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UNA NOCHE DEL MES DE NISÁN
1. Aquel día, Pilato se encontraba en Jerusalén. Había llegado allí —no sabemos exactamente cuándo— desde Cesarea1, capital administrativa de la Judea romana y su residencia habitual, en el noroeste de la pequeña provincia, en la costa mediterránea, casi lindando con Siria.
Caía la tarde, y en una amplia estancia ya dispuesta (Mc 14, 15; Lc 22, 12-13), en la planta superior de una casa que no debía de distar mucho del palacio del gobernador, un grupo de peregrinos, recién llegados también a la ciudad, ponía la mesa. Le debemos a Marcos y a Lucas la conservación de este detalle; evidentemente, un vestigio de memoria oral, transmitido desde un primer núcleo de escritura anterior a los Evangelios, auténtico y precioso en su irrelevancia respecto de los fines de la narración, conservado y transmitido hasta nosotros de la mano de ese primer recuerdo. En el texto de Marcos este particular va unido a un probable desplazamiento de la fecha; pero el error, aun voluntario, se debe al autor y no a la tradición que recoge.
A la cabeza del pequeño grupo, un hombre cuyo nombre, latinizado, sonaba como Iesus Nazarenus. Quienes lo acompañaban habían sido elegidos como sus más fieles discípulos. Era, en efecto, un predicador religioso y un maestro de doctrina y de vida. Aquella sería recordada por siempre como su última cena.
No se ha podido ubicar con seguridad el lugar donde se reunieron los comensales. Una tradición2 que se remonta al siglo IV lo sitúa en la colina de Gareb (la nueva Sión de los cristianos), pero —si ponemos la vista en la secuencia de los acontecimientos— hemos de pensar quizás en una casa más próxima a la rivera del Cedrón, el impetuoso torrente que corría paralelo por un trecho a las murallas. Pilato en cambio residía en el espléndido palacio que hiciera erigir Herodes el Grande, dominando toda la meseta desde su promontorio, en el lado opuesto de la fortaleza Antonia. Por aquel entonces, Jerusalén3 no contaba con más de cuarenta mil habitantes: muchos para un asentamiento antiguo, sobre todo en aquella región; pero las distancias siempre eran pequeñas dentro del recinto de las fortificaciones.
Los historiadores han elaborado complejos cálculos4, incluso astronómicos, para establecer con precisión la fecha de aquella velada. Con toda probabilidad era el año 30, aunque hay quienes proponen otro distinto (sería plausible el 33, menos el 31, y todavía menos los años 32 o 29). El mes, sin lugar a dudas, el de Nisán, según la nomenclatura del calendario judío. El día es bastante controvertido, y depende de un cómputo que tiene a la tradición en desacuerdo: de un lado los sinópticos, y del otro Juan, a quien considero más fiable. En cualquier caso, más que fijar una cronología, la datación tenía valor teológico: servía para situar el acontecimiento que estaba a punto de producirse con respecto a la simbología ritual del calendario judío, en la proximidad inmediata de la Pascua, o coincidiendo exactamente con su celebración. Se trataría probablemente del decimotercer o, aunque resulta menos verosímil, el decimocuarto día del mes (téngase en cuenta que en el calendario judío los días se cuentan de una tarde a otra): para nosotros el 6 de abril, y en consecuencia jueves, aceptando la que me parece la mejor hipótesis.
Era el tiempo del Pésaj y de los Ázimos: festividades importantes, distintas y contiguas, que celebraban el éxodo (y la liberación) de Egipto, y el asentamiento del pueblo elegido en la Tierra Prometida. Como siempre en estas ocasiones, Jerusalén rebosaba de fieles llegados de todas partes de Palestina; no solo de Judea, sino de Samaria, de Idumea, Galilea y también de más lejos. Entonces se multiplicaba la población5: desde época muy remota, la ciudad era el centro espiritual de Israel, y albergaba el reconstruido Templo de Salomón (el denominado «Segundo Templo», que se completó en 515 a. C. según la tradición), ampliado hacía poco, siempre por Herodes. Nadie en condiciones de hacerlo habría renunciado al privilegio de estar allí para las ceremonias. Aquel reducido grupo de seguidores reunidos para cenar con su Maestro era solo un pellizco de una multitud bulliciosa y multiforme.
