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Harmut Rosa

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Harmut Rosa

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El esfuerzo central de la modernidad es aumentar su acceso ilimitado a todo el mundo exterior y poder generar una disponibilidad permanente. Sin embargo, esto provoca una alienación progresiva entre el sujeto (experiencial) y el objeto (que lo encuentra): el hombre y la realidad. En contra de este mundo silenciado en el que ya no hay diálogo, Hartmut Rosa establece el concepto de resonancia, entendida como la relación impredecible en un mundo no disponible. En efecto, la resonancia se produce cuando nos involucramos con lo extraño, lo irritante, con todo lo que está fuera de nuestro alcance. El resultado de este proceso no puede predecirse ni planificarse, por lo que el evento de la resonancia siempre va acompañado de un momento de indisponibilidad.En este novedoso libro, Rosa propone una estación intermedia en la reflexión sobre la relación entre la resonancia y la disponibilidad. Se trata de pensar aquello que es identificado como la contradicción fundamental de la modernidad, de los interrogantes acerca de lo indisponible. De esta manera, surge una reflexión que quizás pueda echar nueva luz sobre los problemas tanto políticos como personales de nuestra cotidianeidad, en las luchas internas y externas que llevamos adelante todos los días.

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Información

Año
2021
ISBN
9788425444234
Categoría
Philosophy


1. El mundo como punto de agresión

La idea que constituye el punto de partida de mis reflexiones es la siguiente: los seres humanos están siempre ya colocados en un mundo o, como dice el fenomenólogo francés Maurice Merleau-Ponty, son «hacia el mundo». La primera chispa de conciencia al despertar a la mañana o luego de la anestesia, y probablemente también la primera impresión de conciencia de un recién nacido, es la impresión de un presente: algo está ahí; algo está presente.1 Este presente puede comprenderse como la forma originaria de aquello que paulatinamente experimentamos, exploramos y entendemos como mundo; sin embargo, precede esencialmente a la separación entre sujeto y mundo. Partiendo de la forma originaria «algo está ahí; algo está presente», he intentado desarrollar una sociología de la relación con el mundo. Esta sostiene que el sujeto y el mundo no son el presupuesto sino el resultado de nuestra relación con ese presente: poco a poco, en el proceso de nuestra maduración, aprendemos a diferenciar, dentro de ese «algo», entre nosotros como sujetos experienciales y el mundo como aquello que nos encuentra. De esta manera, el talante de la relación constituye lo que somos como seres humanos y también aquello que nos encuentra como mundo. En las páginas siguientes me referiré repetidamente al sujeto (experiencial) y al objeto (que lo encuentra); sujeto y objeto deben comprenderse aquí como los dos polos —el polo sí-mismo y el polo mundo— de una relación que los constituye a ambos.
La pregunta fundamental de la sociología de la relación con el mundo es entonces la siguiente: ¿cuál es la hechura de ese algo que está ahí presente? ¿Es benévolo y protector, tentador y promisorio, indiferente y frío, o acaso amenazante y peligroso? A diferencia de los filósofos, psicólogos y teólogos —los cuales se ocupan profesionalmente de la pregunta acerca del puesto del ser humano en el cosmos—,2 sostengo que nuestra manera de relacionarnos con el mundo no está simplemente definida por nuestra condición humana, sino que depende de las condiciones sociales y culturales en las que estamos socializados. Aprendemos y hacemos habitual una determinada toma de posición o una actitud práctica hacia el mundo que va mucho más allá de nuestra «imagen» cognitiva del mismo, esto es, de nuestras asunciones y convencimientos conscientes acerca de aquello que existe y es importante en el mundo. Y una primera tesis directriz que quiero desarrollar en este ensayo es la siguiente: para los sujetos tardomodernos, el mundo se ha convertido por completo en un punto de agresión.3 Todo lo que aparece debe ser conocido, dominado, conquistado y aprovechado. A primera vista, formulado de manera abstracta, esto suena banal. Pero no lo es. Por detrás se esconde una lenta reforma histórico-cultural y económico-institucional de nuestra relación con el mundo que se remonta hacia muy atrás en el tiempo; en el siglo XXI esta reforma alcanza una nueva radicalidad, especialmente debido a las posibilidades técnicas de la digitalización, la competencia desatada y los constreñimientos político-económicos al incremento y la optimización provenientes del capitalismo financiero.4
Desarrollaré esto más detenidamente en lo que sigue; ahora solo quiero ilustrarlo con algunos pocos ejemplos. Consideremos la relación con nuestro propio cuerpo. Todo lo que percibimos en él se encuentra tendencialmente sujeto a la presión de la optimización. Nos subimos a la balanza: nuestro peso debe ser reducido. Nos vemos en el espejo: el grano debe desaparecer y también la cicatriz. Medimos nuestra presión sanguínea: deberíamos bajarla. El número de pasos realizados por día: deberíamos aumentarlo. El nivel de insulina, el tamaño de los pechos, etc. Experimentamos todos estos parámetros como exigencias de mejora, aun cuando podamos ignorar o rechazar estas exigencias. Además, debemos ser más serenos, estar más relajados y más atentos, tener más conciencia ecológica, etc. Pero también aquello que nos encuentra fuera de nuestro sí-mismo porta este carácter de exigencia: las montañas deben ser escaladas; los exámenes, aprobados; los peldaños profesionales, ascendidos; los amantes, conquistados; los lugares, visitados y fotografiados («uno debe ver eso alguna vez en la vida»); los libros, leídos; las películas, vistas; etc. Incluso allí donde parecemos no estar orientados a la «conquista», puede reconocerse esta actitud, no solamente de manera latente, sino incluso manifiesta: en algunos juegos de bebida deben «romperse las marcas» de ingesta de alcohol; en el coro debe «dominarse» (sin errores) al difícil Mendelssohn. La vida cotidiana de los sujetos tardomodernos promedio en las zonas pertenecientes al denominado mundo «moderno desarrollado» se concentra y extenúa en el cumplimiento de atiborradas listas de quehaceres, y las entradas en esta lista constituyen los puntos de agresión a través de los cuales nos encuentra el mundo: las compras, la llamada a la tía enferma, la visita al médico, el trabajo, la fiesta de cumpleaños, el curso de yoga: resolver, conseguir, eliminar, dominar, borrar, cumplimentar.
