VII. ¿Qué aprender de esta cuarentena global? Reflexiones de un monje
Mauro-Giuseppe Lepori
El papel del monje en la confusión de la historia
Estoy invitado a hablar como monje sobre lo que la cuarentena global puede enseñarnos.
Vivimos en una época de incertidumbre y confusión, y no solo desde la pandemia de COVID-19. La escena del «gran teatro del mundo», que es la historia, parece habérsele descontrolado al director y a los actores. El juego de las libertades, todas comprometidas en conseguir su propio interés, se ha convertido en una maraña inextricable. ¿Qué puede expresar y proponer un monje en cuanto monje en esta situación?
En un libro dedicado al monasterio de Optina, Vladimir Kotel’nikov escribe que «la figura del starets [Makarij] como columna vertebral espiritual del mundo que a él se dirigía, regeneró la estructura cristocéntrica del mundo mismo». Del starets Amvrosij, el que inspiró a Dostoievski para la figura del starets Zosima de Los hermanos Karamazov, escribe que «introducía a los que recurrían a él en el mundo cristocéntrico ordenado y luminoso donde él mismo se encontraba. Allí donde la persona rencontraba el orden, la libertad y la fuerza para oponerse al caos de la existencia y a las debilidades de la vida».
Me doy cuenta de que, si la vocación monástica debe tener un papel en la escena de la historia, este papel debe ser precisamente el de ayudar a todos los actores a encontrar una salida a la confusión. Salir de la confusión no significa dejar la escena del mundo, sino encontrar el factor de unidad del proceso de la historia.
¿Cómo encontrarlo de nuevo? En primer lugar, reencontrando la conciencia de que no creamos nosotros este factor de unidad. Es un «factor» en el sentido literal del término, es un Sujeto «que hace», que obra, y no un producto de nuestras manos o de nuestra mente. Dios confundió los idiomas de los constructores de la Torre de Babel, no porque estuviera celoso de su trabajo, sino porque se engañaron a sí mismos considerándose los garantes de su unidad y armonía (cf. Gn 11,1-9).
El verdadero factor de unidad para toda la escena del gran teatro del universo es la libertad amante de Dios, que lo crea y lo permite todo con un sentido, con un plan. Por esta razón, no se sale de la confusión de la sociedad, la cultura y la historia, o de una existencia personal, sin detenerse a escuchar al Factor y Director del universo. Solo Él puede sugerirnos lo que en cada momento de cada época nos permite asumir un papel en la historia que nos ayude a nosotros y a otros a salir de la confusión.
Dios no renuncia a nuestra libertad
En todo esto, sin embargo, es esencial recordarnos a nosotros mismos que Dios nunca renuncia a la libertad, ni a la suya ni a la nuestra. Cuando exigimos que Dios actúe, siempre queremos que renuncie a la libertad, que renuncie a la misteriosa libertad de su plan para la historia. Quisiéramos que Dios renunciara sobre todo a nuestra libertad, la libertad que nos ha dejado hasta el punto de permitirnos rebelarnos contra Él, de traicionarlo, de elegir el mal y la muerte. Sobre todo, quisiéramos que Dios suprimiera la libertad de nuestros enemigos, de los que nos oprimen, de los que abusan del poder, de los que no respetan la libertad de los demás. Cuando la confusión es extrema, y se vuelve peligrosa para todos, nos gustaría que la libertad de Dios interviniera anulando la nuestra. Por algo en estos tiempos los regímenes o ideologías totalitarias tienen campo para jugar.
Pero Dios no renuncia a nuestra libertad porque, si lo hiciera, todo el proceso que se extiende desde la creación hasta la Parusía perdería su significado, su propósito, y, por lo tanto, se escaparía al diseño de Dios. El significado de todo es que la libertad del corazón del hombre ame eternamente a Dios, que lo ama desde toda la eternidad.
Deberíamos leer también en un sentido escatológico el diálogo entre el Cristo resucitado y Simón Pedro en la orilla del lago de Genesaret. Todo el proceso de la historia puede ser tan confuso y lleno de carencias y fragilidad como la vida y el corazón de Pedro, pero Dios no renuncia a que el sentido de todo, incluso del pecado y la traición, sea que el hombre pueda responder a su amor infinito: «¡Sí, te amo!».
Toda la escena del capítulo 21 de san Juan podría ser leída como una parábola escatológica sobre el sentido del cosmos y la historia. La pesca estéril de esa noche parece describir el esfuerzo humano dirigido a una fecundidad que el hombre por sí solo no puede darse. La llegada de Jesús a la orilla, al final de la noche, es como su llegada al final de los tiempos, cuando Él mismo dará sentido y cumplimiento a todo el proceso de la historia. Juan, de hecho, reconoce que «es el Señor» (Jn 21,7). Pero la verdadera realización de la historia no es la pesca abundante, es decir, el éxito de la historia, sino que el hombre pecador, el hombre frágil incapaz de garantizar la fidelidad y el coraje que la vida requiere, diga a Dios con humil...