Wanderlust
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Wanderlust

Rebecca Solnit, Andrés Andwandter

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  1. 269 páginas
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Wanderlust

Rebecca Solnit, Andrés Andwandter

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Un fascinante retrato de la infinita gama de posibilidades que se presentan a pie. Analizando temas que van desde la evolución anatómica hasta el diseño de las ciudades, pasando por las cintas de correr, los clubes de senderismo y las costumbres sexuales, Solnit sostiene que las diferentes variantes del desplazamiento pedestre —incluido caminar por placer— suponen una acción política, estética y de gran significado social. Para ello se centra en los caminantes más significativos de la historia y de la narrativa, cuyos actos extremos y cotidianos han dado forma a nuestra cultura: filósofos, poetas, montañeros… De Wordsworth a Gary Snyder, de Jane Austen a Elizabeth Bennet y Andre Breton, existe una larga asociación histórica entre caminar y filosofar.La evidencia fósil de la evolución humana señala que la capacidad de moverse en posición vertical, sobre dos patas, es la que distinguió a los humanos de las otras bestias y la que nos permitió dominarlas. Para la autora, hay una clara relación entre el caminar y el pensamiento. Caminar —dice Solnit— es el estado en el que la mente, el cuerpo y el mundo están alineados. Wanderlust reproduce, en la sencillez y cadencias de su prosa, los ritmos de un buen paseo.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412226430
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays
imagen

01
Recorriendo una colina.
Una introducción
¿Por dónde empieza? Los músculos se tensan. Una pierna, una columna, sostiene el cuerpo erguido entre la tierra y el cielo. La otra, un péndulo que viene balanceándose de atrás. El talón toca el suelo. Todo el peso del cuerpo se desplaza hacia delante sobre el tercio anterior del pie. El dedo gordo se retira y, con un sutil equilibrio, el peso del cuerpo cambia otra vez. Las piernas invierten sus posiciones. Comienza con un paso, luego con otro paso y luego con otro y todos ellos se suman como golpes de tambor siguiendo un ritmo, el ritmo del caminar. La cosa más fácil pero también la más extraña del mundo, este andar que inmediatamente se acerca a la religión, la filosofía, el paisaje, las políticas urbanas, la anatomía, la alegoría y la pena.
La historia del caminar es una historia no escrita, secreta, cuyos fragmentos pueden hallarse no solo en miles de párrafos nada destacados de algunos libros, sino también en canciones, en calles o en las vivencias de cada cual. La historia corporal del caminar es la historia de la evolución bípeda y de la anatomía humana. La mayor parte del tiempo caminar es algo simplemente funcional, un medio de locomoción entre dos sitios que no tiene importancia alguna. Hacer del caminar una investigación, un ritual, una meditación, supone formar un subconjunto especial del caminar, fisiológicamente igual y filosóficamente distinto al modo en que el cartero reparte la correspondencia y el oficinista alcanza su tren, lo que equivale a decir que el tema del caminar tiene que ver, en cierto modo, con la manera en que revestimos actos universales de significados particulares. Como respirar o comer, caminar puede ser revestido de significados culturales extremadamente diferentes, desde lo erótico hasta lo espiritual, desde lo revolucionario hasta lo artístico. Aquí comienza esta historia para volverse parte de la historia de la imaginación y la cultura, de las diversas suertes de placer, libertad y sentido que persiguen en tiempos distintos los diferentes tipos de caminares y caminantes. Porque la imaginación ha moldeado, y a su vez ha sido moldeada, por los espacios que atraviesa sobre dos pies. El caminar ha creado senderos, caminos, rutas comerciales; ha generado sentimiento de pertenencia a una región y a todo un continente; ha configurado ciudades, parques; ha generado mapas, guías, equipos y, todavía más, una vasta biblioteca de relatos y poemas sobre el caminar, sobre peregrinaciones, rutas de senderismo y montaña, callejeos y meriendas campestres veraniegas. Los paisajes, urbanos y rurales, originan relatos y los relatos nos llevan de vuelta a los lugares de esta historia.
