Bullying
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Bullying

Una falsa salida para los adolescentes

José Ramón Ubieto, José Ramón Ubieto

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Una falsa salida para los adolescentes

José Ramón Ubieto, José Ramón Ubieto

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Los adolescentes olvidan sus juguetes infantiles para vérselas con una nueva pareja: su cuerpo sexualizado que les produce extrañeza y los inquieta. Es allí donde la tentación del bullying aparece como una falsa salida: manipular el cuerpo del otro bajo formas diversas (ninguneo, agresión, exclusión, injuria) les permite poner a resguardo el suyo.

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Información

Editorial
Ned Ediciones
Año
2016
ISBN
9788494442476
Categoría
Pedagogía
VIII
RESPUESTAS AL ACOSO
«La escuela secundaria, empero, ha de cumplir algo más que abstenerse simplemente de impulsar a los jóvenes al suicidio: ha de infundirles el placer de vivir y ofrecerles apoyo y asidero en un período de su vida en el cual las condiciones de su desarrollo los obligan a soltar sus vínculos con el hogar paterno y con la familia. Me parece indudable que la educación secundaria no cumple tal misión, y que en múltiples sentidos queda muy a la zaga de constituir un sucedáneo para la familia y despertar el interés por la existencia en el gran mundo. No es ésta la ocasión de plantear la crítica de la educación secundaria en su estado actual; séame permitido, sin embargo, destacar un único factor. La escuela nunca debe olvidar que trata con individuos todavía inmaduros, a los cuales no se puede negar el derecho de detenerse en determinadas fases evolutivas, por ingratas que éstas sean. No pretenderá arrogarse la inexorabilidad de la existencia; no querrá ser más que un jugar a la vida.»
Sigmund Freud, Contribución al suicidio (1914)
Si consideramos el acoso como una manifestación de la agresividad y de las dificultades en el vínculo educativo, y por tanto, como un síntoma de un impasse de la palabra, ligado al tratamiento del cuerpo y a los factores ya analizados (autoridad, mirada, semblantes sexuales y desamparo), el abordaje forzosamente deberá apuntar a ese impasse. En este capítulo abordaremos, pues, las respuestas al bullying desde la perspectiva de sostener una conversación con los adolescentes en la que el cuerpo, que los perturba y les habla, se sitúe en el centro de esa conversación.
Sabemos que el acoso a menudo es un proceso de larga duración en el que podemos distinguir un período inicial (final de la infancia), en el que la agresión y el malestar permanecen ocultos a los ojos del profesorado y se va tramando (pubertad). Luego adviene una segunda etapa (adolescencia), en la que eclosiona más abiertamente y donde la intervención de los adultos genera cambios, pero sin evitar en muchos casos la continuación del acoso.
En ese momento, a menudo los profesores reciben mensajes como «mejor no hablar de ello en público» o «no hagas nada», «no se lo digas a nadie porque será peor», a través de los cuales el alumno acosado manifiesta su temor a mayores represalias si el asunto sale a la luz. A ello se añade la aparición de renovadas amenazas que anuncian «ya te pillaremos en la calle o en otro lugar».
De modo general, los docentes entrevistados coinciden en la idea de que «muchas veces el profe es el último en enterarse…». Y aunque en realidad se trata de una exageración, lo que sí es cierto es que cuando el primer profesor se entera ya ha habido un largo recorrido de sufrimiento por parte del alumno y un montón de acciones y confabulaciones por parte de los compañeros, de tal modo que no es extraño que aparezcan casos en secundaria, que empezaron a gestarse cuando los alumnos estaban en 5º o 6º de primaria.
En este sentido, ellos mismos destacan la importancia de hablar mucho más con los alumnos y sobre todo de forma más personalizada, de manera que resulte más fácil detectar y saber sobre el malestar. Sin embargo, llama la atención que este desconocimiento durante largo tiempo ocurra también en centros en los que se da importancia a la actuación tutorial. Centros en los que se desarrolla incluso algún tipo de actividad que podría entenderse como preventiva.
Los padres también coinciden en que esta conversación permite detectar las señales del malestar del hijo/a: «verlo apagado, que no te cuenta las cosas como antes, que tenga pesadillas, que no pueda dormir». Para ello es importante tener en cuenta que el chico/a dé su opinión sobre las actuaciones que se vayan haciendo. «El chico es el protagonista. Va cogiendo fuerzas a medida que los padres van haciendo cosas. En la adolescencia todas las actuaciones han de estar consensuadas con él». En este sentido coinciden otros padres: «Que sienta que elige».
Los ritos de paso hoy pasan por la palabra
Todos estos testimonios nos hacen pensar en cómo el tránsito adolescente, donde la relación al otro y al cuerpo se reordena, requirió siempre de ritos de paso. En las sociedades tradicionales esos ritos estaban codificados bajo formas estándares que preveían para cada cual su lugar y su función en el ritual (Van Gennep, 2008). Había, pues, un cálculo colectivo en el que el sujeto tomaba parte, exponiéndose a las pruebas, y recibiendo al final un beneficio en términos de identidad sexual e inclusión social.
Hoy esos ritos de paso siguen vigentes pero han modificado sus formas y también, en parte, su función, ya que el orden simbólico que los contextualizaba también ha variado.32 El sujeto ha tomado parte más activa —ya que los ritos están menos codificados y eso le proporciona un mayor margen—, pero en cambio sus beneficios identitarios (sexuales y sociales) son más inestables, lo que otorga una cierta fragilidad al procedimiento.33
