar de su mesilla de noche, metió el tratado «Ojo con recurrir a cualquier medio para lograr un fin» en un armario ropero, cerró la puerta con un candado y echó la llave al mar en la playa de Levante. Y siguió actuando como obispo, si no cardenal, de la Iglesia maquiavélica. Cuya verdad revelada y clave de bóveda es el principio según el cual el fin justifica los medios. Incluidos los de comunicación, básicos en la construcción de marcos referenciales, de identidades y liderazgos.
Eduardo siempre tuvo claro que sin el favor mediático no hay reto político asumible ni pecado olvidado. Porque uno mismo puede maquillar su currículo, pero la amnesia ajena no se regala, se vende. Uno mismo puede cometer olvidos de marujazos en la biografía oficial que se cuelga en la página web del Ministerio de Trabajo. Ahí contaba Zaplana que «durante el proceso de refundación del PP, liderado por José María Aznar, decidió militar en esta formación». «Tras estas elecciones [las municipales de 1991] fue elegido alcalde de Benidorm y portavoz del grupo popular en las Cortes Valencianas.» El «tras» se produjo seis meses después de las elecciones y con moción de censura incluida. «Durante» fueron dos años antes. Porque Zaplana se afilió en 1987 a Alianza Popular, siglas desterradas por el ministro. El mismo año en el que Luis Fernando Cartagena, que fue su socio en el asalto al poder del partido, accedió a la alcaldía de Orihuela también mediante moción de censura.
Desde bien pronto, Zaplana evidenció su vocación de remedo de William Randolph Hearst, el magnate de la comunicación que inspiró a Orson Welles y su Ciudadano Kane. Periodista, publicista, empresario, político… El hombre que usó su imperio mediático hasta para alentar guerras a beneficio de su cartera sería el sol del universo zaplanista. Zaplana, su ejemplo y su herencia son el rosebud que descifra unas cuantas claves políticas, económicas y sociales de nuestro pasado más inmediato y de nuestro presente.
Las grabaciones del caso Naseiro, anuladas por el Supremo, constituyen, desde el primer segundo hasta el final, una declaración de principios. Son como una carta del suicida que, deshinbido de ataduras mundanas y socializantes, dice la verdad, toda la verdad. Sin complejos. En materia mediática, aquel bachiller Zaplana, en términos de carrera política, ya expresaba su querencia por el favor de la prensa, su desmedida obsesión mediática. Sabedor de que el uso de los medios de comunicación y los sistemas de medición de la opinión pública son instrumentos clave en la construcción de regímenes neopopulistas.
En la conversación telefónica con el concejal Salvador Palop, datada el 11 de febrero de 1990 a las 13:22, Zaplana le reprocha, en tono coleguil, que no lo llamara para acompañarle a un acto que el de Benidorm entendía importante. «De entrada –le dijo Zaplana a Palop– eres un maricón, un hijo puta, un cabrón y de todo». «¿Por qué?», inquirió el otro. «¿Eh? […] te vas a Madrid a la presentación de la revista de Fontán. No me llamas para que vaya contigo…». La publicación Nueva Revista se presentó a un mes del congreso del PP que encumbró a Aznar, y ese medio se convirtió en el faro del pensamiento del partido.
La carrera política de Eduardo Zaplana siempre fue a rebufo de una estela mediática que intentó, y normalmente consiguió, modelar a su gusto y mediante acciones perfectamente planificadas. Porque el alcalde, presidente y ministro siempre ha sido en sí mismo una empresa y ha funcionado como tal, por objetivos. Y cada uno de ellos, cada siguiente estación, le exigía retoques en el ecosistema comunicativo. Estrategias y tácticas adaptadas. Por eso, pese a sus firmes creencias en la necesidad del control mediático y siempre consciente de que eres lo que pareces, como candidato a presidente de la Generalitat tuvo que dejar su credo en hibernación hasta que pudiera ejecutarlo una vez alcanzado el poder. Y actuar conforme a sus convicciones sobre fines y medios. El aspirante a timonear la Generalitat se esforzó, en el inicio de su carrera de lanzamiento a la primera división política, en perfumar la escena pública de liberalismo, con sosegados alegatos contra una política de injerencia en los medios de comunicación que no sólo practicó, sino que la elevó hasta el paroxismo intervencionista. El primer capítulo de su larga trayectoria de instrumentación de los mass media consistía precisamente en negar esa voluntad de intervención.