La religión mosaica era desde hacía mucho el tejido conjuntivo de la identidad judía: una práctica totalizante que tendía a absorber cualquier otro aspecto de la vida, incluida la política, y que propiciaba un fortísimo sentimiento de pertenencia, llegando a la segregación étnica y cultural respecto de las poblaciones vecinas. La Biblia era su centro, con una importancia determinante: para el pueblo de Israel no era tan solo el libro de la revelación teológica, sino de la propia construcción «nacional», a través del pacto con Dios —ninguna otra sociedad tenía algo parecido—. El sentimiento de esta fe tan profunda era la base de una intransigencia identitaria con vetas apocalípticas y con una evidente vocación teocrática (solo Dios puede gobernar Israel), de un vínculo comunitario inexorable y sin concesiones, con una insólita intensidad. De entre las civilizaciones del Mediterráneo antiguo solo Roma, si acaso, había desarrollado un reconocimiento propio tan marcado con respecto al resto de los pueblos itálicos; pero atemperado, en su caso, por una tendencia no menos acentuada (y aparentemente contradictoria) a la inclusión y la apertura. La semejanza entre conquistados y conquistadores era muy intensa y solo anunciaba desgracias: judíos y romanos, un pueblo pequeño y un gran imperio, incluso si en el caso de Roma la religión desempeñó un papel menos pujante en la pervivencia de una autopercepción tan implacable y hemos de mirar en otra dirección para explicar el fenómeno.
Todo hace pensar que para Pilato el desplazamiento desde Cesarea —un trayecto no muy largo: no más de setenta millas— era usual en las festividades, y que formaba parte de sus deberes habituales. Judea no era una provincia muy vasta, pero sí inquieta, recorrida por continuas tensiones y por rumores insurreccionales nunca acallados, donde la presencia romana estaba muy lejos de ser aceptada como en otros lugares del imperio y en el propio Oriente. Pocas décadas después, las diferencias estallarían en una violentísima revuelta, a duras penas sofocada con ríos de sangre: la segunda oleada de la diáspora.
Jerusalén a comienzos del siglo I.
Por ello, era normal que en días delicados como el Pésaj —cuando se concentraban en Jerusalén multitudes que a ojos de los romanos debían de parecer peligrosamente inclinadas a imprevistos arrebatos irredentistas de fanatismo religioso— el prefecto estuviera en su puesto, vigilando y controlando de cerca. Y allí estaba, quizás para administrar también justicia ordinaria. De hecho, para cumplir sus deberes jurisdiccionales, los gobernadores romanos solían desplazarse periódicamente a las principales ciudades del territorio que tuvieran asignado; una práctica que más adelante sería reglamentada rígidamente por la administración imperial y los juristas. Pilato pudo, pues, aprovechar la ocasión para cumplir dos tareas igual de importantes.
En aquella ocasión —ya se trate del año 30 o del 33— no había ninguna amenaza en particular contra el mantenimiento del orden público que pudiera preocuparlo. Todo parecía bastante tranquilo.
