La cima del éxtasis
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La cima del éxtasis

Luce López-Baralt

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La cima del éxtasis

Luce López-Baralt

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Este es un libro cuya escritura comporta una dificultad extraordinaria, pues en él la autora intenta comunicar los secretos de la experiencia mística unitiva. En este caso, de la suya propia. Como estudiosa del fenómeno místico, sabe bien que es del todo imposible dejar dicho algo de esa vivencia directa, que se registra al margen de los sentidos, del lenguaje y de la razón. Lo supieron por experiencia propia los místicos de las más diversas persuasiones religiosas, que la autora ha estudiado con pormenor a lo largo de décadas. Pero ahora se ve precisada a dialogar de tú a tú con los contemplativos que antes fueran motivo de sus estudios filológicos.Este libro marca un hito en la obra, ya tan extensa, de Luce López-Baralt, pero guarda relación de parentesco con el poemario místico Luz sobre luz, en el que dio cuenta de la misma vivencia trascendida, del todo imposible de poner en palabras."Felicito a la autora por su valentía y humildad de revelar sus experiencias a sus lectores. Pienso que al leerlas serán muy útiles para muchos que no logran articular como ella lo que ellos experimentan en sus experiencias místicas". (Ana María Rizzuto)"La comunicación de una experiencia íntima hace que nos encontremos ante una obra singular en su carácter testimonial, con un texto extremadamente hermoso en su bella expresión poética y, a la vez, con una profunda reflexión sobre la experiencia mística". (Carlos Domínguez Morano)

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Información

Editorial
Trotta
Año
2020
ISBN
9788498799811
Categoría
Mystik

III

«NO DIRÉ NADA QUE NO HAYA EXPERIMENTADO MUCHO»

(Santa Teresa, Vida XVIII, 7)

