¿La rebeldía se volvió de derecha?
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¿La rebeldía se volvió de derecha?

Cómo el antiprogresismo y la anticorrección política están construyendo un nuevo sentido común (y por qué la izquierda debería tomarlos en serio)

Pablo Stefanoni

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¿La rebeldía se volvió de derecha?

Cómo el antiprogresismo y la anticorrección política están construyendo un nuevo sentido común (y por qué la izquierda debería tomarlos en serio)

Pablo Stefanoni

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La extrema derecha quiere cambiar el mundo. Y mucha gente está convencida de que eso es lo que el mundo necesita. Con combinaciones de nacionalismo, posiciones antiestado, xenofobia, racismo y misoginia, pero también guiños a la comunidad LGBTI y consignas ecologistas, con un aura de incorrección y novedad que atrae a los jóvenes, las llamadas "derechas alternativas" están protagonizando una revolución en la política occidental: orgullosas, levantan las banderas de la indignación y la rebeldía que eran la marca registrada de la izquierda. El progresismo, mientras tanto, entre el desconcierto y el gesto despectivo, se abroquela en la corrección política y corre el riesgo de volverse parte del statu quo.Trump y Bolsonaro dejaron en claro que es hora de tomarse en serio las ideas de las derechas reaccionarias, aunque parezcan moralmente condenables o ridículas y, sobre todo, de entender cómo su discurso defensivo, sus líderes carismáticos y escandalosos y su provocación constante están logrando representar a muchos de los que se perciben postergados en las sociedades contemporáneas, también en la Argentina. Esa es la propuesta de Pablo Stefanoni en este libro revelador, en el que construye una síntesis histórica de estos movimientos y muestra cómo han ido moldeando a los libertarios contemporáneos y a otras formas híbridas y en principio sorprendentes, como el anarcocapitalismo, el homonacionalismo y el ecofascismo.Con el troleo en las redes como estrategia de guerrilla cultural y el meme como instrumento político, desde foros de internet y videos de YouTube, en plataformas como 4chan y Twitter, estos grupos están convirtiendo el fanatismo subterráneo en distintas formas de adhesión pública cada vez más visible, de la vestimenta al voto, del manifiesto en la web a la acción violenta en las calles, expresiones muchas veces legitimadas por líderes en el poder.Este libro, que viene a llenar un vacío de obras en español sobre el tema, no condena a priori: escucha los argumentos y se pregunta cómo puede la izquierda enfrentar esta revolución antiprogresista. O, dicho de otro modo, cómo puede recuperar la bandera de la transgresión, que con inteligencia le fue arrebatada por esta extrema derecha cool que decidió dejar de habitar en los márgenes.