Los ritos actuales tienen esa marca de lo instantáneo, propia de nuestra civilización: viaje fin de curso en interrail, carné de conducir, uso del cuarto como un lugar éxtimo a lo familiar, fiesta de los 18 años, épica de la inmigración. El vagabundeo de los jóvenes de la calle puede pensarse también como un errar iniciático, un laboratorio donde afrontar la prueba de la existencia a través de la exposición a peligros fuera de lo familiar. A falta de los límites externos claros, el joven explora los suyos: sexuales, drogas, tatuajes. Todas estas pruebas implican la trasgresión y la violencia al tiempo, ya que no es posible pensar el paso sin corte, sin discontinuidad con lo infantil.
¿Debemos, pues, persistir en una mirada nostálgica sobre esa crisis de los ritos (no exentos de peligros y violencia) o tratar en cambio de captar su posible uso actual? Parafraseando a Jacques Lacan podemos prescindir de los ritos de paso a condición de servirnos de ellos, ya que el valor de rito no lo da la ceremonia ni el mito, sino su operatividad. La prueba, por la muerte (simbólica), del valor humano (conductas ordálicas o de supervivencia) termina por producir sentido cuando el sufrimiento que implica se convierte en factor de lazo social y por tanto de inclusión social.
Uno de los cambios más significativos entre esas sociedades tradicionales y la nuestra es la función de los profesionales como elementos destacados del conjunto. En cierto modo sustituyen, como maestros de ceremonia, a otras figuras anteriores: sacerdotes, hechiceros, maestros, próceres, de las que toman algunas referencias, si bien no todas.
Es por esto que vale la pena que nos interroguemos acerca de nuestra función como acompañantes de esas crisis adolescentes que también toman cuerpo en los fenómenos de acoso escolar. ¿En qué medida podemos intervenir?, y sobre todo ¿de qué manera hacerlo? ¿Qué uso posible podemos hacer de las instituciones en las que trabajamos? ¿Cómo mostrar, en definitiva, nuestra utilidad social como interventores (educación, salud, atención social)?
En la modernidad la vida era corta y lo importante era la familia. Ahora que se alarga, cuenta más el individuo, y la familia se pone a su servicio y pasa a estar más pendiente de sus necesidades, lo que incluye en ocasiones el retraso de la emancipación y cierta sobreprotección parental. Antes el rito tramitaba el paso para mantener la tradición a la que el adolescente se incorporaba. Eso ya de por sí justificaba el rol de iniciador del adulto. Lo ejemplar iniciático proponía una repetición y modelado del padre fundador. Aquí los aprendices recibían el legado de los maestros a los que iban a suceder, se trataba de conservar la tradición.
Hoy esa garantía que el padre hacía suya, como vimos anteriormente, ya no funciona, y la confianza no viene de suyo. Lo que viene en el lugar de ese padre líquido es una pluralización de figuras educativas, terapéuticas, familiares. Ya no se educa a un adolescente en solitario porque, además de esas referencias adultas, hay un competidor hostil que es el mercado, el cual no cesa de ofrecer mensajes y estímulos.
Por eso, la posición de los adultos es más que nunca clave en la salida de ese túnel que el adolescente perfora. Nosotros como adultos de proximidad, docentes, padres, psicólogos, trabajadores sociales, tenemos un par de obligaciones:
  1. 1. Debemos tomarnos en serio el valor de enunciación particular de la palabra del adolescente, la singularidad de su «serpenteo» (Pierce): ese trabajo del presentimiento al acto que implica cierto movimiento ondulatorio para no ser rápidamente succionado. Si consideramos que los adolescentes son «los nuevos», como los llamaban los griegos, la pregunta para los padres y los docentes, los adultos en general, es cómo hacemos para darles su oportunidad frente a lo nuevo, que nosotros, los adultos, desconocemos y que ellos no pueden localizar ni nombrar de inmediato. Para ellos no se trata tanto de desconocimiento como de un encuentro con un real que irrumpe y para el que no han encontrado aún la manera de decir(se)lo. A fin de cuentas, y siguiendo en esto a Hanna Arendt (2003), los niños comparten con los inmigrantes esa condición de llegar a un lugar en el que nunca antes habían estado: «el mundo en el que se introduce a los niños sólo es nuevo para los que acaban de entrar en él como inmigrantes».
  2. 2. Al mismo tiempo, hacer el duelo del valor libidinal que tenían, en tanto hijos o alumnos, para nuestro narcisismo, que a partir de entonces deberemos alojar en otro lugar. Ya no seremos más el profesor querido, el padre amado o el profesional admirado que fuimos hasta entonces. Ahora nuestro rol se cuestionará desde el principio, y a veces con toda la crudeza posible, dejaremos de merecer el respeto por nuestras insignias y tendremos que re-conquistarlo por otros medios.
Los maestros cumplen una función básica porque con su buen hacer permiten verificar —en su encuentro con el adolescente— el alcance de su interés por su deseo (presentimiento). Le ayudan a captar, con idas y venidas, su apuesta por encontrar la salida y no quedarse a repetir el destino de los padres, a veces funesto. Si el maestro desfallece en su deseo y abandona, puede hacer imposible el acceso al saber del adolescente. El maestro le permite al adolescente hacer con un padre, tal como nos recordaba Freud en sus escritos sobre adolescentes.
La dificultad de este acompañamiento es que radica en una paradoja: para separarse (separare: volver a nacer) hay que ejercer un rechazo, que en realidad esconde una tentativa de alojarse en ese Otro y encontrar un uso posible que funcione como límite, para no t...

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