A Silgia Navarro:
ella sabe por qué
.
Me parece pertinente que, luego de haber intentado dar alguna noticia simbólica de la experiencia mística, explique de manera exenta, esencial y desnuda lo que me aconteció una tarde más allá de este plano de conciencia. Han transcurrido más de cuarenta años desde que tuve la vivencia del éxtasis transformante en 1976: estoy escribiendo a partir de 2015, y ya avanza 2020 y aún estoy en ello. Es la primera vez que me animo a poner lo que me sucedió por escrito, y solo Dios sabe lo que me cuesta ahora desvestir mi vivencia del abrigo protector simbólico con que la he comenzado a comunicar. Entro pues en la parte más ardua de mi confesión, pero no estaría completa sin el testimonio directo de lo vivido.
Es obvio que jamás podré explicar lo que realmente me aconteció más allá del espacio-tiempo, y por eso quisiera comenzar este testimonio directo al amparo de las palabras lapidarias de Lao Tzé: «El que lo sabe, no lo dice; y el que lo dice, es porque no lo sabe». Es un caveat que desearía que el lector de estas páginas tuviera presente siempre. Aunque lo «diga», sé bien que jamás acertaré a decirlo.
Voy a intentar, con todo, ofrecer alguna noticia de lo sucedido, haciéndome eco de san Juan, que advirtió que «Esto creo que no lo habrá de comprender el que no lo hubiere experimentado» («Cántico» B VII, 10). Ahora sé por experiencia propia que es dificultosísimo dar a entender estos eventos sobrenaturales, que son de suyo intransferibles. He asumido mi derrota desde el principio. Pero el silencio, como anticipé, dejó de ser una alternativa para mí.
El que haya tenido ocasión de acercarse a mis escritos sabe bien que he dedicado mi vida al estudio del fenómeno místico. Han ido gravitando sobre mi escritura contemplativos de distintas épocas y persuasiones religiosas, desde san Pablo y san Juan de la Cruz hasta Moshé de León e Ibn ‘Arabi de Murcia, sin descontar a contemporáneos como Ernesto Cardenal y Seyyed Hossein Nasr. Me consta que todos celebran lo mismo: su experiencia directa del Amor infinito en el que descansa la urdimbre del universo.
En estos momentos, sin embargo, me dispongo a dar un giro crucial a mi escritura de antaño, porque voy a sostener un tú a tú con todos estos cantores de lo inefable. Pese a que este diálogo me resulta atemorizante por las implicaciones que tiene y la enorme responsabilidad que conlleva, anticipo que será un diálogo gozoso y sin fronteras dogmáticas. Ya no reclamaré a estos altos maestros de la vida del alma desde el discurso académico propio de mi disciplina, porque he tenido la misma experiencia abisal del Dios vivo que tuvieron, y siento que debo compartirla. Así lo hicieron ellos en su momento, bien que con un instrumento verbal privilegiado que no me ha sido otorgado. Tengo, con todo, la misma urgencia espiritual que movió su pluma: la de celebrar el altísimo don de la gracia mística que hemos compartido. La confesión que hoy hago estará pues indefectiblemente hermanada por estas voces cómplices que me acompañarán a lo largo del camino. Aquí —lo reitero— no hay ningún mérito envuelto, tan solo una misma urgencia, una misma necesidad comunicativa.
Una experiencia trascendente de tal dimensión no es para callarla, porque nos desborda el alma y llega un momento en que no podemos seguirla silenciando. Se trata de un impulso irresistible que le es propio a casi todo aquel que ha experimentado el éxtasis transformante. Sospecho, con todo, que los místicos que nos animamos a confesar la experiencia intuimos el momento preciso en el que podemos —más bien, debemos— hacerlo. A mí me ha tomado, ya lo confesé al lector, largas décadas tomar la decisión de romper mi silencio.
Sé bien que algunos místicos han optado por callar el don recibido (ya antes me referí al caso de Ana de Jesús); y que aún algunos teólogos o religiosos aconsejarían la opción del mutismo. Mis maestros espirituales me han animado, sin embargo, a comunicar la experiencia vivida, pero admito una vez más que no escribo por obediencia, sino por un impulso espiritual insoslayable que me deja saber que mi larga etapa de sigilo ha tocado a su fin.
Dicho esto, cabe también insistir en que los místicos recurrimos a apoyarnos unos a otros para «autorizarnos» a medida que intentamos explicar de alguna manera lo sucedido. Sabemos que lo que vamos a poner en palabras se podría prestar a muchas interrogantes e incluso a posibles malas interpretaciones. El Reformador solía autorizarse con las Escrituras y los Padres de la Iglesia; otro tanto hizo Ernesto Cardenal en Vida en el amor, cuando reconoció de súbito al Dios creador del Génesis en el Amor sin orillas al que se sintió unido durante su trance místico. Santa Teresa, por su parte, citaba la Biblia como mejor podía, en un latín aproximativo propio de los que desconocen la lengua, por lo que descansaba de manera especial en el respaldo protector de místicos de dominio común como san Agustín y de contemporáneos como san Pedro de Alcántara al momento de explicitar a sus dirigidas espirituales los caminos incógnitos de la vida del alma. Thomas Merton se justificaba a la luz de las experiencias del avasallante Amor indecible de san Bernardo y de san Juan de la Cruz, aunque también incluye en su fecundo diálogo a los rimpochés tibetanos de los que tanto admitió haber aprendido en aquel extraño viaje a Asia donde encontró la muerte.
