Dicen que el mañana es el preludio de la ansiedad. Cuando pensamos, actuamos y regimos nuestras acciones en pos de un futuro no muy lejano, estamos inconscientemente colocando el cuerpo y la mente en un estado de alerta previniendo lo que pueda ocurrir. El futuro es lo que tiene, que nunca muestra sus cartas y no podemos saber cómo nos irá la partida.
La mayoría de nosotros pensamos en el mañana, aunque nos jactemos de decir que vivimos el día a día: estudiar para obtener el empleo deseado, ahorrar para tener la casa de tus sueños e incluso pagar un seguro de defunción para cuando llegue el momento. Siempre miramos hacia delante, también es lógico, el pasado, para bien o para mal, ya ocurrió.
No obstante, hay ocasiones en las cuales, aunque tratemos de no adelantarnos en el tiempo, ocurre algo inesperado. Un golpe de suerte, un accidente, un acontecimiento dramático pueden cambiar el devenir de nuestras vidas. Un lugar inadecuado, un momento impreciso, una situación incontrolada harán que el mañana cambie, se transforme o, al menos, no sea como tuvo que haber sido.
Este capítulo rinde un homenaje a todos aquellos niños y niñas que realizaron actos de valor y coraje sin tener en cuenta las posibles consecuencias. Actos que no esperaban nada a cambio. Situaciones que no debieron darse y, sin embargo, se dieron, y dejaron el nombre del protagonista grabado a fuego por los siglos de los siglos.
El lector seguro que recuerda unas impactantes imágenes en las que un hombre desconocido se colocaba frente a una columna de tanques en la plaza de Tiananmen como símbolo de las protestas estudiantiles. Ese gesto convirtió a su protagonista en uno de los 100 personajes más influyentes del siglo XX por la revista Times, y os puedo asegurar que no fue el propósito de nuestro valiente desconocido.
Cientos de ejemplos me vienen a la memoria de personajes ilustres que ayudaron a cambiar el mundo, pero… ¿saben ustedes que hubo multitud de casos donde pequeños héroes transformaron la realidad social, la manera de pensar, de sentir… siendo niños?
Jóvenes que relataron las crueldades de la guerra en las páginas de diarios y, gracias a ellos, hoy en día conocemos las penurias y atrocidades que sufrieron. Niños que soportaron gélidas temperaturas y durmieron a la intemperie para protestar contra el cambio climático o chicos que se rebelaron contra la segregación racial con el coste de sus vidas.
Si desean saber un poco más sobre los niños del mañana, acompáñenme en este viaje a través del tiempo donde las historias que leerán les aseguro que no dejarán indiferente a nadie.
La mano que acaricia al niño es la que rige el mundo.
Paul de Virés
Llega diciembre. Los nervios afloran y los pequeños infantes de la casa nos contagian con su alegría. Es hora de pasar revista y ver si se han portado bien, si han sido buenos estudiantes y un largo etcétera de buenas conductas en cuyo cumplimiento, casualmente, se hace especial hincapié en esta recta final del año. El porqué es muy sencillo: pronto vendrán tres personajes de frondosas barbas que harán de juez y parte en la entrega de los tan ansiados regalos. Pero antes, es necesario saber qué debe ir a cada niño y, para tal menester, los pequeños envían una carta con las exigencias lúdicas a tan magnos y mágicos personajes.
Y aunque el lector crea que la historia que relataré a continuación posee tintes navideños, nada más lejos de la realidad.
Corría el año 1982 cuando un cansado y decrépito anciano llamado Brezhnev dejó de aferrarse al puente de los vivos para dejar paso a otro personaje, no menos cansado y envejecido, llamado Yuri Andropov. Esto no dejaría de ser una vuelta más de la rueda de la vida si no fuera porque ambos dejaban y retomaban respectivamente el gobierno de la que fue una de las naciones más poderosas del mundo, la Unión Soviética.
Brezhnev, así se llamaba el máximo mandatario saliente, dejó su cargo a Andropov como secretario general del partido comunista. Este acontecimiento se vio desde el bloque capitalista como un desafío a la tan frágil paz existente en la Guerra Fría. Los periódicos y las revistas se hacían eco de la noticia y el azar, que en ocasiones hace poco honor a su nombre, hizo que una de ellas cayese en manos de una joven idealista y soñadora.
Samantha, fiel reflejo de la sonrisa, era una niña vitalista y preocupada por lo que acontecía a su alrededor. Su corta edad, apenas 10 años, no hacía justicia a sus preocupaciones y aficiones. Además, escribía cartas. Según cuentan, Samantha le envió una misiva a la mismísima reina Isabel II de Inglaterra contándole que era muy simpática. Precisamente, en la inocencia de un niño es donde radica su grandeza.
El caso es que la carta más importante que escribió en su vida la redactó al ver el artículo de un ejemplar de la revista Times. En él se relataba cómo la escalada bélica iba en aumento y era cuestión de tiempo que se desencadenara una nueva guerra mundial. Alarmada, Smith habló con su madre y le dijo que, si las personas tenían miedo, por qué no escribían una carta preguntando si querrían guerra o no. A lo que la madre le respondió con un tajante: «¿Y por qué no lo haces tú?».
Así que, dicho y hecho, con tan solo diez años le escribió esta misiva al mismísimo Yuri Andropov:
Estimado Sr. Andropov:
Me llamo Samantha Smith. Tengo 10 años. Felicitaciones por su nuevo trabajo. Estuve preocupada pensando en la posibilidad de que Rusia y los Estados Unidos se involucren en una guerra nuclear. ¿Votará por la guerra o no? Por favor, cuénteme cómo ayudará a evitar una guerra. Esta pregunta no la tiene que responder, pero me gustaría saber por qué quieren conquistar el mundo o, al menos, nuestro país. Dios hizo el mundo para que viviéramos juntos en paz y no para pelear.