He aquí su declaración de intenciones mediáticas contenida en capítulo 6, versículo 2 («El control de los medios») del libro de los incumplimientos del liberal para el cambio. Decía Zaplana: «Yo aseguro que mi política en ningún momento intentará controlar, ni siquiera influir en los medios de comunicación. Y eso por dos motivos, para que vea la sinceridad de mis palabras. En primer lugar, por convencimieto personal de respeto a la libertad de expresión. Y, en segundo, por pragmatismo. A los que crean que se pueden controlar los medios de comunicación, yo les digo que cometen uno de los mayores errores que se pueden cometer. Eso sólo se consigue coyunturalmente». En su ejecutoria como presidente demostró, en política comunicativa, la misma coherencia que en el resto de su gestión política. Puede dar fe especialmente el diario Levante-EMV, al que boicoteó informativa y publicitariamente, incluso saltándose la ley, desde el primer minuto de su mandato y en su intento de someter su línea editorial a sus intereses y caprichos megalómanos.
Con su habitual «sinceridad», reflexionaba sobre lo contraproducente que resulta, según él, usar los medios como altavoces de propaganda. Así, a botepronto, recurrió a tres ejemplos para ilustrar que el control de los medios nunca da réditos políticos y está abocado al fracaso: Franco, los países de la órbita soviética y el Canal 9 de la etapa socialista.
El primero, Franco. «Controló todos los medios de comunicación y no hay más que mirar la opinión que tiene hoy el pueblo español de su talante e ideología. No hay ningún medio que hoy en día se atreva a hablar bien de Franco», reflexionaba. Como es sabido, murió de viejo en la cama gracias a su buena gestión y pese a las masivas manifestaciones clamando libertad impulsadas por un ecosistema comunicativo nítidamente antifranquista, dado que no le convenía controlarlo.
En segundo lugar, los Estados de la órbita soviética. «En los países del Este –continuaba con su razonamiento–, el poder también controló todos los medios y la propaganda funcionaba con toda intensidad. Y, sin embargo, la opinión que tienen los ciudadanos hoy en día de aquellos dirigentes es terrible.» «Al final, la verdad siempre resplandece», decía. En esto último no le faltaba razón. Bien lo sabe.
El tercer ejemplo que demostraba que, según él, no es rentable controlar los medios era RTVV. «Pese al control de Canal 9, el PSOE perdió en la Comunitat Valenciana por 15 puntos en las europeas de 1994, lo que pone absolutamente de manifiesto la diferencia que hay en algunos casos entre la opinión pública y la opinión de los medios públicos», remataba Zaplana en su reflexión. Acto seguido, el que sería futuro presidente pasó a revelar el enigma sobre la construcción de las pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos hace 4.600 años, los misterios del Santo Grial y la Sábana Santa: cómo conseguir que los medios fueran justos y lo reconocieran como líder superdotado como servidor público. Fácil:
Hay que esforzarse por tener una buena comunicación y relación con los profesionales de los medios. Mantenerlos bien informados y ser transparente. Hacer un esfuerzo de comunicación permanente con los que son intermediarios entre el gobierno y la opinión pública. Y no pasar de ahí. Esa es la mejor política, la más sensata y la que da mejores resultados a la larga […]. Es lo que pienso hacer. Explicar permanente y reiteradamente el porqué de las acciones de gobierno, se coincida o no con los medios. No se puede estar metido en un búnker y no explicar por qué se hacen las cosas.
Sus naturales dotes de estratega solamente eran equiparables a su vocación de servicio público. Siempre fue consciente de que el ruido de la propaganda impide escuchar cómo chirría el mecanismo de la ética. De que el elogio a las metas alcanzadas prima sobre cualquier otra consideración. Por eso, siendo alcalde de Benidorm impulsó, y el pleno lo aprobó, un contrato de 660.000 euros para promocionar la ciudad en 89 anuncios y 30 programas. Como ministro de Trabajo, en vísperas de las elecciones generales de 2004, invadió los medios de comunicación con una campaña de publicidad sobre la imagen de su departamento con el lema «Lo nuestro son las personas» y otra sobre revalorización de las pensiones. «Un año más, cumplimos» era la proclama. El coste de las dos campañas ascendió a 29 millones de euros, según los datos publicados en el BOE. Otros 12,4 millones se gastaron en distintas campañas a lo largo del año. En total, 41,4 millones, más del doble (un 130 por 100 más) de lo que dedicaba cada año al mismo fin su antecesor en ese ministerio, Juan Carlos Aparicio.