La historia del caminar es una historia amateur, tal y como caminar es un acto amateur. Para usar una metáfora andante pertinente, el caminar supone adentrarse sin permiso en los campos más diversos —anatomía, antropología, arquitectura, jardinería, geografía, historia política y cultural, literatura, sexualidad, estudios religiosos— y, siguiendo su largo camino, no se detiene en ninguno de ellos, porque si un campo de conocimiento puede ser imaginado como un campo real —un terreno rectangular perfectamente limitado y cultivado con muchísimo cuidado que produce una determinada cosecha—, el tema del caminar se asemeja al caminar mismo en su ausencia de límites. Y, si bien la historia del caminar, siendo como es parte de todos estos campos y de la experiencia de cada uno, es prácticamente infinita, esta historia del caminar que estoy escribiendo no puede sino ser parcial, un camino idiosincrático, trazado por una caminante que vuelve sobre sus propios pasos y mira alrededor. En lo que sigue, he tratado de trazar los caminos que llevaron a la mayor parte de mi país, Estados Unidos, hasta el momento presente, una historia compuesta principalmente por fuentes europeas, conjugadas y trastocadas por la escala enormemente diferente del espacio americano, por los siglos de adaptación y cambio vividos aquí y por las otras tradiciones que recientemente han coincidido en esos caminos, especialmente las tradiciones asiáticas. La historia del caminar es la historia de todos y cualquier versión escrita puede aspirar solamente a señalar algunos de los caminos más trillados en las inmediaciones de su autor, lo que equivale a decir que los caminos que trazo no son los únicos caminos.
Un día de primavera me senté a escribir sobre el caminar y tuve que parar, un escritorio no es lugar para pensar a lo grande. En una colina situada al norte del Golden Gate salpicada de fortificaciones militares abandonadas, subí caminando un valle hasta alcanzar la cresta de un cerro para bajar después hacia el Pacífico. Tras un invierno extraordinariamente lluvioso, la primavera había llegado y los cerros se habían teñido de ese verde exuberante y desenfrenado que olvido y redescubro año tras año. Entre los brotes, asomaba hierba del año anterior, su dorado veraniego vuelto gris ceniciento por la lluvia, el color de la paleta más tenue de todo el año. Henry David Thoreau, que caminó más enérgicamente que yo al otro lado del continente, escribió sobre aquellas tierras: «Unas vistas absolutamente nuevas provocan una gran felicidad y además cualquier tarde puedo alcanzarla. Dos o tres horas de caminata me llevan a una tierra tan extraña como cualquiera que jamás haya visto. Una mera granja vista por primera vez puede ser tan magnífica como los dominios del rey de Dahomey. Hay, de hecho, una suerte de armonía comprobable entre las potencialidades de un paisaje dentro de un radio de diez millas, o los límites de un paseo vespertino, y los setenta años de una vida humana. El paisaje nunca te será familiar».
Estos senderos y caminos unidos unos con otros forman un circuito de unas seis millas que comencé a recorrer hace una década para deshacerme caminando de la angustia que me dominó durante todo un año complicado. Regresé una y otra vez a esta ruta tanto por tomar un respiro de mi trabajo como también por mi trabajo, porque, en una cultura orientada a la producción, se suele creer que pensar es no hacer nada y no es fácil no hacer nada. Se puede lograr disfrazándolo como hacer algo y ese algo más parecido a hacer nada es el caminar. Caminar en sí mismo es el acto voluntario más parecido a los ritmos involuntarios del cuerpo, a la respiración y al latido del corazón. Caminar supone un sutil equilibrio entre trabajo y ocio, entre ser y hacer. Se trata de una actividad corporal que no produce nada más que pensamientos, experiencias, llegadas. Y después de tantos años de caminar para resolver otras cosas, pensé que tenía lógica volver a trabajar cerca de casa, a la manera y por las razones de Thoreau, para pensar sobre el caminar.
