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Capital fósil:
la base energética de
las relaciones burguesas
de propiedad
El fuego perpetuo de la acumulación
Los pájaros carpinteros se dedican a hacer agujeros en la madera. El pico es su herramienta. Golpeando sus afilados martillos nasales con un inconfundible sonido mecánico, pueden abrir grandes agujeros en los troncos de los árboles, a modo de galerías de las que extraer hormigas, termitas, escarabajos y larvas. Dado que la herramienta forma una unidad con el cuerpo de los pájaros, dichas herramientas no pueden acumularse. No puede haber un pájaro carpintero jefe que, tras reunir diferentes picos y concentrarlos en un emplazamiento determinado, les diga a los demás pájaros carpinteros, de cabeza extrañamente roma, que o se ponen a sus órdenes para poder disponer de las herramientas que necesitan para romper la corteza de los árboles o, si se niegan, son libres de morir de hambre: aunque solo sea por esta razón, es imposible que haya relaciones de propiedad entre pájaros carpinteros. El equipo del que disponen para su metabolismo no puede distribuirse entre propietarios y no propietarios, ni puede ser controlado de manera colectiva por una comuna.
Esa es la esencia de las «relaciones de propiedad»: una matriz de posiciones para los miembros de la especie con respecto a los medios de producción. O, de acuerdo con la más elaborada definición que propone Brenner:
Por relaciones de propiedad entiendo las relaciones entre los productores directos, entre la clase de los explotadores (si es que existe) y entre explotadores y productores, las cuales concretan y determinan el acceso regular y sistemático de los actores económicos individuales (o familias) a los medios de producción y al producto económico.
Un conjunto de reglas, por así decir, que determinan cómo se relacionan los humanos con el equivalente a los picos y los pájaros carpinteros. Es verdad que los seres humanos crean cajas de herramientas infinitamente más amplias y variadas que sus propios órganos corporales. «La naturaleza», dice Marx, es su «primer arsenal de medios de trabajo», a partir del cual ensamblan instrumentos más complejos para hilar, perforar, triturar, prensar, cortar, lanzar, bombear y todo tipo de actividades diversas. Solo los seres humanos pueden dispersarse por la totalidad de la Tierra, construir herramientas a partir de cualquier material utilizable que encuentren y sumarlas a sus cuerpos: hacen de la tierra su «cuerpo inorgánico», en palabras de Marx, una suerte de extensión protésica de sí mismos. Ninguna otra especie puede ser así de flexible, así de universal, así de omnívora con respecto al resto de la naturaleza; pero, por esa misma razón, ninguna otra especie puede organizar su metabolismo por medio de divisiones internas tan acusadas. Si este amplio conjunto de herramientas extrasomáticas es un rasgo distintivo del Homo sapiens sapiens, es asimismo el punto en el que esa especie deja de ser una unidad. Precisamente porque los picos que hacen falta para romper la corteza de la materia pueden recurrir a todas las fuerzas de la naturaleza y abrir la totalidad del planeta a la posibilidad de su apropiación, algunos humanos pueden quedar fuera. Un material, una máquina, un motor primario pueden convertirse en propiedad privada. El individuo puede necesitarlos como necesita sus propios pulmones, pero están fuera de su cuerpo, capturados por otros en una red, versátiles y fuera de su alcance, y puede que entonces no tenga más remedio que acceder a ellos a través de su dueño: está atrapado en relaciones de propiedad.
Antes de que esa captura tenga lugar, los seres humanos son un poco como pájaros carpinteros, en el sentido de que están unidos a sus medios de producción; no físicamente, pero sí socialmente. En la tierra, en el hogar y en el gremio, granjeros y artesanos son dueños de sus propias herramientas; el productor individual y la tierra se relacionan como «el laboratorium de sus fuerzas y el dominio de su voluntad», tan unidos a los medios de producción «como el caracol a su concha». Las relaciones capitalistas de propiedad comienzan en el momento en que este vínculo se rompe. Privados de lo que necesitan para su subsistencia, los antiguos granjeros y artesanos ya no poseen más que la capacidad de trabajar, la fuerza de trabajo desnuda y desprovista de lo necesario, un mero grito potencial en pos de herramientas con las que trabajar. Al otro lado de la verja, se enfrentan con un clase que monopoliza esos mismos medios de producción como bienes privados. Ha tenido lugar un divorcio histórico, mediante el cual productores y medios han sido separados unos de otros.
Pero no se puede permitir que esta separación dure mucho. Si las personas que no poseen nada más que su fuerza de trabajo nunca entrasen en contacto con los medios de producción, no podrían trabajar ni alimentarse: «No se puede hacer botines sin cuero». Si, por otra parte, las manos y los dedos de los trabajadores nunca tocaran la tierra, los bastidores o los montones de cuero, de ellos no saldría nada y no tendrían ningún valor para sus propietarios. Aunque esta separación es el fundamento inquebrantable de las relaciones capitalistas de propiedad, ha de superarse —momentánea pero continuamente— para que la sociedad pueda reproducirse: productores y medios de producción han de volver a reunirse. Ahora bien, la capacidad de una persona viva de realizar un trabajo —su aptitud para emplear sus músculos y su mente, para utilizar su energía, para poner en funcionamiento distintas partes de su cuerpo durante horas de concentración y esfuerzo— es algo muy distinto de un kilo de cuero, de una hiladora automática o de una rueda hidráulica; de hecho, se trata de entidades inconmensurables, de ahí que su reunificación solo pueda producirse gracias a la mediación de un equivalente universal contra el cual cualquier cosa puede intercambiarse y en cuyo reactor todos los rasgos cualitativos se disuelven: es lo que se conoce como dinero.
La trabajadora también necesita dinero. Vende el derecho a disponer de su única pr...