Los trece malditos bastardos
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Los trece malditos bastardos

  1. 363 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Los trece malditos bastardos

Descripción del libro

La verdadera historia que inspiró las películas 'Doce del Patíbulo' de Robert Aldrich y 'Malditos bastardos' de Quentin Tarantino La 101.ª División Aerotransportada fue la punta de lanza del ejército norteamericano en la invasión de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. La división recibió su bautismo de fuego en el asalto paracaidista previo al desembarco de Normandía y posteriormente estuvo presente en la desdichada Operación Market Garden, el sitio de Bastogne y la batalla de las Ardenas, hasta llegar a los Alpes en su lucha contra los últimos reductos de la resistencia nazi. Los paracaidistas forman las unidades más duras y agresivas contra las tropas alemanas, y entre ellos destacaron por su dureza y agresividad los miembros de la sección de demolición y sabotaje del 506.º Regimiento Paracaidista. Un grupo de soldados indisciplinados y pendencieros en el cuartel que demostraron sobre el terreno las cualidades de los mejores guerreros: valor, adaptación, intuición y moral. Esta es la historia de los trece soldados que formaron el mejor pelotón de combate del ejército norteamericano, y del hombre que los dirigió: Jake McNiece. Sus hazañas, olvidadas durante mucho tiempo y tergiversadas y malinterpretadas por la prensa de la época, forman parte de la leyenda de las Águilas Aulladoras y en ellas se inspiraron películas como Doce del patíbulo y Malditos bastardos. Normandía, la Carretera del Infierno y Bastogne son algunos de los escenarios en los que McNiece y sus compañeros se convirtieron en leyenda.S65

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788416256242
Categoría
Historia

