Crítica de la razón negra
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Crítica de la razón negra

Ensayo sobre el racismo contemporáneo

Achille Mbembe

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Crítica de la razón negra

Ensayo sobre el racismo contemporáneo

Achille Mbembe

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Tres momentos marcan la biografía de este vertiginoso ensamblaje. El primero es el despojo llevado a cabo durante la trata atlántico entre los siglos XV y XIX, cuando hombres y mujeres originarios de África son transformados en hombres-objetos, hombres-mercancías y hombres-monedas de cambio. Prisioneros en el calabozo de las apariencias, a partir de ese instante pasan a pertenecer a otros. Víctimas de un trato hostil, pierden su nombre y su lengua; continúan siendo sujetos activos, pese a que su vida y su trabajo pertenecen a aquellos con quienes están condenados a vivir sin poder entablar relaciones humanas.El segundo corresponde al nacimiento de la escritura y comienza hacia finales del siglo XVIII cuando, a través de sus propias huellas, los Negros, estos seres-cooptados-por-otros, comienzan a articular un lenguaje propio y son capaces de reivindicarse como sujetos plenos en el mundo viviente. Marcado por innumerables revueltas de esclavos y la independencia de Haití en 1804, los combates por la abolición de la trata, las descolonizaciones africanas y las luchas por los derechos civiles en los Estados Unidos, este período se completa con el desmantelamiento del apartheid durante los años finales del siglo XX.El tercero, a comienzos del siglo XXI, es el de la expansión planetaria de los mercados, la privatización del mundo bajo la égida del neoliberalismo y la imbricación creciente entre la economía financiera, el complejo post-imperial y las tecnologías electrónicas y digitales.

