¿Por qué ser médico hoy?
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¿Por qué ser médico hoy?

Puentes entre la formación y la práctica de la medicina

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¿Por qué ser médico hoy?

Puentes entre la formación y la práctica de la medicina

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"Estudiar y ejercer la medicina ha sido siempre una decisión trascendente. Quien encara el proyecto de vivir como médico se ha formulado alguna vez una serie de interrogantes: ¿por qué? ¿para qué? ¿cómo? Sin embargo, hoy nos enfrentamos con alarma a la sombra de los riesgos que implica una profesión en la que muchos de sus miembros no encuentran respuestas satisfactorias a estas preguntas básicas. O, peor aún, en la que progresivamente quienes la ejercen no se las formulan. En la búsqueda de un "cerebro colectivo", de reunir inteligencias y sensibilidades para pensar juntos –y para estimular el pensamiento de otros–, estas páginas dan voz a quienes tienen algo que decir, una historia que avala su palabra y una trayectoria basada en una coherencia ética e intelectual. Un grupo de médicos de distintos países que ha decidido dar respuestas a esas preguntas fundamentales, para evitar que llegue el momento en que ya nadie se las haga. Hoy como ayer, resulta necesario encontrar aquellos motivos que subyacen a los grandes temas de la existencia. Se impone reflexionar sobre la actualidad y el futuro de la profesión que hemos elegido."

