El velo alzado
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El velo alzado

  1. 50 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Latimer es un joven frágil y enfermizo, con la sensibilidad del poeta: inútil para toda actividad utilitaria que pudiera hacerle ocupar un lugar enla sociedad, pero despierto a la belleza del arte y la naturaleza. Sería el prototipo del héroe romántico, si no fuera porque Latimer es un poeta mudo [...] Tras el embate de una enfermedad indefinida se descubre poseedor del don de la clarividencia. La clarividencia de Latimer es una inusual incursión de Eliot en el terreno del romanticismo y el gótico, por no hablar de la resucitación de una muerta –la oscura señora Archer–, mediante una transfusión. Como en Frankenstein, que lo precede y que probablemente Eliot haya leído, aquí también la ciencia, y la ambición intelectual que la acucia, se presentan como un peligroso catalizador de la desgracia.

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CAPÍTULO II

Antes de que el otoño llegara a su fin, y mientras llas hojas marrones eran aún espesas en las hayas de nuestro parque, mi hermano y Bertha estaban prometidos, y se daba por entendido que su boda tendría lugar a principios de la siguiente primavera. Pese a la certeza que había sentido desde aquel momento en el puente en Praga, de que algún día Bertha sería mi esposa, mi timidez y desconfianza constitutivas me habían seguido ofuscando, y las palabras con las que a veces había premeditado una confesión de mi amor se habían ido apagando sin ser pronunciadas. El mismo conflicto había persistido en mi interior igual que antes: el anhelo de una garantía de amor de labios de Bertha, el pavor de que una palabra de desdén y negación cayera sobre mí como un ácido corrosivo. ¿Qué me importaba la convicción de una necesidad distante? Temblaba bajo una mirada presente, estaba ávido de un gozo presente, un temor presente me embarazaba y helaba. Y así pasaron los días: fui testigo del cortejo de Bertha y oí hablar de su matrimonio como si estuviera en una pesadilla consciente —sabiendo que era un sueño que se esfumaría, pero sintiendo que me sofocaba la presión de dedos fuertemente apretados.
Cuando no estaba en presencia de Bertha —y estaba con ella muy a menudo, pues seguía tratándome con un auspicio juguetón que no despertaba celos en mi hermano— pasaba el tiempo principalmente vagabundeando, dando paseos, o en largas cabalgatas mientras duraba la luz del día, y luego me encerraba con mis libros sin leer; porque los libros habían perdido el poder de cautivar mi atención. Mi inseguridad había alcanzado ese extremo de intensidad en el que nuestras propias emociones adquieren la forma de un drama que insiste en exhibirse de manera imperativa ante nuestra contemplación, y empezamos a llorar, menos bajo el efecto de nuestro sufrimiento que por la idea del mismo. Sentía una especie de angustia compasiva por el patetismo de mi propia suerte: la suerte de un ser minuciosamente constituido para el dolor, pero con apenas fibra alguna que respondiera al placer; para quien la idea de un mal futuro despojaba al presente de su gozo, y para quien la idea de un bien futuro no apaciguaba el desasosiego de un anhelo o de un terror presentes. Atravesaba enmudecido esa fase del sufrimiento del poeta, en la que siente la deliciosa punzada de la expresión, y crea una imagen de sus penas.
No recibía amonestación alguna en lo que hace a esta vida soñadora y caprichosa: sabía lo que mi padre pensaba de mí: “Ese chico nunca será bueno para nada en la vida: que malgaste sus años de manera insignificante con el ingreso que le venga: no me preocuparé por encontrarle una carrera.”