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Información

Año
2021
ISBN
9789878010533
1. ¿El fantasma de qué derecha recorre el mundo?
“En un salón de baile de un hotel italiano de espectacular opulencia –con sillas de terciopelo rojo, brillantes lámparas de cristal y un techo de vitrales– el movimiento conservador que una vez inspiró a gente de toda Europa, construyó puentes a través de la Cortina de Hierro y ayudó a ganar la Guerra Fría llegó, finalmente, a su fin”. La cita es de la ensayista liberal-conservadora Anne Applebaum, autora de agudos libros sobre la Unión Soviética y Europa oriental bajo el comunismo. Escrito en febrero de 2020 en la revista The Atlantic, el artículo toma un hecho puntual –una conferencia nacional-conservadora reunida en Roma con el pomposo nombre “Dios, honor, país: Ronald Reagan, papa Juan Pablo II y la libertad de las naciones”– para ponerle la lápida al liberalismo conservador republicano, atlantista y partidario de la globalización capitalista, tal como lo conocimos en los años ochenta y noventa del siglo XX. Applebaum no es la única que siente que un grupo de reaccionarios, nacionalistas, e incluso desequilibrados, se apropiaron de aquel legado para desnaturalizarlo. Habrían reemplazado así el viejo liberal-conservadurismo sostenido en gran medida en el poder angloestadounidense y en la voluntad de extender el combo mercado/democracia liberal alrededor del globo, por un tipo de aislacionismo sui géneris –mezclado con la improvisación tosca pero no menos astuta– de un Donald Trump o un Boris Johnson. Hay en estas palabras una añoranza de unos Estados Unidos que buscaban funcionar como garante y escudo de un orden multilateral concertado, de un dominio imperial de tipo “contractual” e “internacionalista”. Reagan podía decir que “hubo algún plan divino que colocó a este gran continente entre dos océanos para ser buscado por aquellos que poseen un amor permanente por la libertad y un tipo especial de coraje”. Trump careció de esa poesía.
¿Estaban velando, en esa reunión de Roma, a un presidente estadounidense y a un papa polaco? Lo cierto es que el encuentro que invocó sus nombres era la segunda conferencia del “nacional-conservadurismo”. Allí estuvieron presentes viejos conocidos de las épocas heroicas de la Guerra Fría: el exescritor de discursos de Reagan, Clark Judge, y el exescritor de discursos de Margaret Thatcher, John O’Sullivan, que ahora funge como cabeza del Instituto del Danubio, cercano al gobierno húngaro. Pero además había varios representantes de las extremas derechas europeas. Dijeron presente, entre otros, Santiago Abascal, el referente de Vox, la fuerza emergente de la extrema derecha española; Marion Maréchal, nieta de Jean-Marie Le Pen; Thierry Baudet, figura de la extrema derecha holandesa; y Viktor Orbán, el primer ministro húngaro que propone una “contrarrevolución cultural europea”, en línea con el polaco Jarosław Kaczyński, tutor de un régimen cada vez más autoritario. Mientras que el italiano Matteo Salvini esquivó la reunión, pese a estar incluido como invitado estrella en el programa, tuvo un lugar central Giorgia Meloni, líder de Hermanos de Italia, partido heredero del posfascista Movimiento Social Italiano, y figura emergente de la extrema derecha vernácula.
Junto a ellos había una fauna variopinta de intelectuales, políticos e integrantes de think tanks. Nacional-católicos, populistas de derecha y referentes de la (extrema) derecha judía acudieron a la cita. En la primera conferencia, celebrada en Washington en 2018, entre los oradores estuvieron el presentador de Fox News Tucker Carlson, y el entonces asesor de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, John Bolton, uno de los arquitectos de la invasión a Irak.
Detrás de divergencias profundas, predominó un discurso en defensa de la “civilización occidental” y del nacionalismo, y se denunció la “dictadura de Bruselas” y las imposiciones de las élites cosmopolitas. Se proyectó una visión del mundo que, en términos del británico David Goodhart, se divide entre los de “algún lugar” (somewheres) y los de “ningún lugar” (anywheres).[4] Uno de los coorganizadores del evento era el escritor israelí Yoram Hazony, autor de The Virtue of Nationalism [La virtud del nacionalismo] y presidente de la Fundación Edmund Burke, quien no ahorra elogios a Benjamin Netanyahu, uno de los líderes “iliberales” que está torsionando, todo lo que puede, la democracia liberal. “Lo que la mayoría de quienes opinan desde los Estados Unidos parece no entender es que, bajo Netanyahu, Israel está mejor que nunca en términos de postura estratégica, relaciones exteriores, economía, demografía, agua y energía. El país ha florecido bajo su liderazgo”, tuiteó Hazony en abril de 2020. En el evento nacional-conservador, apuntó que “en las escuelas estudiamos la Ilustración y no la Biblia, que es donde se encuentra el verdadero [pensamiento] sobre las naciones”. La joven Marion Maréchal señaló, por su parte, que las fuerzas conservadoras y nacionalistas son “el nuevo humanismo de este siglo”, describió a Francia como un país oprimido por la Unión Europea y reivindicó a los somewheres contra los anywheres.