Lo ideal sería caminar en un estado en el cual la mente, el cuerpo y el mundo estén alineados, como si fueran tres personajes que por fin logran mantener una conversación, tres notas que de pronto alcanzan un acorde. Caminar nos permite estar en nuestro cuerpo y en el mundo sin que ni uno ni otro nos apremie a nada. Nos deja libres para pensar sin perdernos del todo en nuestros pensamientos. No estaba segura de que fuera aún demasiado temprano o ya demasiado tarde para admirar las espectaculares flores de color púrpura de lupino que suelen crecer en estas colinas, pero las cardaminas crecían en el lado sombrío de la calle, avanzando hacia el sendero, y me recordaban las laderas de mi infancia que florecían todos los años con la abundancia característica de estas flores blancas. Mariposas negras revoloteaban a mi alrededor, agitadas por la brisa y las alas, evocando otra época de mi pasado. Moverse a pie parece hacer más fácil moverse en el tiempo: la mente vaga entre planes, recuerdos y percepciones.
El ritmo del caminar genera un tipo de ritmo del pensar y el paso a través de un paisaje resuena o estimula el paso a través de una serie de pensamientos. Ello crea una curiosa consonancia entre el pasaje interno y el externo, sugiriendo que la mente es también una especie de paisaje y que caminar es un modo de atravesarlo. En muchas ocasiones, un nuevo pensamiento parece un aspecto del paisaje que estaba siempre ahí, como si pensar fuera recorrer más que hacer. Y, de ese modo, un aspecto de la historia del caminar es la historia del pensamiento hecho concreto, porque los movimientos de la mente no pueden ser trazados, pero sí los de los pies. Caminar puede ser también imaginado como una actividad visual, cada caminata un paseo lo suficientemente relajado como para mirar y pensar sobre las vistas, integrar lo nuevo en lo conocido. Quizás este sea el origen de la singular utilidad del caminar para los pensadores. Las sorpresas, las liberaciones y los esclarecimientos propios de un viaje pueden alcanzarse tanto dando una vuelta a la manzana como dando una alrededor del mundo, y caminar es viajar cerca y lejos a la vez. O quizás el caminar debiera considerarse movimiento, no viaje, porque uno puede caminar en círculos o viajar alrededor del mundo inmovilizado en un asiento, y una determinada ansia viajera puede ser apaciguada solo con los actos del cuerpo mismo en movimiento, no con el movimiento del automóvil, el barco o el avión. Es el movimiento junto a las vistas que se suceden lo que parece hacer que ocurran cosas en la mente, y esto es lo que vuelve el caminar ambiguo e infinitamente fértil: caminar es, a la vez, medio y fin, viaje y destino.
El viejo camino de tierra roja construido por el ejército había comenzado su curso serpenteante, ascendente, a través del valle. De vez en cuando me concentraba en el acto de caminar, pero se trataba de un acto prácticamente inconsciente, los pies avanzando con su propio conocimiento del equilibrio, de la manera de evitar rocas y grietas o del modo de pasear, dejándome libre para mirar el perfil de las colinas a lo lejos y la abundancia de flores de cerca: brodiaea; esas flores rosadas tan finas como el papel cuyo nombre nunca he sabido; una explosión de acederillas de flores amarillas y, luego, a mitad de camino, en la última curva, un narciso tan blanco como el papel. Y después de veinte minutos cerro arriba, me detuve para oler todo aquello. Antaño había una lechería en este valle y, más abajo, del otro lado del húmedo fondo del valle cubierto de sauces, aún se pueden distinguir los cimientos de una granja y viejos frutales que parecen resistir el paso del tiempo. Un paisaje de trabajo durante más tiempo que un paisaje de recreo: primero los indios miwok, después los agricultores, a su vez desarraigados de allí después de haber cultivado durante un siglo aquellas tierras por la construcción de una base militar, que a su vez cerró en los setenta, cuando las costas dejaron de ser decisivas para una guerra cada vez más abstracta y aérea. Desde los años setenta, este lugar ha pasado al Servicio de Parques Nacionales y a personas como yo, herederas de la tradición cultural de caminar por el paisaje por placer. Los inmensos emplazamientos de cemento de cañones, búnkeres y túneles no desaparecerán como fueron desapareciendo los muros de la lechería, pero debieron de ser las familias lecheras las que dejaron el legado vivo de flores de jardín que asoman entre las plantas silvestres.