Una mañana templada de principios de noviembre, sucedió que yo estaba fuera del pórtico, acariciando al perezoso César, un terranova casi ciego de tan viejo, el único perro que alguna vez me prestó atención —porque los perros mismos me rehuían, y le hacían festejos a la gente más alegre a mi alrededor—, cuando el mozo de cuadra trajo al caballo de mi hermano que habría de llevarlo a la cacería, y mi hermano mismo apareció en la puerta, rubicundo, el pecho ancho, y satisfecho de sí mismo, sintiendo que era un tipo de lo más afable por no comportarse de manera insolente con todos nosotros en virtud de sus grandes ventajas.
—Latimer, camarada —me dijo en un tono de cordialidad compasiva—, ¡es una lástima que no eches una carrera con los sabuesos de vez en cuándo! ¡Es lo mejor del mundo para el desánimo!
“¡Desánimo!”, pensé amargamente, mientras él se alejaba cabalgando; “ése es el tipo de frase con que las naturalezas burdas y estrechas de miras como la tuya piensan que describen experiencias de las que tú no puedes saber nada más de lo que sabe tu caballo. A aquellos como tú les toca lo bueno de este mundo: insulsez a punto, sano egoísmo, afable presunción —éstas son las llaves de la felicidad.”
Me llegó el veloz pensamiento de que mi egoísmo era incluso más fuerte que el suyo: era nada más un egoísmo sufriente, en lugar de gozoso. Pero entonces, de nuevo, mi exasperante penetración del alma autocomplaciente de Alfred, ese ser libre de todas las dudas y temores, los anhelos insatisfechos, las torturas exquisitas de la sensibilidad que habían tejido la red de mi vida, parecía absolverme de todo vínculo con él. Ese hombre no necesitaba compasión, ni amor; habría sentido esas sutiles influencias tan poco como siente la roca la delicada neblina blanca que la acaricia. A él no le aguardaba ningún mal: si no contraía matrimonio con Bertha, sería por haber encontrado una suerte más placentera para él.
La casa del señor Filmore quedaba a no más de media milla más allá de nuestras puertas, y siempre que sabía que mi hermano había salido en otra dirección, me dirigía ahí buscando la oportunidad de encontrar a Bertha en casa. Más tarde ese día me dirigí hacia allá. Por una rara casualidad estaba sola, y caminamos juntos por los jardines, porque ella rara vez iba a pie más allá de los caminos de grava pulcramente barridos. Recuerdo qué sílfide más hermosa me parecía ser mientras el sol bajo de noviembre brillaba en su cabello rubio, e iba con paso ágil mofándose de mí con su chanza ligera habitual, que yo escuchaba a medias con afecto, a medias de mal humor; ésa era la única señal que llegaba a hacerme el misterioso ser interior de Bertha. Quizás hoy predominaba el mal humor, porque aún no me había librado del acceso de odio celoso que mi hermano había provocado en mí con su despedida condescendiente. Repentinamente la interrumpí, sobresaltándola al decir, casi con fiereza:
—Bertha, ¿cómo puedes amar a Alfred?
Me miró sorprendida por un momento, pero pronto regresó su sonrisa ligera, y respondió con sarcasmo:
—¿Por qué supones que lo amo?
—¿Cómo puedes preguntármelo, Bertha?
—¡Qué! ¿Tu sabiduría presume que debo amar al hombre con quien voy a casarme? Lo más desagradable del mundo. Me pelearía con él; me pondría celosa; el gobierno de nuestro ménage sería de lo más incivil. Un poco de callado desprecio contribuye con creces a la elegancia de la vida.
—Bertha, esos no son tus verdaderos sentimientos. ¿Por qué te deleitas tratando de engañarme al inventar palabras tan cínicas?
—Nunca necesito tomarme la molestia de inventar con el fin de engañarte, mi pequeño Tasso4 (ese era el nombre burlón con que normalmente me llamaba). La forma más fácil de engañar a un poeta es decirle la verdad.
Estaba probando la validez de su epigrama de manera atrevida, y por un momento la sombra de mi visión —la Bertha cuya alma no era un secreto para mí— pasó entre yo y la chica radiante, la sílfide juguetona cuyos sentimientos eran un misterio fascinante. Supongo que debí de estremecerme, o delatar de alguna otra forma mi momentáneo escalofrío de horror.
—¡Tasso! –dijo, cogiendo mi muñeca, y luego, volviéndose para asomarse a mi rostro—: ¿de verdad estás empezando a apreciar cuán despiadada soy? ¡Anda!, no eres ni la mitad del poeta que pensaba que eras; eres realmente capaz de creer la verdad sobre mí.