1. Forjando la leyenda

Alistamiento en los paracaidistas

1 de septiembre de 1942
Nunca estuve realmente interesado en la guerra hasta que los japoneses bombardearon Pearl Harbor. En esa época había estado trabajando durante algún tiempo como bombero para el Departamento de Guerra. Pero después de Pearl Harbor se planteó un gran proyecto en Pine Bluff Perkins, a casi cien kilómetros al sur de Little Rock, Arkansas. La Luminous Construction Company estaba edificando cerca de sesenta edificios grandes de almacenamiento en el arsenal.
Debían pagar una multa de diez dólares diarios si no terminaban a tiempo e iban con retraso. Tenían alrededor de doscientos cincuenta hombres de Arkansas, Luisiana y el sur de Misuri trabajando para ellos. Los contratistas no podían sacar demasiado trabajo de esos muchachos o, al menos, no de manera regular. Por eso me llamó mi cuñado, Cam Steele, pensando que yo podría hacer progresos y me preguntó si podía ir y convertirme en el capataz del proyecto. Le dije que lo haría.
Una vez allí me puse a trabajar en el problema y cambié el día de paga al miércoles en lugar del viernes por la noche. Antes, los hombres salían y estaban borrachos durante tres o cuatro días y la mitad de ellos acababan en la cárcel. En consecuencia, no aparecían a trabajar el lunes. Después de cambiar el día de pago, cuando llegaba el sábado, el momento de una noche verdaderamente loca, estaban muertos. Así que volvían al trabajo a tiempo. Trabajé allí hasta que completé el proyecto.
Como bombero estaba totalmente exento del reclutamiento, pero empecé a sentirme incómodo si no ofrecía mis servicios, fueran cuales fuesen. Así que regresé a Ponca City, Oklahoma, para visitar a mi madre y a mi padre durante unos días. Después me metí en algunos problemas en la Blue Moon Tavern en South Avenue.
Salí de juerga por el pueblo un sábado por la noche, mudado y afeitado. Por supuesto, estaba completamente borracho y buscaba problemas. Había un tipo en especial al que quería arreglarle la cara. Ese Tucker y yo siempre habíamos tenido un montón de problemas. Bueno, quería zurrarle con ganas una vez más, pero supe en cuanto pisé su antro que el tipo iba a llamar a los polis. Así que busqué a uno de mis amigos para que me acompañase con su mejor traje. Le debía a Thad algo de dinero. Bueno, entramos con la increíble historia de que se acababa de casar con una squaw osage y que quería pagarle.1 Le pidió a Thad que saliera un momento al coche. Iba a darle un buen trago de whiskey y pagarle.
Bueno, cuando Thad salió al callejón me acerqué a él y empecé a trabajarlo. Lo derribé y utilicé las botas en el callejón de grava. Estaba tan borracho que perdí el equilibrio. Cuando levanté el pie para darle una patada, me tambaleé hacia atrás. Entonces él se puso en pie de un salto y salió corriendo hacia la parte delantera del tugurio. En ese momento cogí una piedra grande del tamaño de una pelota de béisbol y se la lancé. Aún estaba lo suficientemente sereno para lanzar en una línea bastante recta. Le alcancé en la parte trasera de la cabeza y la piedra le arañó la piel. Casi le arranco la cabellera. Cayó a plomo, pero entonces ya podía oír las sirenas que se acercaban al lugar. Los coches patrulla llegaban desde todas las direcciones. Así que pensé: «Tengo que salir de aquí». Entonces salí corriendo y crucé la calle.
Estábamos en 1942 y no había demasiadas casas en la parte norte de South Avenue. Allí los hermanos Hearst tenían un corral muy grande. Así que salté la valla para atravesar el patio de los caballos y huir campo a través. Había empezado a llover. El barro y el estiércol de caballo eran como una sopa que cubría todo el lugar hasta la altura de los tobillos. En la oscuridad casi no podía ver los caballos de color claro. Mientras corría pude evitar a los bayos, los blancos y los grises pero impacté contra uno de los negros y caí en la mierda. Finalmente conseguí escapar y me fui a casa.
Los polis ya habían llegado a nuestra calle y estaban hablando con mi madre y con mi padre para ponerme las manos encima. Mis padres les dijeron que no sabían dónde estaba, así que los polis se fueron. Mis padres se imaginaron que había ocurrido algo bastante serio y me estaban esperando cuando llegué a casa. Los vi a través de la ventana. Estaban en la sala de estar escuchando la radio para ver si podían oír alguna noticia. Así que decidí que iba a deslizarme por la puerta trasera, meterme en la cama y retirarme por esa noche.
Bueno, mi padre dijo al fin:
–Becky, será mejor que nos vayamos a la cama. Ya oiremos algo mañana.
Estaba cubierto de estiércol de caballo y barro. Se me podía oler a un cuarto de manzana de distancia. Así que cuando entraron a la cocina, que se encontraba al lado de su dormitorio, mi padre se detuvo en seco y comentó:
–Becky, creo que Jake ya está en casa.
Me había olido.
En cuanto me desperté a la mañana siguiente, me levanté de un salto y me fui directamente a Oklahoma City. Sabía que si podía alistarme en el ejército, los polis locales ya no tendrían jurisdicción sobre mí, aunque podrían retenerme.
