La producción del espacio
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La producción del espacio

Henri Lefebvre, Emilio Martínez

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La producción del espacio

Henri Lefebvre, Emilio Martínez

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Entre una gran diversidad de materias, Henry Lefebvre se ocupó particularmente de los problemas de la urbanización y el territorio, presentando a la ciudad como el corazón de la insurrección estética contra lo cotidiano. La producción del espacio, incisiva y clarividente, es su principal obra filosófica, y estudiosos de muchos ámbitos diferentes llevaban años esperando su traducción. En ella, Lefebvre valora la importancia del espacio, que es siempre político (pues su construcción es siempre una lucha de poderes, incluso desde lo cotidiano), y pretende reconciliar el espacio mental (el espacio de los filósofos) y el espacio real (las esferas físicas y sociales donde vivimos).En el curso de su análisis, Henri Lefebvre alterna consideraciones metafísicas e ideológicas sobre el significado del espacio, con la vivencia de éste en la vida cotidiana del hogar y la ciudad. Busca, en otras palabras, tender un puente entre los ámbitos de la teoría y la práctica, entre lo mental y lo social, entre la filosofía y la realidad. Para ello recurre al arte, la literatura, la arquitectura y la economía, además de proporcionar un poderoso antídoto contra las teorías y métodos estériles y ofuscantes, típicos de gran parte de la reciente filosofía continental.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412219234

