América profunda
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América profunda

  1. 165 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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América profunda

Descripción del libro

Leer América profunda es tomar contacto con el gran interrogante de nuestro destino. En las páginas que abren a la dimensión no pensada de lo americano, Kusch reconstruye la máxima tensión de ese contrastre como la oposición entre el hedor y la pulcritud dos formas arquetípicas que evocan el drama existencial de las clases medias urbanas y de sus intelectuales frente a la presión de lo popular. En nuestro continente dice Kusch "por un lado están los estratos profundos de América, con su raíz mesiánica y su ira divina a flor de piel, y por el otro los progresistas occidentalizados de una antigua experiencia del ser humano. Uno está comprometido con el hedor y lleva encima el miedo al exterminio, y el otro en cambio es triunfante y pulcro y apunta a un triunfo ilimitado, aunque imposible". La lección de Kusch conjuga una incitación filosófica y un gesto vital. Su invitación a pensar América desde su propio entorno, lejos de constituir una presunción localista, significa una reivindicación del pensar mismo concebido como un acto genuino y universalizante.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789876918404

LIBRO I
LA IRA DIVINA

EL INDIO SANTA CRUZ PACHACUTI

Cerca del 1600, el padre Ávila se topó con el indio Joan de Santa Cruz Pachacuti yamqui Salcamayhua. Eso ocurrió en Cacha, a unas cuantas leguas al sur del Cuzco y no muy lejos del templo de Viracocha.
En ese lugar, el valle del Vilcanota se ensancha y en las laderas de las montañas se agolpan andenes de antigua data y, no muy lejos, ocurrieron sangrientas luchas entre quechuas y aimaráes.
Se cuenta que el dios Viracocha, después de crear a los hombres y al Sol y la Luna a orillas del lago Titicaca, había pasado por ahí y fue recibido con hostilidad por parte de los habitantes.
Entonces Viracocha “levantadas las manos puestas y rostro al cielo, bajó fuego de lo alto [...] y abrasó todo aquel lugar; y ardía la tierra y piedras como paja”. Se asustaron mucho los habitantes y “movido Viracocha a compasión, fue al lago y con el bordón lo mató”.1 Luego vinieron los incas y construyeron el templo aquel para conmemorar el hecho.
Ávila andaba por esa zona a raíz de la intensa represión de idolatrías que emprendieron los españoles en América. Había ocurrido que los indios “creyeron que todas las huacas del reino, cuantas habían los cristianos derrocado y quemado, habían resucitado [...] y que ya las huacas andaban por el aire secas y muertas de hambre porque los indios no le sacrificaban ya [...] Y así fue que hubo muchos indios que temblaban y se revolcaban por el suelo, y otros tiraban pedradas como endemoniados, haciendo visajes [...] [diciendo] que la huaca fulana se le había entrado en el cuerpo”.2
Es de imaginar el celo con el que los españoles persiguieron a partir de entonces a los idólatras. Pero habría que investigar si ese celo era auténtico o si se debía a motivos de orden psicológico. De cualquier modo, sólo nos interesa hacer notar por ahora que la acción represiva de los españoles provocó el encuentro del padre Ávila y Salcamayhua, y que a raíz del mismo este último redactó un manuscrito sobre las creencias de los incas.
Aún estaría por verse si el padre Ávila pidió este manuscrito por razones realmente oficiales. Ocurre que el yamqui3 traza en su crónica un esquema del templo de Coricancha del Cuzco y el padre Ávila le introduce algunas modificaciones.4 Por otra parte, la estructura se parece considerablemente a la de los dibujos alquimistas de la época.5 Es indudable que el padre conocía a estos últimos y que, por lo tanto, se asombrara de lo que había dibujado el indio. Esto nos hace sospechar seriamente sobre la ortodoxia de aquél. Sin embargo, no deja de ser humano, máxime si pensamos que el cristianismo del siglo XIV ya no tenía la misma consistencia que tuvo durante la Edad Media y que, por lo tanto, el afán de salvación tenía que refugiarse en sectas esotéricas como la de los alquimistas.