Había crecido en Maysville, Oklahoma, el hogar del famoso piloto Willy Post, y lo había visto lanzarse en paracaídas a finales de la década de 1920. Así que decidí alistarme en los paracaidistas. Ese era el tipo de servicio ideal para mí.
Se trataría de un combate cercano, cuerpo a cuerpo. Un paracaidista tenía que mirar al otro hombre a los ojos mientras luchaba detrás de las líneas. No me importaba el riesgo, pero no quería todo ese rollo de recoger las colillas por los alrededores o la instrucción en orden cerrado. Nunca pude comprender el beneficio de todo eso. Bueno, con el paso del tiempo y a medida que he hablado con más personas que han estado en el ejército, ahora puedo comprender y ver algunas razones para la instrucción en orden cerrado. He enseñado disciplina a un montón de tipos que es posible que tuvieran que cumplir una orden sin hacer preguntas. Este tipo de disciplina tiene algunos aspectos buenos y algunos que son malos. Entre los paracaidistas me parece que era totalmente fútil e inútil, porque teníamos la disciplina para actuar según la misión y las órdenes en ausencia de oficiales. Así que nunca me preocupó toda esa mierda. No quería nada de eso y esa iba a ser la fuente de mis problemas en el ejército.
Así que le dije al reclutador:
–No quiero infantería, tanques o artillería. Quiero ir directamente a los paracaidistas.
El sargento no me dio muchas esperanzas.
–Bueno, bueno, espera un poco. Quiero explicarte una cosa. No lo consigue casi nadie. Un millar de hombres se presentan voluntarios. Seleccionamos a un centenar que están físicamente en condiciones y diez se convierten en paracaidistas. De hecho, tú no eres uno de esos diez e irás a la infantería.
–No tengo ninguna duda ni aprensión de que no sea físicamente capaz de convertirme en paracaidista, así que alístame –le repliqué.
–Sabes que hay un límite de edad para los paracaidistas. ¿Qué edad tienes? –me preguntó.
–Veintidós –respondí.
–Si te pescan mintiendo sobre la edad, no te aceptarán. Te darán una patada en el culo y te enviarán a otras ramas del servicio –me aclaró.
–No estoy mintiendo sobre mi edad. Tengo veintidós –confirmé.
–El límite está en los veintiocho –insistió.
En esa época ya había perdido un montón de pelo y tenía bastantes cicatrices en la cara y la cabeza.
–Es posible que tengas veintidós, pero tu cabeza tiene el aspecto de que la hubieran utilizado para prácticas de lanzamiento de granada y que ya la hubieran empleado en tres cuerpos diferentes –comentó.
Le dije que era la única oferta que iba a aceptar.
Así es como me presenté voluntario para el servicio como paracaidista en septiembre de 1942. Me atraía. Era el tipo de lucha que más me gustaba. No tenía que caminar un centenar de kilómetros antes de empezar. Iba a volar en un C-47 y saltar justo en medio del lío. Más o menos era la habilidad individual lo que iba a decidir si era un éxito o un fracaso.
No era la movilización de las tropas de tierra. El cuartel general situaba una división o un regimiento a unos quince kilómetros detrás del frente. Allí los mantenía durante unos días para que pudieran ver algunas tumbas. Después los acercaban otros tres o cuatro kilómetros al frente donde empezaban a ver a los heridos, el hospital y la mesa de operaciones. A partir de ahí los iban acercando gradualmente hasta que sufrieran el impacto del combate. Eso servía para aclimatarlos. Mientras tanto seguían estando quince kilómetros detrás del frente cuando algún kraut* les disparaba un proyectil del ochenta y ocho que caía justo en medio de todos ellos. No existía ninguna defensa contra el impacto directo de un ochenta y ocho. Los alemanes los localizaban todos bien juntitos en un gran grupo y los bombardeaban. Esos tipos de la infantería estaban bastante indefensos. A mí me parecía que si un tipo me quería matar, querría mirarlo a los ojos. Por eso me alisté en los paracaidistas. Iba a estar delante de él, cara a cara.
Ahora parece difícil de creer, pero los paracaidistas jugaban con ventaja justo en medio del enemigo. Los krauts no podían dejar tanta gente en la retaguardia. Si iba a matar a un montón de alemanes, lo haría con los paracaidistas. En cualquier caso, parecía que un paracaidista siempre tenía un objetivo. Si los alemanes intentaban perseguir a un paracaidista siempre pasaban al lado de otro pelotón o sección de paracaidistas. Así que real y sinceramente jugábamos con ventaja. Era nuestra habilidad personal contra la de los krauts. No iban a bombardearnos desde diez mil pies o iban a lanzarnos gases. Eso era lo que yo quería.
Firmé y...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prefacio
  6. Introducción, Jake McNiece
  7. 1. Forjando la leyenda
  8. 2. Combustible para el mito
  9. 3. Un puente en Normandía
  10. 4. Sobreviviendo en Holanda
  11. 5. Rescate de una división
  12. 6. Final de la guerra
  13. 7. Encuentros
  14. Epílogo, La moraleja de la historia
  15. Oración de un soldado
  16. Notas
  17. Bibliografía
  18. Imágenes
  19. Notas del traductor
  20. Colofón