Sin embargo, había que prestar mucha atención, y extirpar de raíz cualquier situación de peligro. Pilato sabía muy bien que el contingente militar con el que podía contar en caso de emergencia distaba mucho de ser imponente. A diferencia de la vecina provincia de Siria6, una región mucho más vasta y expuesta, donde había desplegadas hasta cuatro legiones a disposición del legado imperial —la VI «Ferrata», la X «Fretensis», la III «Gallica» y, desde el año 18, la XII «Fulminata»—, probablemente solo estaban destinadas a sus órdenes una unidad de caballería (un «ala I gemina Sebastenorum», más o menos un regimiento) y cinco cohortes de infantería, una de ellas quizás romana y las demás reclutadas sobre el terreno (pero no entre los judíos, exentos del servicio), comandadas por oficiales de origen oriental. Estas tropas se encontraban en gran parte acantonadas en Cesarea. En Jerusalén, en la imponente fortaleza Antonia, a la espalda del Templo, había por lo general tan solo una cohorte (entre quinientos y mil hombres), apoyada por un pequeño destacamento de caballería, a las órdenes de un tribuno y con funciones de policía. Quizás se desplazase a la ciudad alguna unidad de apoyo cuando se encontraba allí el gobernador, acampada en el palacio de Herodes y sus inmediaciones, pero siempre contingentes pequeños: la prudencia desaconsejaba mayores efectivos, que, por tratarse de los lugares sagrados de su culto, habrían sido vistos por los judíos como una provocación injustificada. Por lo demás, la estrategia romana era esta: donde fuese posible, debía bastar con un velo de boato y un puñado de hombres. Gobernar más con el consenso que con las armas.
Para Jesús aquella tampoco era la primera «salida» a Jerusalén (como escribe Juan [Jn 11, 55; también Lc 10, 28]), aunque los sinópticos no recuerden otros viajes. No podemos precisar cuántas veces había estado con anterioridad; además, depende de la duración que le atribuyamos a su vida pública: no menos de dos años y no más de cuatro.
Como quiera que sea, en aquella ocasión se encontraba en la ciudad ya desde el domingo anterior (el comienzo de la semana judía). Llegó allí a lomos de un asno, muy festejado (Jn 12, 12-28; menos explícitos Lc 19, 29-39 y Mc 11, 1-10; más claro Mt 21, 1-11), acogido por una multitud de curiosos y seguidores que cantaban hosannas y empuñaban ramos de palma. Pasó aquellos días predicando en el Templo, midiéndose, debatiendo, incluso enfrentándose: su fama había crecido mucho, y todo lleva a pensar que Jesús era ya un personaje conocido y controvertido en Galilea y Judea, centro de muchas miradas, y no solo entre el pueblo; una figura prominente en el tropel de predicadores, profetas y taumaturgos que, sin descanso, recorrían de punta a punta la Palestina del siglo I, contribuyendo a enfervorizar los anhelos religiosos de sus gentes.
2. Pilato había decidido hacerlo arrestar aquella tarde. Todo debía desarrollarse con una rápida acción por sorpresa, una especie de golpe nocturno. Y no podemos descartar que supervisar la detención fuera precisamente una razón adicional para quedarse en Jerusalén.
¿Cómo llegó a esta decisión?
Está fuera de toda duda que el gobernador estaba al tanto de lo que se preparaba. El desarrollo mismo de los acontecimientos de aquella noche lo confirma, ofreciéndonos (como veremos) una prueba casi directa. Y si bien conviene desconfiar siempre de razonamientos que concluyen con la frase «no podía no saberlo» —por lo general, el último refugio de quien carece de otros argumentos—, en este caso hemos de reconocer que fue justamente así: habría sido imposible que no estuviese informado.
A primera vista parece más difícil, en cambio, confirmar la implicación directa de Pilato en la operación. Es muy verosímil, por no decir cierto, que en origen la idea no fuese suya. Los Evangelios —que en este punto esencial reflejan sin lugar a dudas su fuente común sobre la Pasión— se la atribuyen sin atisbo de duda a la aristocracia sacerdotal judía, y contextualizan su planificación definitiva en los últimos días que Jesús pasó en Jerusalén, cuando sus gestos y sus palabras parecían en muchas ocasiones un desafío abierto a las autoridades religiosas de la ciudad. «Llegó a oídos de los sumos sacerdotes y sus escribas [hace referencia al episodio de los mercaderes expulsados del Templo] y buscaban el modo ...