De cualquier manera, de este encuentro entre el padre Ávila y nuestro yamqui nace una de las crónicas que manifiestan con mayor evidencia la actitud del indígena frente a su pasado, porque refleja la manera de pensar de éste y hasta las creencias más íntimas que aún sobreviven. Y esto no es así por lo que diga el yamqui sino precisamente por lo que no dice y también por lo que niega, como cuando se refiere con aparente escándalo a las “muchas guacas ydolatras sin berguenças” que proliferaron después de difundirse el culto fálico prodigado a ciertas piedras alargadas llamadas guacanquis.
El escrito de Salcamayhua es un borrón en la meridiana claridad de sus colegas hispánicos, dada la mezcla de términos quechuas y aimaráes con un castellano sumamente dificultoso. Pero esta oscuridad resulta seguramente, por una parte, del miedo que le causaba al indio el padre Ávila y la Inquisición y, por la otra, de la convicción de que lo verdadero era eso que había recogido de sus antepasados. En cada línea se tropieza con la evidencia de que su autor estaba firmemente atrapado por el magma original de sus antepasados y saturado de creencias inconfesables para la época.
De cualquier manera, cabe señalar que en Salcamayhua se da con patente evidencia un terror ante lo divino. Está en la manera como relata ciertas leyendas, como la de la serpiente Yauirca o la del “mensajero de manta negro” que le da al inca una “cajuela tapado y con llabe” de la cual sale el sarampión, o cuando relata que “la vaca de Cañacuay se arde fuego temerario” y así a través de todo el libro. Todo ello supone una actitud diferente de la de los cronistas corrientes, porque encierra esa fe indígena que apunta algo más que al simple hombre, algo que está afuera y que no es el hombre, sino lo inhumano, la naturaleza o el dios terrible, como quiera llamársele. En el yamqui se da el juego entre hombre y naturaleza en su antagonismo primitivo, en ese margen en donde fermentan las antiguas raíces de la religión y se incuba una ética, una doctrina o una teología.
Seguramente el yamqui debió ser un indio silencioso y tímido. A veces tomaría su chicha, cuando el cura hacía la fiesta al santo. Sólo entonces se tornaría locuaz y volvería, seguramente tambaleando, a su casa, satisfecho y con el cuerpo que parecía una paloma. Así debió haber conocido a Ávila. El yamqui hablaría demasiado y el padre lo tomó entre ojos.
Además, debió haber recitado alguna vez los antiguos himnos de sus antepasados y quizá, por esa causa, se produjo el escándalo. Es probable que no sospecharan de él, porque era muy manso. También es probable, como dijimos antes, que el padre Ávila no fuera una mala persona y sólo tuviera una curiosidad personal en el asunto.
Uno de esos himnos repite dramáticamente una pregunta, ¿dónde estás? (maipin canqui), referida a Viracocha. La debió recitar el yamqui a menudo, cuando ya no le cabía la chicha. La pregunta se le vendría desde muy adentro y afloraría en sus labios como un susurro, mientras la cara se le arrugaba en un gesto escéptico. Lo diría, quizá, y eso era lo peor, ante alguna iglesia, mirando desde el portal hacia adentro con ojos vidriosos.
“¿Dónde estás?” ¿Dónde está dios? En verdad haría la pregunta en general, más allá de las imágenes, como una manera de dar por cerrada una cuestión. Al fin y al cabo no hacía lo que el padre, que todo lo dividía entre el bien y el mal, porque para hacer eso había que ser muy docto. Él no era más que un pobre indio y sólo se limitaba a tener miedo.