Como en esos anuncios vintage de dietas milagro donde se adosan fotografías del antes y el después, la distancia entre el Zaplana candidato y el Zaplana presidente fue considerable en cuestión mediática. Incluido, por supuesto, Canal 9. Sobre todo Canal 9. Como aspirante al Palau se mostraba preocupado ante el «incumplimiento» de «uno de los principios básicos de la televisión pública, como es la protección de la juventud y la infancia». «Se incumple sistemáticamente con una programación infantil y juvenil que apela frecuentemente a la violencia, al machismo y la xenofobia como valores aceptados en la sociedad de consumo. Muchas películas para adultos se emiten a menudo en horarios infantiles y juveniles. Esto hay que cambiarlo», lamentaba el candidato del PP en el libro de Rafa Marí. Y seguía diagnosticando la precaria salud democrática de RTVV. «Otra cosa que considero rechazable son los informativos. Tienen la calidad técnica deseable, pero carecen de objetividad e imparcialidad […]». «El PP considera que un Estatuto de Redacción es la única garantía que permitirá a los profesionales de TVV ejercer libremente su trabajo sin estar sometidos a ninguna presión partidista». Canal 9 le parecía, además, una televisión pública que salía por un potosí al Consell. Era cara, carísima. 12.000 millones de pesetas al año (72,1 millones de euros). «No es lógico que cueste tanto», decía Zaplana.
Heredó de Lerma una plantilla de 653 trabajadores, que requerían 25 millones de euros para gastos de personal. Cuando Zaplana huyó del Consell en julio de 2002, la partida para salarios había engordado hasta los 61 millones. El nuevo inquilino de la Generalitat ya había creado una redacción paralela en RTVV, donde se llevó a cabo una purga en toda regla y una sustitución «étnica», de tal forma que los veteranos quedaron recluidos en la especie de reserva india en que se convirtió Punt 2, el segundo canal autonómico montado por el PP. Los gastos para producciones externas y derechos de retransmisiones deportivas (una vía encubierta de financiación de los clubes de fútbol valencianos de la elite con dinero público) se habían disparado para consolidar un desequilibrio crónico entre ingresos y gastos. En el periodo hasta el año 1995 se alcanzó un máximo anual de 11 millones de gastos, capítulo que ya se había triplicado en 1997 y en 2001 se disparaba hasta los 46 millones. Un desajuste que fue engordando la deuda, hasta superar los 1.200 millones de euros cuando Alberto Fabra decretó el cierre en noviembre de 2013.
El año 1999, tras apenas tres ejercicios y medio de gestión zaplanista, el desfase entre ingresos y gastos había multiplicado ya por seis el legado recibido. La aportación del Consell compensaba las cuentas del ente público y cubría así las pérdidas, hasta que ese 1999 Zaplana cambió la ley para que RTVV pudiera endeudarse por sí misma y no tuviera que asumir la deuda la Generalitat. A partir de entonces empezó a ensancharse el agujero negro a la velocidad de la luz.
Hasta tal punto había empeorado la salud económica de la radiotelevisión pública valenciana que el Síndic de Comptes ya certificó en su informe del siguiente ejercicio, el del año 2000, la situación de quiebra técnica, dado que el saldo patrimonial no alcanzaba la mitad del capital social «como consecuencia de las pérdidas acumuladas en TVV y RAV y de la insuficiencia de las aportaciones de fondos de la Generalitat».
La primera decisión de Zaplana sobre la nueva RTVV, cuando llegó al poder en 1995, no fue ordenar la inmediata elaboración de un Estatuto de Redacción para liberar a los periodistas de cualquier cadena. Fue situar al diputado electo del PP Josep Vicent Villaescusa como jefe de informativos. Se armó el escándalo y, a las 48 horas, Zaplana se arrepintió. Y después se arrepintió de haberse arrepentido. Fue un momento de flaqueza, un resquicio de conciencia sobre la ética de la estética.
Las elecciones generales del 3 de marzo de 1996 tuvieron para el Partido Popular (para el PP valenciano y especialmente para Zaplana) el mismo efecto que tomarse tres cafés cargados. Le abrieron los ojos. Sobre la «necesidad» de construir un potente aparato de propaganda a base de comprar medios y de crear otros.
Se conducía como pocos en el reparto de la publicidad para engordar a unos y matar por inanición a otros, se manejaba como nadie en el ataque y en la defensa. Las negociaciones para mantener espesas capas de oscuridad protectora. Contaba con un equipo bien preparado para abordar asuntos delicados. Por ejemplo, para neutralizar a tipos de dudosa catadura moral. A personajes como el abogado Emilio Rodríguez Menéndez, condenado por su implicación en el vídeo sexual del periodista Pedro J. Ramírez e instigador, por ejemplo, de una entrevista a un falso Antonio Anglés (el prófugo criminal de las niñas de Alcàsser) en el diario Ya, del que era editor. Sacó a los quioscos el semanario Dígame, un vertedero en formato revista en el que se lanzaba basura sobre la vida privada de famosos y políticos.
Aquellos comicios de 1996 del mitin de Mestalla le sirvieron al presidente, además, para subrayar la posibilidad que les brindaba esa dulce derrota (el PP no alcanzó su ansiada mayoría absoluta) como coartada para subyugar a unos medios públicos que, como dijo el propio Zaplana de Canal 9, eran «el último bastión socialista». El com...