La mayoría de estos nacional-conservadores condena la fase más agresiva de la globalización: el nuevo orden mundial de George H. W. Bush, el Tratado de Maastricht de la Unión Europea, la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia Europa del Este, la introducción del euro y otros elementos de un proceso de tres décadas de rápida globalización que los nacionalistas detestan. Ese cambio de dirección produjo, entre otras cosas, una política exterior “globalista” de los Estados Unidos, una creciente dependencia de las organizaciones internacionales multilaterales, una mayor homogeneidad cultural, una fe renovada en la ideología del libre mercado y una perspectiva agresivamente individualista plasmada en el famoso adagio de Margaret Thatcher: “No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias”. Una frase sacada de contexto, pero reveladora. “Los nacionalistas dicen que quieren redefinir el conservadurismo, pero no están seguros de lo que es”, escribió en tono de burla Mattia Ferraresi, en la revista Foreign Policy, sobre las curiosas afinidades –y promiscuidades políticas– que construye el inconformismo actual (Ferraresi, 2020).[5]
¿Por qué precisamente centrar la conferencia en el expresidente Reagan y en el papa Juan Pablo II, dos líderes de la última época de la Guerra Fría que, por lo general, articulaban los tipos de visiones universalistas y globales con las que los nacionalistas desean romper? Reagan, como recuerda Ferraresi, habló durante toda su vida política de los Estados Unidos como la “ciudad brillante sobre una colina”, un faro de libertad para toda la humanidad, cuyos valores podrían y deberían exportarse a escala mundial. Anota Applebaum (2020):
Si Reagan y Juan Pablo II estaban unidos por algo, era por una gran, ambiciosa y generosa idea de la civilización política occidental, en la que una Europa democrática estaría integrada por múltiples vínculos económicos, políticos y culturales, y se mantendría unida bajo el paraguas de la hegemonía estadounidense.
Hay sin duda una mistificación de este pasado. Como si el nacionalismo nativista de Trump o del británico Nigel Farage, promotor de un hard Brexit, no tuviera también raíces en las coaliciones que Reagan y Thatcher armaron para sostener su “revolución conservadora”. Y como si el racismo y el supremacismo blanco no tuvieran una larga historia en el liberal-conservadurismo estadounidense. Pero no deja de ser cierto que hay puntos de quiebre. A modo de ejemplo: el propio George W. Bush dijo que no había votado por Trump en 2016, y tras la muerte de George Floyd a manos de la policía de Mineápolis en mayo de 2020, el expresidente habló de “racismo sistémico” y sin mencionarlo criticó a Trump por su manejo de la crisis que siguió al asesinato. No eran pocos los republicanos que deseaban deshacerse del presidente. El problema que enfrentaban era que Trump enamoró a las bases republicanas, que ya venían siendo transformadas por los efectos del Tea Party, un movimiento social que buscaba volver a los viejos buenos tiempos del Estado pequeño y la hegemonía blanca de los orígenes de los Estados Unidos, y que funcionó como un poderoso impulso político-cultural contra las élites políticas, incluidas las que estaban al frente del partido del elefante.
Pero quizás hay algo más importante: como me dijo una vez un joven libertario argentino, Reagan y Thatcher eran parte de una generación de políticos anticomunistas “fuertes”. Ese anticomunismo se debilitó, sin duda, tras la caída del Muro de Berlín y esa fuerza se desintegró, básicamente porque también lo hizo el comunismo. No obstante, para una parte de las nuevas derechas radicales, el comunismo ha vuelto bajo la forma del “marxismo cultural” y es necesario retomar esos combates con la misma energía. Reagan podía ser más multilateralista, pero también fue quien dijo, en un famoso video, que la salud pública era una especie de paso previo al comunismo (Reagan, c. 1961). Trump y sus seguidores se dedicaron precisamente a demonizar el Obamacare y la salud pública, mientras que la izquierda de Bernie Sanders hizo del Medicare for All el eje del renacimiento del socialismo democrático estadounidense. “La única operación militar que Reagan ordenó durante su presidencia fue la invasión de Granada, que duró menos de una semana”, le dijo Hazony a Foreign Policy, tratando de saldar las contradicciones. Sobre el Reagan anticomunista no hay dudas, y lo mismo vale para Juan Pablo II.