Y puede ser que recitara los himnos sólo por vergüenza, porque él se sentía pobre, sucio y pardo, mientras que todo eso que había en la iglesia era demasiado bonito. Dios no podía estar ahí.
Seguramente pasaría luego por el mercado, seguido de su llamita, cargada de maíz. Ahí esperaría que se lo compraran, mientras continuaba haciendo esa rara pregunta “¿dónde estás?”.
Y ahí pasarían los compradores blancos, que ya no preguntaban sino que estaban seguros de sí y se dedicaban a hacer cosas y a llenar silencios y boquetes por donde se les chorreaba la vida.
“¿Dónde estás?” Estaría muy lejos dios y seguramente no necesitaría de tanta palabra. Estaría en las trastiendas de alguna chichería, en las callejuelas tortuosas y añejas, detrás de las cortinas de algunos cuartos malolientes o en esa cueva extraña debajo del altar de santo Domingo. Pensó el yamqui con picardía que su dios tendría vergüenza de ser dios y lloraría ese tiempo en que la gente lo había olvidado. Y se sentiría solo, porque el templo estaba todo lleno de cosas que no eran él.
Luego se iría a su parcela para trabajarla. Ahí tomaría su taclla para arar la tierra y remover los duros pedregones, mientras atisbaría de vez en cuando el cielo para ver si iría a llover. Y, así, mirando el cielo, pensaría en dios otra vez. Dios habría de ser como el trueno que anunciaba la lluvia o aquello que hacía temblar la tierra o lo que traía el granizo, en fin, todo podría ser menos ese dios de la iglesia. Dios tenía que ser algo que atrapara, que lo fuera sitiando, si no, el yamqui prefería volver a creer en las pequeñas cosas: el dios de la lluvia, el dios del trueno, el del relámpago o el felino que bajaba con el granizo o lo que fuera.
Dios tenía que ser como ese mismo mundo que lo rodeaba y que se expresaba a través de su violencia, como ira divina. Y él creía ante todo en esa ira divina, que se convertía de pronto en lluvia o de pronto en granizo. Sólo a partir de ahí le interesaba preguntar ¿dónde estás?, porque de esa manera dios adquiría una fuerza temible e invisible.
El cura ya le había hablado de esa ira, pero la daba como cosa superada. Pero el yamqui no entendía esto porque estaba convencido de que la ira de dios estaba presente en su valle y en cualquier momento podría desatarse como chancro, sismo o granizo. Y como el cura no lo dejaba hablar, aprovechó el pedido del padre Ávila y le depositó en su manuscrito, ladinamente, lo que pensaba del mundo. Porque al fin y al cabo su mundo estaba palpitante de ira y de dios y nada tenía que ver con el mundo fácil y lleno de fórmulas que le quería brindar el sacerdote.
Pero en ningún momento ese concepto de la ira se le traducía en doctrina. Le faltaba la expresión para esa ira. Apenas había recibido de sus antepasados un puñado de himnos y algunos datos sobre la vida de cada uno de los incas. Y eso de nada le servía. Los usaba no más cuando el padre cura se ponía cargoso con su dios y con su rey. Entonces recitaba con fruición el himno que decía “¿dónde estás?”, pero referido a Viracocha.
En el fondo, el yamqui ya estaría desilusionado. Creería sólo en su sembrado porque le daba de comer, en su mujer porque le daba hijos y en su llamita porque le llevaba la carga. Claro que algunos decían que, antes de venir los españoles, nadie tenía que preocuparse tan arduamente de la comida, porque había un inca que ayudaba a todos y uno podía entregarse tranquilamente al culto. Indudablemente, los tiempos habían cambiado mucho y ahora el yamqui seguía en la necesidad de creer sólo en el granizo, en la lluvia o en el trueno. ¿Por qué? Porque ni al padre cura ni al encomendero les interesaban estos problemas. El cura se limitaba sólo a decirle que rezara en la iglesia unos padrenuestros. Pero como todo quedaba tal cual y la lluvia no caía, el yamqui continuaba haciendo sus exorcismos.
Y así fue como creyó más en la ira de dios que en dios mismo, y todo porque él tenía que buscarse su alimento ahí donde empezaba la ira divina.