Pasó la sombra entre nosotros, y ya no era el objeto más cercano a mí. La muchacha cuyos dedos ligeros me asían, cuyo rostro encantador y travieso estudiaba el mío —quien, pensé, estaba delatando un interés en mis sentimientos que no habría confesado directamente—, esta presencia de cálido aliento volvió a poseer mis sentidos y mi imaginación como una melodía de sirena que volvía tras haber sido dominada por un instante por el bramido de amenazantes olas. Fue un momento tan delicioso para mí como el despertar a una conciencia de juventud tras un sueño de edad madura. Olvidé todo excepto mi pasión, y dije con ojos anegados:
—Bertha, ¿me amarás cuando estemos recién casados? No me importaría si realmente me amaras sólo durante un breve tiempo.
Su mirada de estupefacción, al soltar mi mano y alejarse de mí sobresaltada, me regresó a la conciencia de mi indiscreción extraña y criminal.
—Perdóname —dije, apresuradamente, tan pronto como pude hablar de nuevo—. No sabía lo que decía.
—Ah, puedo ver que el arrebato de locura de Tasso ha comenzado —respondió en voz baja, pues se había repuesto más rápido que yo—. Dejémoslo irse a casa a calmar su ánimo. Yo debo entrar, pues se está poniendo el sol.
La dejé, lleno de indignación contra mí mismo. Había dejado escapar palabras que, si reflexionaba sobre ellas, podrían despertar en ella una sospecha sobre mi anormal condición mental —sospecha que me horrorizaba más que nada—. Y además de eso, me avergonzaba de la aparente bajeza que había cometido al proferirlas ante la prometida de mi hermano. Deambulé rumbo a casa lentamente, entrando a nuestro parque no por la casa del guarda, sino por una puerta privada. Al acercarme a la casa vi a un hombre que cruzaba el parque como un rayo desde los establos. ¿Había sucedido algún accidente en casa? No; quizá se trataba solamente de uno de los perentorios recados de negocios de mi padre que exigía esta prisa desbocada. No obstante, apuré el paso sin ningún motivo definido, y pronto estuve en la casa. No me entretendré en la escena que encontré ahí. Mi hermano estaba muerto: había sido derribado de su caballo, muriendo en el acto por conmoción cerebral.
Subí a la habitación donde él yacía, y donde mi padre estaba sentado a su lado con un aspecto de rígida desesperación. Desde nuestro regreso a casa, yo había rehuido a mi padre más que a ninguna otra persona, pues la radical antipatía entre nuestras naturalezas hacía de mis atisbos en su interior una aflicción constante para mí. Pero ahora, al acercarme a él y detenerme a su lado en un triste silencio, sentí la presencia de un nuevo elemento que nos fundía en una unión que no habíamos tenido nunca. Mi padre había sido uno de los hombres más exitosos en el mundo de hacer dinero: no había padecido ningún sufrimiento sentimental, ninguna enfermedad. La aflicción más grave que le había acontecido era la muerte de su primera esposa. Pero poco después contrajo matrimonio con mi madre; y recuerdo que, ante mi aguda observación infantil, parecía exactamente el mismo que antes a la semana siguiente a su muerte. Pero ahora, al fin, había llegado una pena: la pena de la vejez, que sufre más por el derrumbe de su orgullo y esperanzas, en proporción a lo que ese orgullo y esperanza tengan de limitado y prosaico. Su hijo pronto habría contraído matrimonio; probablemente se habría presentado como candidato para el municipio en las siguientes elecciones. La existencia de ese hijo era el mejor motivo que podía alegarse para hacer nuevas adquisiciones de tierras cada año con el fin de completar la finca. Es cosa monótona vivir haciendo las mismas cosas año tras año, sin saber por qué las hacemos. Quizá la tragedia de la juventud y pasión frustradas es menos lastimosa que la tragedia de la vejez y mundanidad decepcionadas.
Al asomarme a la desolación del corazón de mi padre, sentí un movimiento de profunda piedad hacia él,...

Índice

  1. INTRODUCCIÓN
  2. EL VELO ALZADO
  3. CAPÍTULO I
  4. CAPÍTULO II
  5. OTRAS OBRAS