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Información

Editorial
Ned Ediciones
Año
2016
ISBN
9788494236457
1
EL SUJETO DE RAZA
En las páginas que siguen se tratará, pues, sobre la razón negra. Con este término ambiguo y polémico lo que se pretende es designar varias cuestiones al mismo tiempo: diversas figuras del saber; un modelo de extracción y de depredación; un paradigma de dependencia y las modalidades para superarla; y finalmente un complejo psico-onírico. Esta especie de gran jaula, que en realidad es una compleja red de desdoblamientos, de incertidumbres y de equívocos, tiene a la raza como armazón.
De la raza o del racismo sólo se puede hablar a través de un lenguaje fatalmente imperfecto, gris, inadecuado. Basta con decir, por el momento, que se trata de una forma de representación primaria. Y que al ignorar la distinción entre el fuera y el dentro, entre el envoltorio y su contenido, remite ante todo a los simulacros de la superficie. Llevada a lo profundo, se transforma enseguida en un complejo perverso generador de miedos y tormentos, de conflictos en el pensamiento y de terrores, pero, sobre todo, de una infinidad de sufrimientos y catástrofes. En su dimensión fantasmagórica, la raza es una figura de la neurosis fóbica, obsesiva y, en ocasiones, histérica. Por lo demás, es eso lo que se garantiza a través del odio, la manipulación del pavor y la práctica del altruicidio. Es decir, es lo que se logra al constituir al otro no en semejante-a-sí-mismo, sino en un objeto amenazador del que mejor protegerse, deshacerse o al que simplemente habría que destruir para asegurar su dominación total.26 Sin embargo, como precisaba Frantz Fanon, la raza es también el nombre que hay que darle al amargo resentimiento, al deseo irreprimible de venganza e, inclusive, a la rabia de quienes, víctimas del sometimiento, con mucha frecuencia se ven obligados a sufrir numerosas injurias, toda suerte de violaciones y humillaciones, así como innumerables heridas.27 En este libro se indagará la naturaleza de ese resentimiento. Al mismo tiempo, se pondrá el acento en aquello que constituye la raza, en su profundidad a un mismo tiempo real y ficticia; en las relaciones en que se expresa y en cómo actúa a través del gesto que consiste —como ocurrió históricamente con la gente de origen africano— en disolver la persona humana en la cosa, el objeto o la mercancía.28
1.1. Fabulación y clausura del espíritu
Adoptar el concepto de raza así descrito podría causar sorpresa. A decir verdad, la raza no existe como acontecimiento natural, físico, antropológico o genético.29 Sin embargo, tampoco se trata únicamente de una ficción útil, una construcción fantasmática o una proyección ideológica cuya función es la de desviar la atención de conflictos considerados más verdaderos —la lucha de clases o la lucha entre los sexos, por ejemplo—. En muchos casos, es una figura autónoma de lo real cuya fuerza y densidad obedecen a su carácter extremadamente móvil, inconstante y caprichoso. Por lo demás, no hace tanto tiempo el orden del mundo estaba aún fundado a partir de un dualismo inaugural que se justificaba parcialmente en el viejo mito de la superioridad racial.30 En su ávida necesidad de mitos destinados a instaurar su potencia, el hemisferio occidental se consideraba el centro del globo, el país natal de la razón, de la vida universal y de la verdad de la humanidad. «Barrio más civilizado del mundo», Occidente había inventado un «derecho de gentes», del mismo modo que llegó a constituir una sociedad civil de naciones entendida como un espacio público de reciprocidad jurídica. Occidente por sí sólo vino a promover una idea del ser humano poseedor de derechos civiles y políticos capaz de desarrollar sus poderes privados y públicos como persona, como ciudadano perteneciente al género humano y, como tal, comprometido con todo lo humano propiamente dicho. Por sí mismo, codificó una gama de hábitos aceptados por diferentes pueblos que comprendían rituales diplomáticos, leyes de guerra, derechos de conquista, moral pública y buenas costumbres, así como técnicas de comercio, de religión y de gobierno.
El resto —figura paradigmática de lo disímil, de la diferencia y del poder puro de lo negativo— constituía la manifestación por excelencia de la existencia objetual. África, en general, y el negro, en particular, se presentaban como símbolos cabales de esta vida vegetal y restringida. Figura paradigmática de toda figura y, en consecuencia, esencialmente infigurable, el negro era el ejemplo perfecto de este ser-otro, extremadamente trabajado por el vacío y cuyo negativo había logrado finalmente penetrar en todos los ámbitos de la existencia —la muerte del día, la destrucción y el peligro; la innombrable noche del mundo—.31 Con respecto a tales figuras, Hegel afirmaba que eran estatuas sin lenguaje ni consciencia de sí; entidades humanas incapaces de desembarazarse definitivamente de la figura animal a la que estaban unidos. En el fondo, en ellos era algo natural dar cobijo a lo que ya estaba muerto.
Esas figuras constituían la marca de los «pueblos aislados y no-sociables que, en su odio, se combaten a muerte», se descuartizan y se destruyen como los animales —una suerte de humanidad de vida titubeante y que, al confundir devenir-humano y devenir-animal, termina ella misma teniendo una consciencia «desprovista de universalidad».32 Otros, más caritativos, admitían que tales entidades no estaban totalmente desprovistas de humanidad. En estado de sueño, esta humanidad aún no se había aventurado en lo que Paul Valéry llamaba «la distancia sin retorno» y, por ello, aún era posible «elevarla». Una carga semejante no confería en absoluto el derecho de abusar de su inferioridad. Al contrario, estaban obligados a ayudarla y protegerla.33 Esto es lo que hizo de la empresa colonial una obra fundamentalmente «civilizadora» y «humanitaria» cuya violencia, que era su corolario, naturalmente no podía ser otra cosa más que violencia moral.34
En la manera de pensar, clasificar e imaginar mundos lejanos, tanto el discurso europeo erudito como el popular apelaron a procesos de fabulación. Al presentar como reales, ciertos y exactos hechos a menudo inventados, el discurso europeo esquivó «la cosa» que pretendía comprender y mantuvo con ésta un vínculo fundamentalmente imaginario, al tiempo que pretendía desarrollar conocimientos destinados a dar cuenta de ella de forma objetiva. Las cualidades principales de esta relación están lejos de dilucidarse completamente, pero son suficientemente conocidos en la actualidad los procesos por los cuales el trabajo de fabulación y sus efectos de violencia pudieron tomar forma. De hecho, hay muy poco que agregar a este respecto. Pero si hay un objeto y un lugar en los que esta relación imaginaria y la economía ficcional que la sostiene se revelaron de la manera más brutal, distintiva y manifiesta posible, es justamente en ese signo que se denomina el negro y, por añadidura, en ese aparente fuera-de-lugar que se llama África cuya característica principal es no ser ni sustantivo común ni, mucho menos, nombre propio, sino la marca de una ausencia de obra.
Es cierto que no todos los negros son africanos ni todos los africanos son negros. De todos modos, no tiene la menor importancia de dónde son. Considerados como objetos de discurso y de conocimiento, África y el negro, desde los comienzos de la Edad Moderna, lograron hundir en una crisis aguda tanto a la teoría del nombre como al estatus y a la función del signo y de la representación. Por otra parte, exactamente eso mismo ocurrió también con la relaciones entre el ser y la apariencia, la verdad y lo falso, la razón y la sinrazón, e inclusive con la relación entre el lenguaje y la vida. En efecto, cada vez que se ha tratado de negros y de África, la razón, arruinada y vacía, se volvió siempre sobre sí misma y, muy a menudo, terminó hundiéndose en un espacio aparentemente inaccesible donde el lenguaje había sido fulminado e incluso las palabras carecían de memoria. Con sus funciones básicas desactivadas, el lenguaje se transformó en una máquina fabulosa cuya fuerza procede a la vez de su vulgaridad, de un formidable poder de violación y de su proliferación indefinida. Aún hoy, cuando se trata de África y del negro, la palabra no siempre representa a la cosa; lo verdadero y los falso se vuelven inextricables entre sí y la significación del signo no siempre se adecua a la cosa significada. El signo no solamente reemplaza a la cosa: a menudo, la palabra o la imagen tienen poco que decir con respecto al mundo objetivo. El mundo de las palabras y de los signos se ha autonomizado a tal extremo que no sólo se transformó en una pantalla que registra plenamente al sujeto, su vida y las condiciones de su producción, sino también en una fuerza propia capaz de liberarse de cualquier anclaje en la realidad. Que esto sea así debe atribuirse en gran medida a la ley de la raza.
Sería erróneo suponer que se ha dejado definitivamente atrás ese régimen cuyas escenas originarias fueron el comercio negrero, la colonia de plantación o simplemente la colonia de extracción. En estas pilas bautismales de nuestra modernidad, por primera vez en la historia de la humanidad, el principio de raza y el sujeto del mismo nombre fueron obligados a trabajar bajo el signo del capital. Y es esto, precisamente, lo que distingue a la trata de negros y a sus instituciones de otras formas autóctonas de servidumbre.35 En efecto, entre los siglos XIV y XIX, el horizonte espacial de Europa se amplió considerablemente. Poco a poco, el Atlántico comenzó a transformarse en el epicentro de una nueva concatenación de mundos, el lugar del que emerge una nueva consciencia planetaria. Este acontecimiento es una continuación de las anteriores tentativas de expansión europeas hacia las islas Canarias, Madeira, Azores y las islas de Cabo Verde; expansión que se traduce en...

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