En mi propio caso, admito que seguiré saqueando sin pena los escritores místicos que más afines me resultan, porque la manera en la que dan fe de su vivencia sobrenatural, como anticipé, guarda una profunda relación de parentesco con la manera particular en la que también a mí me fue dado vivirla. Admití antes que estos autores místicos, que gravitan con tanta fuerza sobre mi escritura, me han ayudado a dar forma a mi propia expresión. A la luz de sus discursos extáticos fraternos que uso de apoyo me he podido aclarar mejor a mí misma lo acontecido. Como consecuencia, de la mano de ellos —y a la sombra de ellos— podré dar a quien me leyere una idea más cabal de aquel abreviado instante celeste que pude apurar por unos segundos y que de repente devino tiempo eterno.
Quiero que mi innombrado lector sepa que me he animado a escribir estas páginas testimoniales no tan solo porque estoy desbordada de un Amor que me es fuerza celebrar, sino porque entiendo que las buenas nuevas deben ser siempre de todos. Y este es un libro de buenas nuevas: una historia de amor, rotunda y feliz, porque se trata de un Amor reciprocado. Si mi testimonio pudiera servir de consuelo a alguien, daré por bueno el enorme esfuerzo que hago en darlo. Todos estamos convocados al abrazo de Dios, y de ahí que mi escritura constituya un diálogo fraterno concebido en gozosa camaradería vital.
Lejos, muy lejos de mí, de otra parte, la idea de herir ninguna sensibilidad religiosa: quisiera que mi escrito les pudiera hablar a todos por igual, sin fisuras ni conflictos. Debo advertir, sin embargo, que este libro no está atado a dogmas religiosos ni a ninguna estructura eclesial específica, a despecho de mi formación católica, que me ha marcado para siempre. Nace desnudo, hijo de la experiencia sobrenatural recibida, ajeno a sistematizaciones doctrinales o a credos impuestos por el azar del nacimiento. Dios se me ha dado como «Libro vivo» (ya sabe el lector que la célebre frase es de santa Teresa) y me ha colocado a salvo de la tristeza de intentar armonizar la fe con la razón. Dios las trasciende a las dos. Ninguna disputa teológica sería ya capaz de minar mi certeza en la Realidad última que he experimentado sin intermediarios. Como Eggidio di Assisi, «vi a Dios tan de cerca que perdí la fe». La certeza ha sustituido a la fe para siempre. Puedo descubrir los destellos de la presencia de Dios en la naturaleza creada y en todas las revelaciones religiosas tradicionales. Comprendo, por más, que los místicos que están supeditados a una particular ortodoxia (sea esta cristiana, musulmana, judía o budista) suelen hacer el generoso intento de armonizar su experiencia oceánica y abisal de Dios dentro del marco, siempre necesariamente más estrecho, de su credo particular. Es como pasar un líquido espeso a través de un embudo angosto. Pero los que lo hacen llegan a comprender entonces los altísimos secretos que su propia fe les había propuesto, y los entienden ahora de manera mucho más profunda. Con ello tienden puentes —se lo propongan o no— con sus hermanos de otras persuasiones religiosas. Yo misma he comprendido mejor los secretos de mi propia fe fundacional, que me ha nutrido y formado de una manera decisiva, al tener una seguridad rotunda en torno a la vida trascendente.
Una vez preguntaron a un espiritual que no asistía regularmente a los servicios religiosos de su fe, a despecho de lo profundo de su vida espiritual, por qué no iba al templo. Él contestó tersamente: I’m never not in Church [«Nunca dejo de estar en el templo»]. No hay más que añadir. Para el místico, la vida entera deviene templo. Ya jamás saldremos del amparo protector de lo Sagrado. Como proponía con gran lucidez Raimon Pannikar: «la experiencia mística imprime un carácter indeleble. Por ese motivo […] la mística no tiene, en toda su historia, un solo renegado». La unión transformante, debidamente asumida, marca el alma para siempre. Por eso no existen místicos «arrepentidos».
Tengo sabido por experiencia directa que los más altos maestros espirituales también se suelen haber liberado de la servidumbre estrecha y excluyente de muchos dogmas, circunstancia que solo comparten a solas con su dirigido espiritual. Y digo a solas porque cada persona atraviesa etapas distintas a lo largo de su propio peregrinaje, por lo que no se le puede aplicar la misma regla sin tomar en cuenta la evolución que lleva su alma. Tampoco la misma regla se debe aplicar indiscriminadamente a todas las almas, pues se confundirían si reciben enseñanzas para las que aún no están listas. Hay quienes necesitan una estructura eclesial cerrada durante toda la vida, o durante una larga etapa de la vida. Otros se «gradúan» a una visión más trascendida de la fe. No hay reglas rígidas que apliquen por igual a lo largo de los misteriosos caminos por lo que nos lleva Dios.