02
El espacio social
I
El proyecto requiere un examen muy cuidadoso de los términos y nociones empleados: la producción del espacio. Este análisis en profundidad es tanto más necesario por cuanto que ninguno de los términos está debidamente clarificado.
En el hegelianismo, la producción tiene una importancia determinante. La Idea (absoluta) produce el mundo; después, la naturaleza produce el ser humano, el cual, a su vez, produce mediante sus luchas y su trabajo, simultáneamente, la historia, el conocimiento y la conciencia de sí, esto es, el Espíritu que reproduce la Idea inicial y final.
En el pensamiento de Marx y Engels, el concepto de «producción» no abandona esa ambigüedad que conforma de hecho su riqueza. Posee dos acepciones, una amplia y otra restringida y precisa. En la acepción amplia, los hombres, en tanto que seres sociales, producen su vida, su historia, su conciencia, su mundo. Nada hay en la historia y en la sociedad que no sea adquirido y producido. La misma «naturaleza», tal como es aprehendida en la vida social por los órganos sensoriales, ha sido modificada, esto es, producida. Los seres humanos han producido formas políticas, jurídicas, religiosas, artísticas, filosóficas e ideológicas. La producción, en sentido lato, comprende pues una multiplicidad de obras y formas diversas, incluso si esas formas no portan la marca de los productores y del proceso de producción (como en el caso de la forma lógica, la de la abstracción que pasa fácilmente por atemporal y no-producida, es decir, metafísica).
Ni Marx ni Engels dejan indeterminado el concepto de producción. Lo circunscriben, pero con el resultado de que ya no se trata de obras en sentido amplio, sino sólo de cosas, de productos. Al precisarlo más el concepto se aproxima a la acepción corriente —por tanto, trivial— típica de los economistas. ¿Quién produce? ¿Cómo se produce? Cuanto más se desea concretar la acepción, menos se reconoce la capacidad creativa que connota, la invención, la imaginación; más bien, se tiende a referir únicamente el trabajo. «Un inmenso progreso tuvo lugar cuando Adam Smith rechazó toda forma particular de la actividad creadora de riqueza para considerar exclusivamente al trabajo en general... A esta universalidad abstracta de la actividad creadora de riqueza corresponde la universalidad del objeto, el producto como tal, y también el trabajo en general...»[101] La producción, el producto, el trabajo, conceptos que emergen simultáneamente y permiten la fundación de la economía política, constituyen abstracciones privilegiadas, abstracciones concretas que hacen posible el análisis de las relaciones de producción. En lo que al concepto de producción se refiere no llega a ser plenamente concreto ni adquiere un contenido cierto sino por las respuestas a las cuestiones que plantea: «¿Quién produce?», «¿Qué?», «¿Cómo?», «¿Por qué y para quién?». Al margen de esas cuestiones y de su respuesta, el concepto de producción permanece como una abstracción. En Marx, como en Engels, el concepto nunca alcanza una concreción. Sólo mucho más tarde el economismo tratará de ceñir el concepto a la acepción más estrecha: «el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real», escribe Engels a Bloch el 20 de septiembre de 1890. Frase dogmática y vaga, sin duda: la producción engloba la reproducción biológica, económica y social sin mayor precisión.
¿Qué constituyen, a juicio de Marx y de Engels, las fuerzas productivas? En primer lugar, la naturaleza; después, el trabajo y en consecuencia la organización (la división) del trabajo así como los instrumentos empleados, las técnicas y, por tanto, el conocimiento.
La muy notable amplitud del concepto ha permitido desde entonces interpretaciones de tal laxitud que sus contornos han terminado por difuminarse. Hablamos de producción de conocimientos, ideologías, escritura y significados, imágenes, discursos, lenguaje, signos y símbolos; y del mismo modo, del trabajo del sueño, trabajos de conceptos operativos, etc. Esos conceptos han adquirido tal extensión que su comprensión se diluye. Lo que resulta más comprometido es que aquellos que promueven tales extensiones del concepto utilizan de un modo abusivo el procedimiento que Marx y Engels emplearon ingenuamente: dotar a la acepción extensa, esto es filosófica, de la positividad de una acepción estrecha, científica (económica).
Una recuperación de esos conceptos parece, pues, del todo punto indicada para restaurar su valor y su dialéctica, determinando con cierto rigor la relación entre «producción» y «producto» así como las existentes entre «obra» y «producto», y entre «naturaleza» y «producción». Con objeto de adelantar en forma resumida lo que después vendrá, digamos que la obra posee algo de irreemplazable y único mientras que el producto puede repetirse y de hecho resulta de gestos y actos repetitivos. La naturaleza crea y no produce; provee recursos para una actividad creativa y productiva del hombre social; pero proporciona sólo valores de uso, y todo valor de uso (todo producto en tanto que no es intercambiable) retorna hacia la naturaleza o sirve como bien natural. Evidentemente, la tierra y la naturaleza no pueden separarse.
¿Produce la naturaleza? El sentido original del término parece sugerirlo: conducir y llevar hacia delante, hacer surgir de las profundidades. Sin embargo, la naturaleza no trabaja; incluso se trata de un rasgo que la caracteriza: la naturaleza crea. Lo que crea —a saber, «seres particulares— simplemente surge y aparece. Por lo demás, ignora tales creaciones (si no suponemos la existencia en su seno de un dios calculador, de la providencia). Un árbol, una flor, un fruto no son en modo alguno «productos», ni siquiera en un jardín. La rosa no tiene por qué, florece porque florece. «No le preocupa ser vista», en palabras de Angelus Silesius. Ignora que es bella y agradable, que presenta una simetría de orden n, etc. ¿Cómo no seguir o retomar estas cuestiones? La «naturaleza» no puede operar conforme a la misma finalidad que el ser humano. Esos «seres» que crea son obras: tienen algo de único a pesar de su pertenencia a un género y a una especie: el árbol, la rosa, el caballo. La naturaleza se presenta como el gran territorio de los nacimientos. Las «cosas» nacen, crecen y maduran, se ajan y mueren. Tras estos términos se oculta una realidad infinita. Violenta, generosa, avara, abundante, siempre abierta, la naturaleza despliega sus fuerzas. El espacio-naturaleza no corresponde al de una representación. No tiene sentido preguntar la razón porque no la hay: la flor no sabe que es flor, ni la muerte sabe a quién visita. Al creer en el término naturaleza, con su antiguo prestigio metafísico y teológico, lo esencial tiene lugar en la profundidad. Quien dice «naturaleza» está afirmando la espontaneidad. Pero en la actualidad la naturaleza se aleja; es lo menos que podemos decir. Sin duda, se hace imposible escapar a la idea de una muerte de la naturaleza a manos de la anti-naturaleza: la abstracción, los signos y las imágenes, los discursos, así como el trabajo y sus productos. Junto con Dios, la naturaleza muere: el «hombre» los mata y quizás se suicide en la misma operación.
