Extraños en su propia tierra
eBook - ePub

Extraños en su propia tierra

Réquiem por la derecha estadounidense

Arlie Russell Hochschild, Amelia Pérez de Villar

Compartir libro
  1. 448 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Extraños en su propia tierra

Réquiem por la derecha estadounidense

Arlie Russell Hochschild, Amelia Pérez de Villar

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

La renombrada socióloga Arlie Hochschild se embarca en un interesante viaje que invita a la reflexión desde su liberal Berkeley, en California, hasta las profundidades de Luisiana, un bastión de la derecha conservadora. A medida que va conociendo a personas que se oponen firmemente a muchas de las ideas que ella siempre ha defendido, Hochschild encuentra sin embargo puntos de encuentro. Son personas con preocupaciones que comparten todos los estadounidenses: el deseo de comunidad, la aceptación de la familia y esperanzas para sus hijos. Así, Extraños en su propia tierra va más allá de la idea liberal más extendida de que se trata de personas que han sido engañadas para votar en contra de sus propios intereses.Hochschild encuentra vidas destrozadas por salarios estancados, la pérdida de un hogar, un sueño americano escurridizo, y analiza los puntos de vista políticos que tienen sentido en el contexto de sus vidas. Basándose en su conocimiento experto de la sociología de las emociones, nos ayuda a comprender cómo es la vida en el Estados Unidos republicano. A lo largo del camino, encuentra respuestas a una de las preguntas cruciales de la política estadounidense contemporánea: ¿por qué las personas que más se beneficiarían de la intervención gubernamental "liberal" aborrecen la sola idea?

Preguntas frecuentes

¿Cómo cancelo mi suscripción?
Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
¿Cómo descargo los libros?
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
¿En qué se diferencian los planes de precios?
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
¿Qué es Perlego?
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
¿Perlego ofrece la función de texto a voz?
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¿Es Extraños en su propia tierra un PDF/ePUB en línea?
Sí, puedes acceder a Extraños en su propia tierra de Arlie Russell Hochschild, Amelia Pérez de Villar en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Política y relaciones internacionales y Gobierno estadounidense. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2020
ISBN
9788412219210
imagen