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Información

Año
2021
ISBN
9789875992931
Categoría
Medicina
El desafío de formarse
como médico
Guillermo Jaim Etcheverry1
Durante el largo y azaroso proceso que supone formarse como médico es inevitable que se plantee de manera reiterada el interrogante central bajo el que se reúnen estos escritos: “¿Por qué ser médico hoy?”. Las respuestas son tan variadas como lo son los protagonistas de esa aventura. Porque, efectivamente, formarse como médico o como persona que busca conferir un sentido a su vida implica embarcarse en una exploración de uno mismo, internarse en un territorio que está ahí pero que no conocemos hasta no recorrerlo. Ya lo expresó con precisión Hesíodo cuando en el siglo VIII a. C. dijo: “La educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser”.
De allí que en estas páginas haya elegido comentar algunos aspectos de la formación universitaria, experiencia obligada que atraviesan quienes se proponen llegar a ser médicos. El contacto estrecho con esa actividad me ha convencido de que los problemas que ésta plantea no son sino un reflejo de la situación del conjunto del sistema educativo. Las tendencias que en él se observan influencian decisivamente mucho de lo que sucede en nuestras universidades en general y en nuestras facultades de medicina en particular.
De allí que el interrogante ¿por qué ser médico hoy? esté indisolublemente ligado a otra pregunta: ¿cómo y en que contexto llegar a ser médico hoy? Siguen, pues, unos pocos comentarios relacionados con ese marco más amplio de la formación profesional y personal. Se trata de plantear algunas ideas intencionadamente polémicas, buscando estimular la imprescindible reflexión sobre algunas de estas cuestiones que surgirán durante la carrera y aun después de graduados. Estoy convencido de que la posición correcta seguramente se encuentra en algún punto intermedio entre las tendencias que hoy gozan de popularidad y la visión que me propongo exponer. Lo hago, precisamente, como una contribución a la identificación de esa zona gris porque advierto el peligro al que nos puede llevar la adhesión acrítica, sin ninguna resistencia, a muchas de las tendencias educativas contemporáneas.
El cambio permanente
Entre los signos distintivos de la sociedad actual se pueden identificar la fascinación por la velocidad, el prestigio de lo nuevo, la obsesión que nos persigue por el cambio permanente. A esas tendencias no escapa la educación. Ésta es la razón por la que las estructuras educativas, en todos sus niveles, están sometidas a constantes mutaciones.
Cuando se escucha el discurso de los reformadores de la educación, es preciso concluir que todo lo que se hizo hasta ahora tuvo resultados desastrosos. Gracias a la denigrada “pedagogía tradicional”, parecieran haberse formado una suerte de individuos tontos, memorizadores de informaciones inútiles, simples repetidores obsesionados por las evaluaciones, desmotivados por continuar aprendiendo durante el resto de sus vidas, dotados de un pensamiento infantil, incapacitados para trabajar junto con otros, bloqueados en toda posible discusión. En suma, unos pobres y despreciables ignorantes, desprovistos de juicio crítico y carentes de personalidad. Como el resultado de esos métodos perversos somos nosotros mismos, hay que advertir que es a nosotros a quienes describimos cuando criticamos a los que hoy denominamos despectivamente “métodos tradicionales de aprendizaje”. Los caracterizamos recurriendo al peor de los calificativos, porque para la sociedad actual no hay nada más degradante que considerar que algo es “tradicional”.
En el contexto de una cultura que se horroriza ante el esfuerzo, que concibe a los estudiantes como indefensas víctimas explotadas por un sistema despiadado, que ha decidido que el conocimiento de lo concreto ya no importa porque los datos están en las redes de información –antes estaban en los libros pero a nadie se le ocurría afirmar que había que ignorarlos– ha aparecido una pedagogía acorde con esas aspiraciones. Es la que nos promete un estudiante activo, motivado, interesado por aprender durante toda su vida, dotado de pensamiento adulto, capacitado para trabajar con los demás. Muy diferente, en fin, de esto despreciable que somos nosotros mismos. Una pedagogía desvelada por la relevancia y, por eso mismo, centrada en lo “útil”, como si resultara posible anticipar qué y cuándo algún conocimiento habrá de sernos útil. Una pedagogía promotora del “estudiante entretenido” y activo, distante de quienes hoy se “aburren” ante la propuesta de estudiar algo en profundidad y con seriedad. Una pedagogía estimulante de la discusión, aunque la sustancia del debate no refleje más que la ignorancia acerca de los aspectos más elementales de aquello que se discute.
Se reconocen entre éstas muchas de las ideas que subyacen en no pocos intentos de renovación de la enseñanza en nuestras escuelas de medicina. Para peor, en muchos casos, a menudo ni siquiera contemplan la necesidad de disponer de los recursos materiales y de las personas que permitan encararlos con un mínimo de seriedad. Desconocemos una realidad que nos señala, implacable, que no contamos ni con los alumnos ni con los docentes capacitados para desarrollar programas cuyos beneficios, además, están aún lejos de ser demostrados.