El «hombre», esto es, la práctica social, crea obras y produce cosas. En ambos casos se precisa trabajo, pero en lo concerniente a la obra, el rol del trabajo (y el del creador en tanto que trabajador) se antoja secundario, mientras que domina en el plano de la fabricación de los productos.
Al precisar el concepto filosófico (hegeliano) de producción, al reclamar a los economistas y a la economía política, Marx quiso extraer una racionalidad inmanente al concepto y a su contenido: la actividad. Esta racionalidad le exime de apelar a una razón preexistente, divina o «ideal», y en consecuencia teológica-metafísica. También eliminaría cualquier finalidad ulterior y posterior a la acción productora, que orientaría esta acción. La producción en sentido marxista trasciende la oposición filosófica del «sujeto» y del «objeto» así como las relaciones construidas por los filósofos a partir de esta separación. La racionalidad inmanente a la producción consiste en disponer una serie de actos sucesivos en vistas a un cierto «objetivo» (el objeto a producir). Temporal y espacialmente compone un orden de operaciones encadenadas cuyos resultados coexisten. Desde el principio de la actividad orientada hacia tal objetivo, los elementos espaciales (los cuerpos, los miembros, los ojos) se ponen en movimiento, incluyendo materias (piedras, madera, huesos, cuero, etc.) e instrumentales (útiles, armas, lenguas, requerimientos y prioridades). Mediante la actividad intelectual se establecen las relaciones de orden —esto es, de simultaneidad y de sincronía— entre los elementos de la acción materialmente emprendida. Toda actividad productora se define menos por factores invariantes o constantes que por el incesante paso de la temporalidad (sucesión, encadenamiento) a la espacialidad (simultaneidad, sincronización). Esta forma resulta inseparable de la finalidad, es decir, de la funcionalidad (objeto y sentido de la acción, energía desplegada con el fin de satisfacer una «necesidad») y de la estructura puesta en movimiento (saber-hacer, habilidad, gestos y cooperación en el trabajo, etc.). Las relaciones formales que permiten la cohesión de los actos en su conjunto no se separan de las condiciones materiales de la actividad individual y colectiva, ya se trate de desplazar un peñasco, de hostigar la caza, o de realizar un objeto simple o complicado. La racionalidad del espacio no resulta, tras este análisis, de una cualidad o propiedad de la acción humana en general, del trabajo humano como tal, del «hombre» o de la organización social. Al contrario: ella es el origen y la fuente (no lejana sino inmediata o más bien inherente) de la racionalidad de la actividad, origen oculto y sin embargo implicado por el inevitable empirismo de los que se sirven de sus manos y de sus útiles, que componen o combinan sus gestos al emplear sus energías en tareas específicas.
Con estas precisiones, el concepto de «producción» queda como un universal concreto descrito por Marx a partir de Hegel, aunque oscurecido aún y diluido más tarde. Esto ha justificado ciertas críticas, en las que se descubre fácilmente su fin táctico: la liquidación de este concepto, de los conceptos marxistas en general y, en consecuencia, del universal concreto como tal en provecho de la abstracción y de lo irreal generalizado en un vértigo nihilista.[102]
Desde la derecha, por decirlo así, el concepto de producción apenas puede ser separado de la ideología productivista, del economismo grosero y brutal que ha intentado adueñarse de él para sus propósitos. Desde la izquierda (el «izquierdismo»), si las palabras, los sueños, los textos y los conceptos operan y producen por su propia cuenta, se llega a una curiosa imagen de trabajo sin operarios, productos sin producción o de producción sin productos, de obras sin creadores (¡sin «sujeto» y sin «objeto»!). Los términos «producción de conocimientos» tienen cierto sentido, relativo a la génesis de los conceptos: todo concepto nace y crece, pero sin los hechos y sin los discursos de los seres o sujetos sociales, ¿quién engendraría los conceptos? Sobrepasando ciertos límites, el empleo de fórmulas tales como «producción de conocimientos» comporta graves riesgos: tan pronto el término conocimiento se adapta acríticamente al modelo de la producción industrial, aceptando la división del trabajo existente y el empleo de dispositivos mecánicos (especialmente en lo relativo a los dispositivos cibernéticos), como se priva a ambos conceptos —producción y conocimiento— de todo contenido específico, bien desde el punto de vista del «objeto», bien desde el punto de vista del «sujeto» —lo que abre la puerta a las elucubraciones y a los desvaríos de lo irracional.
El espacio (social) no es una cosa entre las cosas, un producto cualquiera entre los productos: más bien envuelve a las cosas producidas y comprende sus relaciones en su coexistencia y simultaneidad: en su orden y/o desorden (relativos). En tanto que resultado de una secuencia y de un conjunto de operaciones, no puede reducirse a la condición de simple objeto. Ahora bien, nada hay imaginado, irreal o «ideal» comparable a la de un signo, a una representación, a una idea, a un sueño. Efecto de acciones pasadas, el espacio social permite que tengan lugar determinadas acciones, sugiere unas y prohíbe otras. Entre esas acciones, unas remiten al universo de la producción, otras al del consumo (es decir, al disfrute de los productos). El espacio social implica múltiples conocimientos. ¿Cuál es, pues, su estatus preciso? ¿Qué relación guarda con la producción?
Producir el espacio. Esta com...

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