La vida con Lacan
Hubo un tiempo en que yo creía haber comprendido el ser interior de Lacan. Creía tener una especie de percepción de su relación con el mundo, un acceso misterioso a un lugar íntimo del que emanaba su relación con los seres y las cosas, también con él mismo. Era como si me hubiera deslizado en su interior.
Este sentimiento de comprenderlo desde el interior iba acompañado de la impresión de ser comprendida, en el sentido de estar todo mi ser incluido en su comprensión, cuyo alcance me sobrepasaba. Su espíritu —su grandeza, su profundidad—, su universo mental, incluía al mío como una esfera contiene a otra más pequeña. Descubrí una idea parecida en la carta en la que Madame Teste habla de su marido. Al igual que ella, yo me sentía transparente para Lacan, convencida de que él tenía un conocimiento absoluto sobre mí. No tener nada que disimular, ningún misterio que esconder, me daba una completa libertad con él, pero no solamente eso. Una parte esencial de mi ser la depositaba en él, que era su guardián, no cargaba yo misma con ella. Viví a su lado durante años en medio de esta levedad.
Un día, no obstante, él estaba manipulando uno de aquellos nudos que le daban tanto trabajo y de repente me dijo: «¿Ves esto? ¡Eres tú!». Yo era, como cualquiera, sin importar quién, lo real que escapaba a su control, que le causaba tanto sufrimiento. De pronto me asaltó la idea de aquello que en mí se le resistía como sólo lo real resiste.
Cuando digo «su ser», ¿qué quiero decir? Su particularidad, su singularidad, lo que en él era irreductible, su peso de real. Cuando hoy intento captar otra vez aquel ser, me vuelve a atrapar su poder de concentración, su concentración casi permanente en un objeto de pensamiento que nunca soltaba. Con el paso del tiempo, él mismo se había simplificado en extremo. En cierto modo, ya no era más que eso, esa concentración en estado puro. Concentración que se confundía con su deseo volviéndolo tangible.
Yo la veía también en su forma de caminar, inclinado, con la cabeza por delante, como llevado por su propio peso, recuperando el equilibrio a cada paso. Pero en esta misma inestabilidad, uno podía percibir su determinación, que no se apartaría ni un centímetro de su camino. Que llegaría hasta el final, siempre en línea recta, sin hacer caso de los obstáculos que parecía ignorar y que en todo caso no le inspiraban consideración alguna. Le gustaba recordar a todo el mundo que era un Aries.
La primera vez que le vi caminar fue por los senderos de Cinque Terre en Italia, a los que —en agosto y a pleno sol— arrastraba a la gente de su entorno, que no osaba protestar. Él caminaba por delante, con una determinación feroz. No importaba el riesgo de insolación, ni para él ni para los demás. Íbamos de un pueblo costero a otro por las colinas que se elevan junto al mar y volvíamos en tren.
Aquel verano, él hacía esquí náutico en la pequeña bahía de Manarola. Agarrado con fuerza a la cuerda y sin salirse de la estela del barco, allí tampoco se desviaba. Luego, en el invierno del mismo año, en las laderas de Tignes, no parecía saber hacer otra cosa más que schuss. Esto le había costado fracturarse una pierna algunos años antes. Fue entonces cuando Gloria, su secretaria, empezó a trabajar para él. La inmovilización le enfurecía y su mal humor recaía en la pobre Gloria, que acabó perdiendo la paciencia. Un día, mientras estaba tendido en la cama, ella agarró su pierna escayolada, la levantó y la dejó caer de forma brusca. Estupefacto ante aquella mujer que no se dejaba intimidar, Lacan cambió súbitamente de tono y se dirigió a ella con un repentino interés, preguntándole por sus orígenes, por su historia. Aquel día se creó entre ...