Caminar es merodear y yo merodeé desde mi mata de narcisos situada en la curva del camino rojo, primero con el pensamiento y luego con los pies. El camino militar alcanzaba la cima y cruzaba un sendero que atravesaba la misma cima, recortada por el viento y, ya cuesta abajo, ascendía poco a poco hasta el lado occidental de la montaña. En lo más alto de este sendero, mirando hacia el valle más cercano por el norte, había una vieja estación de radar rodeada de una valla octogonal. La extraña colección de objetos y búnkeres de cemento sobre un emplazamiento de asfalto era parte de un sistema de guía de misiles Nike, un sistema para lanzar misiles nucleares desde aquella base, valle abajo, a otros continentes, si bien lo cierto es que durante la guerra jamás lanzaron ninguno desde allí. Piense en las ruinas como souvenirs de un fin de mundo cancelado.
En una trayectoria tan sorprendente como cualquier camino o línea de pensamiento, debo decir que las armas nucleares fueron lo primero que me llevó a la historia del caminar. En los años ochenta, hecha toda una activista antinuclear, participé en las manifestaciones de primavera que se realizaron en el Emplazamiento de Pruebas de Nevada, un terreno situado en el sur de Nevada del tamaño de Rhode Island, perteneciente al Departamento de Energía, donde Estados Unidos ha estado detonando bombas nucleares —más de mil hasta la fecha— desde 1951. A veces las armas nucleares no parecían otra cosa que cifras intangibles de presupuesto, cifras de eliminación de residuos, cifras de víctimas potenciales, cifras con que responder en campañas y publicaciones, cifras con las que presionar a las autoridades. La abstracción burocrática de la carrera armamentista y la oposición a la misma podían hacer difícil entender que el objetivo real era y es la devastación de cuerpos reales y lugares reales. En el emplazamiento de pruebas, no se producía esa confusión. Las armas de destrucción masiva estaban siendo detonadas en un paisaje hermosamente inhóspito cerca del cual acampamos durante una o dos semanas para cada manifestación (si bien a partir de 1963, las hacían detonar subterráneamente, solía escapar radiación a la atmósfera y siempre sacudían la tierra). Nosotros —ese nosotros formado por la desaliñada contracultura americana, pero también por sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, monjes budistas y sacerdotes franciscanos, veteranos convertidos en pacifistas, físicos renegados, activistas kazajos y alemanes y polinesios viviendo bajo la sombra de la bomba, y los shoshones del oeste, dueños del territorio— habíamos derrumbado esas abstracciones. Más allá de tales abstracciones, estaban las realidades de cada lugar, las vistas, los actos, las sensaciones —de las esposas, los espinos, el polvo, el calor, la sed, el riesgo de radiación, el testimonio de sus víctimas—, pero también de la espectacular luz del desierto, la libertad del espacio abierto y la conmovedora visión de miles de personas compartiendo el convencimiento de que las bombas nucleares eran el instrumento equivocado con el cual escribir la historia del mundo. Dábamos una especie de testimonio corporal de nuestras convicciones, de la violenta belleza del desierto, de los apocalipsis que estaban preparando en las cercanías. Y, de manera natural, la forma en que manifestamos todo aquello fue caminando: los pasos que dimos por el terreno abierto hasta alcanzar la valla constituyeron una procesión ceremoniosa que, ya en la zona de acceso restringido, se convirtió en un acto de violación de la propiedad que resultó en arrestos. Nos comprometimos, a una escala sin precedentes, en la desobediencia o resistencia civil, una tradición norteamericana articulada originalmente por Thoreau.
Thoreau mismo era a un tiempo poeta de la naturaleza y crítico de la sociedad. Su famoso acto de desobediencia civil fue pasivo —un rechazo a pagar impuestos que respaldaran tanto la guerra como la esclavitud y la consiguiente aceptación de pasar una noche en prisión— y, si bien aquello no coincidió en el tiempo con su entrega a la exploración y la interpretación del paisaje de la región, el día que fue liberado de la cárcel sí salió a caminar sin rumbo fijo en un grupo. En nuestros actos en el emplazamiento de pruebas, la poesía de la naturaleza y la crítica a la sociedad estaban unidas en este acampar, caminar y violar la propiedad, como si hubiéramos resuelto cómo transformar un paseo en grupo en un cuadro revolucion...

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