Atentamente,
Samantha Smith
Solo 10 años —sí, han leído bien— tenía la joven cuando, de su puño y letra, escribió el recadito. Lo que muchos no esperaban, incluso la propia Samantha, es que el destinatario de la carta acabase respondiendo:
Estimada Samantha:
Recibí tu carta, que es una de tantas que me llegaron en este tiempo de tu país y otros países del mundo. (No me digan que no era remilgado).
Me parece —lo infiero por tu carta— que eres una niña valiente y honesta, parecida a Becky, la amiga de Tom Sawyer en el famoso libro de tu compatriota Mark Twain. Este libro es muy conocido y querido por todos los niños en nuestro país.
Dices que estás ansiosa por saber si habrá una guerra nuclear entre nuestros países. Preguntas si estamos haciendo algo para evitar la guerra.
Tu pregunta es la más importante de las que se puede hacer cualquier persona inteligente. Te responderé seria y honestamente.
Sí, Samantha, nosotros en la Unión Soviética tratamos de hacer todo lo posible para que no haya guerras en la Tierra. Esto es lo que quieren todos los soviéticos. Esto es lo que nos enseñó el gran fundador de nuestro Estado, Vladimir Lenin.
El pueblo soviético sabe muy bien cuán terrible es la guerra. Hace 42 años, la Alemania nazi, que buscaba dominar el mundo entero, atacó a nuestro país, quemó y destruyó miles de nuestros pueblos y villas, mató a millones de hombres, mujeres y niños soviéticos.
En esa guerra, que terminó con nuestra victoria, fuimos aliados de los Estados Unidos: juntos peleamos por la liberación de mucha gente de los invasores nazis. Supongo que sabrás esto por tus clases de historia en la escuela. Hoy ansiamos vivir en paz, comerciar y cooperar con nuestros vecinos de esta Tierra con los cercanos y los lejanos—. Y, por supuesto, con un gran país como es Estados Unidos.
En Estados Unidos y en nuestro país hay armas nucleares, armas terribles que pueden matar a millones de personas en un instante. Pero no queremos que sean jamás usadas. Por eso, precisamente, la Unión Soviética declaró de forma solemne por todo el mundo que nunca —nunca— será la primera en usar armas nucleares contra ningún país. En general, nos proponemos detener su futura producción y proceder a la destrucción de todos los arsenales existentes.
Me parece que esta es suficiente respuesta a tu segunda pregunta: ¿Por qué quieren hacerle la guerra al mundo o, al menos, a nuestro país? No queremos nada parecido. Nadie en nuestro país ni trabajadores ni campesinos ni escritores ni doctores ni grandes ni chicos ni miembros del Gobierno— quiere una guerra grande o chiquita.
Queremos la paz hay cosas que nos mantienen ocupados: sembrar trigo, construir e inventar, escribir libros y volar al espacio—. Queremos la paz para nosotros y para todos los pueblos del planeta. Para nuestros niños y para ti, Samantha.
Te invito, si tus padres te lo permiten, a que vengas a nuestro país; el mejor momento es este verano. Podrás conocer nuestro país, encontrarte con otros niños de tu edad, visitar un centro internacional de la juventud (Artek) a orillas del mar. Y verlo con tus propios ojos: en la Unión Soviética, todos quieren la paz y la amistad de los pueblos.
Gracias por tu carta. Jovencita,
te deseo lo mejor.
Y. Andropov
La respuesta supuso tal revuelo mediático que la joven Samantha se convirtió en un icono del activismo. Multitud de simposios, conferencias, encuentros… contaban con la joven como referencia mundial en el activismo pacífico. En uno de ellos en Kobe, Japón, contó que, si los líderes de la URSS y de los EE. UU. intercambiaran a sus sobrinos varios días en el país del otro, sería la mejor manera de no tirar jamás una bomba.
Pero como la vida no es un cuento, no siempre tiene final feliz. Samantha falleció en un accidente de avión junto a su padre. Las teorías conspiratorias afirmaron que tanto uno como otro bando fueron los culpables de tan terrible percance. Posteriormente, se demostró que el accidente no fue una trama y que el destino se encapricha con quien no debe.
Aquí termina la historia de Samantha, la niña que nos dejó el mejor regalo en forma de carta.
Todos quieren la paz y, para asegurarla,
Fabrican más armas que nunca.
(Antonio Mingote)
Uno que ya pinta canas recuerda con cariño aquel juego en el que varios niños se escondían y el que se la quedaba o llevaba debía poner todo su empeño en encontrar a los demás. Generalmente, ganaba el más rápido ya que, aunque fueras capaz de encontrar a alguien, debías volver al punto de origen y ratificarlo. Así que o te apresurabas o volvías a quedártela.
Este divertido juego que hacía las delicias de pequeños y mayores era una manera idónea de pasar el rato. A no ser que una buena mañana llegase una carta a tu casa diciendo que tu hermana debía partir para trabajar en un campo alemán, justo en el momento en el que se identificaba con una estrella amarilla a todo judío de a pie. Y sí, aunque el mercado laboral no estaba para rechazar ofertas, me da a mí que este no era precisamente una buena oportunidad laboral.
El bueno de Otto Frank, cabeza de familia, desconfiaba del ofrecimiento y se llevó a su prole a un refugio, también conocido como «la casa de atrás», situado en un edificio de oficinas y almacenes en Ámsterdam.
Así fue como nuestra pequeña Annelies Frank, mundialmente conocida como Ana Frank, se...