Quien para muchos nacionalistas habría estropeado todo fue Bush padre y su nuevo orden mundial. Pero en cualquier caso, las fronteras entre estos grupos son porosas, la nostalgia abunda, y a menudo las mezclas ideológicas también. Sin duda, el huracán Trump conllevó un cambio cultural que molestó a los conservadores mainstream y modificó la relación de fuerzas en un contexto más extendido: figuras marginales pasaron a tener cargos públicos, por períodos más o menos fugaces, y medios ubicados en las cloacas de la red lograron una amplificación inédita de su voz. Steve Bannon es un caso emblemático: pasó de Breitbart News, una publicación de extrema derecha adepta a las teorías conspirativas y sin ninguna respetabilidad, a la Casa Blanca y, tras su salida, se fue a Europa a intentar poner en pie el Movimiento, una red de partidos nacional-populistas. Es posible que Bannon sea el “villano ideal”, como lo llamó un artículo en la revista Letras Libres, “un vendedor de sí mismo que supo aprovechar el momento” (Rodríguez, 2019) y que al final de cuentas todos hayamos comprado un poco el personaje que proyecta. Pero no es menos cierto que hoy hay muchos Bannons, que las fronteras entre las derechas nacionalistas “aceptables” y las posfascistas se volvieron más difusas que antaño, cuando los grupos neonazis tenían a su alrededor un cordón sanitario de las fuerzas republicanas y democráticas, y más importante aún, que la victoria de Trump, más allá de los resultados de su gestión y de su fracaso reeleccionista, amplió los márgenes de lo decible para las derechas radicales y legitimó diversas aristas del etnonacionalismo.
¿Extremas derechas 2.0?
¿Cómo denominar a estas fuerzas que ocupan el espacio de la “derecha de la derecha” y que en estas últimas décadas se fueron moviendo desde los márgenes hacia la centralidad del tablero político? Enzo Traverso retoma el término “posfacismo” elaborado por el filósofo húngaro Gáspár Miklós Tamás. Estas nuevas derechas radicalizadas no son, sin duda, las derechas neofascistas de antaño. Es claro que sus líderes ya no son cabezas rapadas ni calzan borceguíes, ni se tatúan esvásticas en el cuerpo. Son figuras más “respetables” en el juego político. Cada vez parecen menos nazis; sus fuerzas políticas no son totalitarias, no se basan en movimientos de masas violentos ni en filosofías irracionales y voluntaristas, ni juegan con el anticapitalismo (Tamás, 2000).
Para Traverso, se trata de un conjunto de corrientes que aún no terminó de estabilizarse ideológicamente, de un flujo. “Lo que caracteriza al posfacismo es un régimen de historicidad específico –el comienzo del siglo XXI– que explica su contenido ideológico fluctuante, inestable, a menudo contradictorio, en el cual se mezclan filosofías políticas antinómicas” (Traverso, 2018: 19). La ventaja del término “posfacismo” es que escapa del de “populismo”, que –como sabemos– es muy problemático, está muy manoseado, incluso en la academia, y mezcla estilos políticos con proyectos programáticos hasta volverse una caja negra donde pueden caber desde Bernie Sanders hasta Marine Le Pen, pasando por Hugo Chávez o Viktor Orbán. Además, logra colocar el acento en la hostilidad de estos movimientos a una idea de ciudadanía independiente de pertenencias étnico-culturales. Sin embargo, un uso extendido de la categoría “posfascismo” presenta el problema de que no todas las extremas derechas tienen sus raíces en la matriz fascista; que las que las tienen, como apunta el propio Traverso, están emancipadas de ella y, quizás más importante, que el término “fascista”, incluso con el prefijo post, tiene una carga histórica demasiado fuerte y, al igual que ocurre con el de “populismo”, combina una intención descriptiva y heurística con su uso corriente como forma de descalificación en el debate político. Jean-Yves Camus propone apelar controladamente al término “populismo” para denominar a estos movimientos “nacional-populistas”, y dar cuenta de los esfuerzos por construir