Dicho esto, ruego ahora a mi lector avisado que no piense que porque me he de ir respaldando en este libro con los grandes maestros de la vida del alma me atreva a considerarme como uno de ellos. Le suplico que no me lea nunca a la luz de esta venerable tradición de docencia espiritual que iré evocando una y otra vez: no soy nadie para asumir la inmensa responsabilidad de una enseñanza contemplativa propia de teólogos o de maestros espirituales. Lejos de mí esos oficios, que me quedan grandes y que nunca he ejercido. Reitero que lo único que hago en estas páginas es dar testimonio de mi vivencia mística, bien que para poder hacerlo adecuadamente invoque a contemplativos que hayan sido, a su vez, maestros espirituales. Mi escrito no es pues magisterial; es, simple y llanamente, testimonial. «Diré lo que me acaeció»: salvando las inmensas distancias, hago mías aquí las palabras confesionales del Libro de la Vida (XXII, 2) de santa Teresa. Y, eso sí, me comprometo, como ella, a ser fiel a una verdad necesaria: «no diré cosa que no haya experimentado mucho» (Vida XVIII, 7). Por cierto que la Reformadora se asustó de la magnitud de lo que iba confesando, y de ahí que tercie a su severo interlocutor eclesiástico un cauteloso «Mucho me atrevo» (Vida XXI, 4). Tan grande le parecía su propio «atrevimiento», que llegó a ofrecerle su escrito para que lo rompiera. Yo, para bien o para mal, no tengo quien rompa el mío. Solo me rige mi propia conciencia, pero esta es tan exigente como aquellos arduos confesores de los tiempos recios inquisitoriales. Quién sabe aún si más.
Advierto pues que nadie —y yo menos que nadie— merece una gracia mística tan alta, pero aún recuerdo —tutta tremante— cómo fue probar un sorbo de cielo. Y precisamente de ese sorbo de cielo es que paso a dar cuenta ahora.
Accedí al éxtasis de manera inesperada. Me aconteció mientras enseñaba un curso graduado sobre san Juan de la Cruz, es decir, en el ejercicio mismo de mi hondísima vocación docente, y en un espacio particularmente amado, la Universidad de Puerto Rico. Intentaba explicar a los alumnos del seminario cómo el poeta se las arreglaba para comunicar algo de su éxtasis infinito a través del lenguaje, que siempre le resultaba insuficiente. Ya se sabe que este es un problema crucial para todo místico, máxime para el «doctor de las Nadas». A medida que me iba adentrando en los meandros de la escritura sanjuanística con mis estudiantes, me fui sumiendo en un estado de conciencia cada vez más profundo. Fue entonces que comprendí lo que realmente les estaba intentando comunicar con tanto esfuerzo pedagógico. Tan abismal fue el descenso —así precisamente lo sentí, como un abismarse de la conciencia— que lo que entendí allí ya no era articulable con la palabra humana. Lo puedo comparar ahora con lo que debe sentir un músico o un gran poeta en el instante en cúspide de la inspiración artística. Sin duda era un estado más hondo aún que el llamado «síndrome de Stendhal», también denominado como «síndrome de Florencia», «trance» felicísimo de exaltación súbita en el que se nos detona de manera intuitiva e inesperada al mensaje subliminal que la belleza natural o el arte nos ofrecen.
Esta hondísima intuición que experimenté, pese a su carácter inefable, no constituía aún, sin embargo, la experiencia mística. Como recuerda lúcidamente Evelyn Underhill, todos buscamos la Verdad con las herramientas que tenemos a mano, ya sea la razón o la intuición estética. Pero donde el filósofo argumenta y el artista intuye, el místico experimenta. Ya lo he dejado dicho de la mano de san Juan: Dios se comunica «de boca a boca», fruitivamente, y yo, aunque ya había dejado muy atrás el discurrir racional, todavía estaba «intuyendo» el Misterio, no saboreándolo.
Pero he aquí que inmediatamente —sería una fracción de segundos después, aunque no medía el tiempo, porque este ya había dejado de transcurrir para mí— Dios me catapultó a la vivencia inmediata de Su Esencia infinita. Lo sentí como una fuerza inmensa a la que no podía —ni quería— oponer resistencia alguna. El alma dejó de mandar sobre sí misma. Cuando a san Juan le aconteció este «rapto» o «arrobamiento», lo sintió como un vuelo súbito: «volé tan alto, tan alto, que le dí a la caza alcance». En el Libro de su vida santa Teresa tiene mucha dificultad en describir este trance altísimo, y no encuentra palabras para ello: «querría saber declarar con el favor de Dios la diferencia que hay de unión a arrobamiento, u elevamiento, u vuelo que llaman de espíritu, u arrebatamiento, que todo es uno; digo que estos diferentes nombres todo es una cosa, y también se llama ástasi» (Vida XX, 1). También en las Moradas traduce la vivencia de este «éxtasis» o vuelo de espíritu en palabras que aún registran la magnitud de su asombro:
Otra manera de arrobamiento hay, u vuelo de espíritu lo llamo yo […], porque muy de presto algunas veces se siente un movimiento tan acelerado del alma, que parece es arrebatado el espíritu con una velocidad que nos pone harto temor […] ¿Pensáis que es poca turbación estar una persona muy en su sentido y verse arrebatada el alma (y aún algunos hemos leído que el cuerpo con ella), sin saber adónde va, o quién le lleva, u cómo? (Moradas VI, 5,1).
Es obvio que la Reformadora se autoriza, aunque no lo dice directamente, con el éxtasis que san Pablo describe en la segunda Epístola a los Corintios, de la misma manera que yo me atrevo a autorizarme en sus Moradas, porque lo que narra allí es precisamente lo que experimenté. El Apóstol, hijo de la cultura helenística, confiesa que ascendió a un simbólico «tercer cielo», donde escuchó «palabras que al hombre no le es lícito pronunciar». Dicho de otro modo, accedió a un conocimiento trascendente que le resultó del todo inarticulable, por lo que no lo pudo decir. Era, a todas luces, una experiencia distinta de la que tuvo en el camino de Damasco, donde vio la imagen de la Cruz y escuchó la voz «Paulo, Paulo, ¿por qué me persigues?». Esta...

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