Como todos nosotros conservamos el recuerdo del esfuerzo que nos demandó educarnos y, además, vivimos en una sociedad que mira con espanto toda apelación a ese esfuerzo, pensamos que lo podremos hacer más sencillo, más rápido, más “relevante”. Olvidamos muchas veces que los estudiantes tienen derecho a comprender la complejidad, a enfrentarse con la dificultad, a ejercitarse en la abstracción. Por eso, sería muy saludable que sometiéramos a crítica las teorías que sustentan los experimentos que hoy llevamos a cabo con nuestros indefensos alumnos. Debemos advertir algo evidente en todos los niveles de la educación: los maestros están negando precipitadamente la función de enseñar que hoy parece haberse convertido en vergonzante. En una encuesta realizada hace pocos años entre docentes del ciclo primario y medio en la Argentina, el 73% se consideró “facilitador del aprendizaje”, mientras que sólo el 13% se concebía como “transmisor de cultura y conocimiento”. El 61% consideraba como su misión más importante “desarrollar la creatividad y el espíritu crítico”, mientras que sólo el 28% estimaba que de ellos se esperaba la transmisión de conocimientos actualizados y relevantes. El 13% pensaba que ésta, la transmisión de conocimientos actualizados y relevantes, era su función MENOS importante. Estamos así ante el milagro del desarrollo de la creatividad pura, en un vacío de conocimientos. ¿Serán tan creativos los adolescentes que, en número creciente egresan de nuestras escuelas sin poder pronunciar frases dotadas de sentido, sin comprender lo que leen –según el estudio PISA 2006 el 58% de los jóvenes argentinos de 14 años que están cursando la educación media carecen de la capacidad de comprender lo que leen– sin la capacidad de realizar simples abstracciones, todo ello como resultado del hecho de que a nadie le interesó enseñarles algo?
Existe un horror contemporáneo a asumir la responsabilidad de enseñar, porque esa actitud implica una asimetría en la relación docente-alumno que resulta políticamente incorrecta. ¡Hasta se ha llegado a debatir si quienes dirigen los “grupos de discusión” deben o no conocer los contenidos del curso! No es extraño, pues, que ante estas posiciones estén surgiendo en todo el mundo movimientos que se proponen “volver a enseñar”. Están convencidos de que “aprender a aprender”, como está de moda preconizar hoy, se aprende aprendiendo algo.
Quiero proponer la tesis de que nos resistimos a admitir que la enseñanza es, ante todo, ejemplo. Ejemplo del maestro atraído por el conocimiento. Esforzado ejemplo a imitar con esfuerzo. Como lo afirmara Albert Einstein: “Dar el ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única”. Estoy convencido de que el principal determinante de una buena escuela, de una buena universidad sigue siendo, como siempre lo ha sido, contar con buenos profesores. Eso trasciende el currículum, la organización, el método, las computadoras, los proyectores, todo. Porque el objetivo central de una institución educativa que pretenda ser importante es que sus alumnos entren en contacto directo con personas excepcionales. Que las vean, las escuchen, las sientan pensar.
Una vez que esos jóvenes han sido poseídos por el virus de lo absoluto, una vez que han visto, oído, hasta olido la fiebre y el fervor de aquellos que buscan desinteresadamente la verdad (y, en nuestro caso, que desean ayudar compasivamente al otro que sufre, que es lo que siempre hemos intentado hacer) persistirá en ellos algo de esos resplandores singulares. Por el resto de sus vidas o de sus carreras, en la mayor parte de los casos rutinarias y poco distinguidas, esas personas llevarán dentro de sí alguna defensa contra el vacío interior.
Muchas estrategias de modernización nos pueden conducir al descenso en la calidad de la enseñanza, superficializándola y acentuando su banalidad. Lo que es peor, la tecnocracia educativa conduce al desprestigio de la figura del docente, que es quien representa el valor social del conocimiento. Al desjerarquizar la persona del docente, mostramos a las jóvenes generaciones que lo que ellos hacen no nos interesa. Un profesor de la Escuela de Medicina de la Universidad de McMaster en Canadá, decía no hace mucho: “Pienso que, particularmente desde los años 80, la palabra ‘maestro’ se usa cada vez menos debido a lo que creo es un concepto equivocado de promoción de la persona como entidad individual y no dependiente de sus modelos”. Citaba luego a uno de sus alumnos que señalaba: “En las universidades hay muchos profesores, pero pocos maestros”. Es tristemente cierto. Lo que esos maestros enseñan, a quienes enseñan y el dónde y el cómo enseñan, continuarán cambiando. Pero lo que no debería cambiar es lo que significa para la sociedad la esencia de esa enseñanza: el ejemplo del maestro.
En el contexto de una práctica de la medicina como la actual, guiada crecientemente por consideraciones económicas, es más importante que nunca educar –además de entrenar– al futuro médico para que al menos conserve el núcleo de convicciones que han distinguido nuestra profesión, hoy tan gravemente amenazada. Convicciones que nos han llegado prácticamente intactas desde la época de Hipócrates, como se advierte en el juramento hipocrático, uno de los más bellos documentos que ha producido la ética humana. Esa línea sigue inmutable, porque hoy los médicos seguimos haciendo lo mismo. Aunque utilicemos técnicas muy distintas a las de entonces, no debemos perder de vista la esencia de nuestra misión. Una misión humana por excelencia, transmitida por humanos que saben, que saben hacer y que quieren compartir ese saber, misiones todas intraducibles a los criterios de eficiencia de las empresas.
Aprender lo “útil”
Precisamente, una de las características que mejor define la situación de la universidad actual es su acelerada incorporación a la lógica empresarial y comercial que hoy domina todas las esferas del quehacer humano. Se está instalando con fuerza avasalladora la concepción que sostiene que, para justificar su existencia, resulta imprescindible que la universidad –y la educación en general– exhiba resultados mensurables y comercializables. Cuánto entra, cuánto sale, a qué costo, qué se puede vender. De allí que se apliquen a la institución y a sus “productos” los mismos criterios con los que se juzga la productividad y la eficiencia de las empresas que comercializan bienes, en este caso la educación, transformada en uno más entre los bienes transables. No sólo se industrializa la salud, también lo hace aceleradamente la educación.
Esto lleva a emprender evaluaciones de todo tipo para justificar la existencia de la universidad ante sus “clientes”. Para demostrar la eficacia institucional se establecen complejas relaciones entre la inversión y los supuestos “productos”. Esta lógica empresarial ha conquistado de manera acelerada un territorio que, hasta no hace mucho, respondía a valores culturales y académicos y no a los puramente materiales y comerciales. Parecería no advertirs...

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