cierto tipo de “pueblo” contra las “élites”, sobre todo las “globalistas”. La desventaja del término es la que ya mencionamos para el populismo en general; su ventaja es que permite acentuar mejor la novedad del fenómeno y enmarcarlo en una reacción más amplia de inconformismo social a escala global. Es evidente que vivimos un momento de expansión de demandas insatisfechas, en términos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que debilitan la hegemonía dominante (Mouffe, 2018). Las nuevas derechas buscan terciar en esa batalla y organizar el sentido común en torno a su visión del mundo. Quizás valga la síntesis del historiador Steven Forti: estaríamos frente a una nueva extrema derecha, o extrema derecha 2.0, que utiliza un lenguaje y un estilo populistas, se ha transformado sustituyendo la temática racial por la batalla cultural y ha adoptado unos rasgos provocadores y antisistema gracias a la capacidad de modular la propaganda a través de las nuevas tecnologías (Forti, 2020).
Quizás podríamos hablar de derechas radicales como se habla de izquierdas radicales (en Europa), como un concepto paraguas para quienes ponen en cuestión el consenso centrista organizado en torno a conservadores democráticos y socialdemócratas. No obstante, como señalamos en la introducción, lo importante, en un escenario gelatinoso que incluye a neoliberales autoritarios, social-identitarios y neofascistas, es saber en cada momento de qué estamos hablando. Es necesario matizar la percepción de que hoy “todo es más confuso”. Es cierto que las “grandes ideas” –o los grandes relatos– ya no están disponibles como ayer y eso hace que se hayan perdido ciertas coordenadas y la brújula ya no siempre marque el norte. Pero eso no quita que la idea de que los ejes izquierda/derecha funcionaban de manera magnífica en el pasado es a menudo pura mitología: todavía hoy no está saldada la discusión historiográfica sobre fenómenos como el nazismo o el fascismo (por otro lado, diferentes entre sí y con fracciones ideológicamente enfrentadas en su interior); en todos los países europeos hubo siempre una fracción de trabajadores que adhirieron a ideas democristianas y otras ideologías no “clasistas”; fenómenos como el gaullismo francés introdujeron sus propias particularidades en el mapa izquierda/derecha; luego vendrían diferentes versiones del ecologismo “ni de izquierda ni de derecha”. Lo que hubo, en todo caso, fue un bipartidismo conservador-socialdemócrata que en algunos países europeos y durante cierto tiempo ordenó las cosas. Por su parte, en los Estados Unidos, los dos grandes partidos articularon diversos tipos de ideologías que se impusieron en uno u otro momento generando hegemonías temporales. Mientras que en la potencia norteamericana ese bipartidismo sigue en pie, en Europa ya parece cosa del pasado. Pero en ambos casos, un tipo de derechas lo erosiona desde adentro y desde afuera.
Como lo expresó Jean-Yves Camus ya en 2011, la emergencia de las derechas populistas y xenófobas introduce una competencia por el control del campo político que la familia liberal-conservadora no había conocido desde 1945. De hecho, en la primera posguerra el centro fue el punto de demarcación entre democracia y totalitarismo, este último representado por el comunismo y el fascismo, incluidas las extremas derechas domésticas (Mondon y Winter, 2020). Los extremos eran vistos como patologías políticas. Y, más allá de los convulsionados años sesenta y setenta, eso continuó así en la mayoría de los países europeos en los que se estabilizó la competencia entre conservadores y socialdemócratas.
Mouffe distingue el populismo de derecha de las extremas derechas autoritarias (entre las que incluye a las protofascistas o a la alt-right). La diferencia sería que, mientras el populismo de derecha da respuestas (xenófobas y reaccionarias) a demandas democráticas, en la constitución de las derechas extremas estas demandas democráticas estarían ausentes.[6] Esta clasificación puede funcionar como una suerte de “tipo ideal”, pero en la práctica resulta difícil separar la paja del trigo. ¿Marine Le Pen es una populista de derecha y Jair Messias Bolsonaro un representante de la extrema derecha autoritaria? ¿Vox se ubicaría en esa segunda categoría mientras que el Partido Popular danés entraría en la primera? Puede ser, pero este clivaje resulta problemático en la práctica, ya que estas corrientes tienen diferentes alas en su interior –por ejemplo, en Alternativa para Alemania co...

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