LOS CINCO SIGNOS DE VIRACOCHA

La extraña idea que el yamqui tenía de la ira de su dios se refleja en la exposición de las cualidades de Viracocha. Lo hace como si éstas fueran las creencias de sus antepasados, aunque deposita en ellas una extraña fe. Al fin y al cabo, era la doctrina que le habían escamoteado los conquistadores.
Las cualidades de Viracocha las consigna en el esquema que hace del altar de Coricancha, con letra apretada y en quechua, a modo de fórmula ritual en cinco momentos.6 Quizá no sabía por qué Viracocha tenía cinco momentos. Seguramente era por la misma razón que los invasores distinguían los cuatro puntos cardinales. Viracocha era un poco como un dios horizontal y su esencia debía cuadrar dentro de las cuatro regiones. Además, los cerros, los caminos, los ríos –como el Vilcanota en época de lluvia– son reales y evidentes y entonces debían participar de la esencia de Viracocha. El yamqui no lo sabía con certeza. Se limitó únicamente a transcribir esa fórmula ritual que encerraba cinco momentos o signos del dios. ¿Acaso no estaba dividido el imperio de sus antepasados en cuatro zonas y una quinta, que era el Cuzco?
El yamqui no debió dudar mucho y transcribió los cinco signos, a saber: 1) Viracocha es el maestro; 2) es la riqueza; 3) es el mundo; 4) es la dualidad, y 5) es el círculo creador.7

EL MAESTRO

El yamqui estaba seguro de lo que puso. Viracocha debía ser el maestro (Pachayachachic) porque era preciso arar la tierra, contener la erosión de los andenes, encauzar los ríos y velar por la vida de las huahuas. El mundo ejercía una acción inhumana y rebelde y era preciso introducir con argucia una serie de modificaciones para que se hiciera habitable. Y sólo enseñando (yachachiy) era posible salvar la vida. Porque la vida era cosa de astucia. ¿No había que engañar al río, acaso, y construir diques para desviarlo y evitar que se perjudiquen las sementeras? Al mundo había que modelarlo de la misma manera como se ordena y modela la mente de un niño. Y Viracocha era más que maestro, era –como traduce Tschudi– el “artífice del mundo”.8 Porque el mundo era ajeno y rebelde y era preciso que un dios tomara al rebelde mundo como un niño. Esto supone que el mundo y dios eran opuestos y, además, que dios debía prevenirse y adquirir una ciencia y una actitud determinada ante ese mundo. Pero ¿no es esa actitud la misma por la cual el imperio incaico logró organizar la producción de alimentos de un territorio inmenso?

LA RIQUEZA

El segundo signo se refería a la riqueza de Viracocha. El problema más importante, que tornaba inhumano al mundo, era la escasez de frutos. Esto le da realidad al mundo, o sea que lo convierte en algo contundente y definitivo. Por eso el dios debía ser rico y, más aún, fundamentalmente rico (ticci capac). Ésta es, por otra parte, la condición natural de todo maestro, especialmente si la riqueza es potencial. La idea de utilizar las aguas de un río, por ejemplo, era una realidad en potencia, no en acto. Y, en lo que se refiere al mundo, el maestro lleva a cabo con su enseñanza la realización de esa idea potencial. Viracocha era potencialmente rico y condicionaba la riqueza del mundo. Por eso era un verdadero dios. El mundo era rico porque lo era Viracocha. Sin Viracocha el mundo sería, como dice uno de los himnos, “el hervidero espantoso”,9 porque no sería humano. De esta man...

Índice

  1. Cubierta
  2. Sobre este libro
  3. Portada
  4. Prólogo, por Norberto Maicas
  5. Exordio
  6. Introducción a América
  7. Libro I. La ira divina
  8. Libro II. Los Objetos
  9. Libro III. Sabiduría de América
  10. Créditos