01
Un viaje al corazón
La camioneta roja de Mike avanza despacio por el camino de tierra entre las hileras de caña de azúcar de tallo alto, alegres flecos de seda que ondean bajo el sol de octubre. Se extienden por la llanura aluvial todo lo que alcanzan mis ojos. Estamos en los terrenos de la plantación Armelise, como se llamaba en tiempos. A unos cuantos kilómetros al oeste el poderoso Misisipi empuja hacia el sur los sedimentos y desperdicios del Medio Oeste: pasa por Nueva Orleans y llega hasta el golfo de México.
—Caminábamos por aquí descalzos, por entre las hileras de caña —me cuenta Mike.
Es un hombre alto, blanco, de aspecto bondadoso. Tiene sesenta y cuatro años. Se quita las gafas de sol para inspeccionar una zona del cañaveral y se detiene. Saca el brazo estirado por la ventanilla de la camioneta y señala a la izquierda, a lo lejos.
—Por allí debe ser donde vivía mi abuela. —Y desplazando el brazo hacia la derecha, añade—: Y mi tío abuelo Tain tendría el taller de carpintería por allí.
No muy lejos vivía otro tío abuelo suyo, Henry, un mecánico al que apodaron Pook, que significa «montón de heno». Otro hombre, al que llamaban Piragua, regentaba la herrería donde iban Mike y un amigo a buscar esquirlas de metal que brillasen, según sus ojos infantiles, «como el oro». Su abuelo Bill supervisaba los cañaverales. La casa de la señorita Ernestine, continúa Mike, estaba al lado de… «eso de ahí». Ernestine era una mujer negra y esbelta con un pañuelo blanco en la cabeza, rememora Mike.
—Le gustaba preparar sopa de quingombó con mapache y zarigüeya, y nosotros le llevábamos los que tuviéramos de la caza del día y alguna amia calva que hubiéramos pescado. La recuerdo gritando por la ventana cuando su marido no conseguía arrancar el coche: «¡A ese coche le duele algo!».
Luego Mike señala lo que fue el camino embarrado que llevaba a la casa donde vivió de niño.
—Era una de esas casas típicas sureñas con estructura de pasillo, pero nos dio cobijo a nueve, y bastante bien.
La casa era un barracón para alojar a los esclavos de la plantación Armelise, renovado después. El padre de Mike era fontanero. Trabajaba en las casas de la plantación y en los alrededores. Al mirar por la ventanilla de la camioneta, Mike y yo no vemos lo mismo: él ve un mundo industrioso que amó y que ya no existe. Yo veo un campo verde.
Subimos una cuesta, bajamos otra y vamos caminando hasta la hilera de caña más cercana. Mike corta un tallo, recorta los dos extremos y lo parte en dos. Mascamos la fibra de la caña de azúcar y disfrutamos de su sabor dulce. Al volver a la camioneta, Mike continúa rememorando: el diminuto asentamiento de Banderville, ya desaparecido; a finales de los años setenta estaba desmantelado por completo. Unas tres cuartas partes de su población eran negras, una cuarta, blanca, pero recuerda que todos vivían en paz y armonía aunque no fueran iguales. La infancia de Mike transcurrió en la era del azúcar, el algodón y los arados tirados por mulas; su madurez, en la era del petróleo. De joven había trabajado en verano para ahorrar para la universidad: llevaba planchas de madera por un pantano infestado de mosquitos para construir las plataformas petrolíferas. Ya de adulto, comenzó su trabajo propiamente dicho (al principio, en un programa de prácticas) y en su día a día había tenido que calcular el tamaño, la resistencia y el coste de los materiales necesarios para construir aquellas enormes plataformas donde se asentarían las torres petroleras del golfo y para construir los tanques gigantescos, blancos y esféricos, donde se almacenaban cantidades ingentes de productos químicos y petróleo.
—Cuando yo era niño, si te parabas en la orilla de la carretera con el pulgar levantado, siempre te recogía alguien. Si eras tú el que conducía, recogías a cualquiera. Si alguien tenía hambre, se le daba de comer. Existía la comunidad. ¿Y sabes quién ha terminado con todo eso? —Hace una pausa—. El Gobierno de la nación.
Volvemos a montarnos en su camioneta roja, tomamos un trago de agua (ha traído botellas de plástico para los dos) y continuamos avanzando entre las cañas de azúcar mientras nuestra conversación deriva hacia la política.
—La mayor parte de los que viven aquí son cajunes, católicos y conservadores —explica; luego añade con entusiasmo—: Yo estoy con el Tea Party.
La primera vez que vi a Mike Schaff fue unos meses antes, al micrófono de una manifestación medioambiental en la escalinata del capitolio del estado de Luisiana, en Baton Rouge. La voz se le quebraba de la emoción. Había sido víctima de uno de los desastres medioambientales más extraños y devastadores que se habían producido en el país, que le había privado, literalmente, de su casa y de su comunidad; como un desagüe, se había tragado árboles de varias decenas de metros de altura convirtiendo de la noche a la mañana cuarenta acres de terreno en una ciénaga, como contaré más adelante. Y aquello me hizo cuestionarme algo muy en serio: el desastre lo había provocado una empresa de perforaciones sometida a una legislación muy poco rigurosa, pero Mike, como partidario del Tea Party, había acogido con alegría cualquier medida de desregulación que impidiera los controles gubernamentales. Y el Gobierno había impuesto recortes drásticos del gasto, incluso en materia de protección medioambiental. ¿Cómo podía entonces estar allí, al borde del llanto, recordando la casa que había perdido mientras reclamaba un mundo despojado de todo control salvo en el ámbito de lo militar y la asistencia en caso de huracán? Yo no entendía nada. Sentí que había un muro entre nosotros.
Muros de empatía
Puede decirse que he venido a Luisiana llevada por cierto interés en los muros. Y no me refiero a los físicos, visibles, como los que separan a los católicos de los protestantes en Belfast, a los estadounidenses de los mexicanos en la frontera de Texas o, en otro tiempo, a los residentes de Berlín Oriental y Berlín Occidental. Lo que me interesa son los muros de la empatía. Un muro de empatía es un obstáculo que impide comprender a otra persona, una barrera que nos hace sentir indiferencia, incluso hostilidad, hacia quienes profesan creencias diferentes a las nuestras o han vivido su infancia en circunstancias distintas. En los periodos de turbulencia política tendemos a aferrarnos a las certezas inmediatas. Metemos con calzador toda la información que vamos recibiendo en una ideología que tenemos ya configurada. Nos damos por satisfechos con conocer a los que tenemos enfrente solo de forma superficial. Pero es posible conocer a los otros desde dentro sin modificar nuestras convicciones, ver la realidad a través de sus ojos, entender las conexiones que existen entre vida, sentimientos y política. ¿No equivale eso a atravesar el muro de la empatía?[1] Yo pensaba que sí.
Pedí a Mike Schaff que me mostrara el lugar donde se había criado porque quería entender, si era posible, su forma de ver el mundo. Me presenté diciéndole: «Yo soy de Berkeley (California). Soy socióloga y estoy intentando entender la profunda división que existe en nuestro país. Para ello he tratado de salir de mi burbuja política y conocer a gente como usted». Mike asintió cuando mencioné la división y apostilló: «¿De Berkeley? ¡Allí deben de ser todos comunistas!». E hizo una mueca que parecía sig...

Índice