Por supuesto, en este punto nos vemos tentados a preguntar: ¿esto no es normal? ¿No fue siempre así? ¿El mundo y la realidad no aparecen siempre para nosotros, los seres humanos, como una resistencia?5 Según mi tesis, esta normalización y naturalización de una relación agresiva con el mundo es el resultado de un proceso de conformación social que se desarrolla desde hace más de tres siglos. Estructuralmente, este proceso se basa en el principio de la estabilización dinámica y, culturalmente, en el principio del incesante aumento del alcance. Esto suena complicado, pero la idea fundamental es muy simple. Según creo, la configuración y la dinámica de nuestra formación social solo pueden comprenderse a la luz de la interacción entre la complexión institucional y estructural de la misma, y sus momentos impulsores de carácter cultural, es decir, sus miedos, promesas y deseos. La dimensión estructural puede describirse con los instrumentos de la observación científica empírica, es decir, desde la perspectiva de tercera persona: el mismo punto de vista que adoptamos para observar y describir, por ejemplo, las órbitas de los planetas. Lo que no puede aprehenderse de esta manera es el momento dinámico y energético de la sociedad: la vida social y el cambio social tienen lugar con base en los miedos y las esperanzas de los seres humanos que viven en una formación social, y estos motivos impulsores —las promesas y los temores— solo pueden reconstruirse desde la perspectiva de primera persona, esto es, hermenéuticamente, en términos de las ciencias de la cultura. Dado que ya he desarrollado extensamente mi análisis tanto estructural como cultural de la Modernidad en varios libros, me limitaré aquí a presentar un breve resumen.6
Desde el siglo XVIII tiene lugar un cambio estructural en todos los planos de la vida institucional de la Modernidad de cuño occidental. Como consecuencia de este cambio, la estructura fundamental de la sociedad solo puede mantenerse a través de un constante incremento. Una sociedad es moderna cuando solo puede estabilizarse de manera dinámica, es decir, cuando necesita el constante crecimiento (económico), la aceleración (técnica) y la innovación (cultural) para mantener su status quo institucional. Esta es mi definición de una sociedad moderna. Así, paulatinamente, en la percepción cultural la perspectiva del incremento se transforma en su opuesto: pasa de ser una promesa a una amenaza. El crecimiento, la aceleración y la innovación ya no aparecen como la promesa de mejorar la vida, sino como una amenaza apocalíptico-claustrofóbica: si no somos mejores, más rápidos, más creativos, más eficientes, etc., perderemos puestos de trabajo y cerrarán empresas; se hundirá la recaudación tributaria al tiempo que aumentará el gasto estatal; habrá una crisis presupuestaria y no podremos mantener nuestros sistemas de salud y pensiones ni tampoco nuestras instituciones culturales; los márgenes de maniobra política se tornarán cada vez más estrechos, de manera tal que el sistema político perderá legitimidad. Hoy en día, al comienzo del siglo XXI, todo esto puede estudiarse de manera instructiva a la luz de la crisis recesiva de Grecia. Allí la voluntad de incremento no surge ni individual ni colectivamente de la promesa de un progreso en la calidad de vida, sino de la amenaza de una pérdida (ilimitada) de lo ya conseguido. Por tanto, quien afirma que la Modernidad es impulsada por el deseo de ir más alto, más rápido y más lejos desconoce su realidad estructural: no es la codicia de conseguir más sino el miedo de tener cada vez menos lo que mantiene el juego del incremento. Nunca es suficiente; no porque seamos insaciables, sino porque todo el tiempo y en todos lados parecemos encontrarnos en unas escaleras mecánicas descendientes: si paramos o nos detenemos, perderemos terreno ante un mundo hiperdinámico con el cual nos enfrentamos en una competencia ubicua. Ya no hay nichos ni mesetas que nos permitan detenernos o decir: «es suficiente». Esto se observa empíricamente, por ejemplo, en la actitud de los padres en las denominadas sociedades desarrolladas: ya no dicen estar motivados por la esperanza de que a sus hijos les vaya mejor que a ellos, sino por la exigencia de hacer todo lo posible para que no les vaya peor.
Dado que las sociedades modernas solo pueden estabilizarse en el modo del incremento —es decir, dinámicamente—, están estructural e institucionalmente constreñidas a poner cada vez más mundo a disponibilidad, a colocarlo técnica, económica y políticamente al alcance: aprovechar materias primas, abrir mercados, activar potenciales sociales y psíquicos, aumentar las posibilidades técnicas, profundizar la base de conocimiento, mejorar las posibilidades de manejo y control, etc.
Pero sería un grave malentendido considerar el miedo (a quedarse atrás) como el recurso motivacional de este afán de expansión de la Modernidad. Ninguna formación social puede existir por largo tiempo (y mucho menos de manera tan resiliente y robusta como la Modernidad capitalista) solamente basándose en el miedo. Como segundo momento impulsor debe entrar en juego una fuerza positiva y atractiva, y esta fuerza puede identificarse en la promesa del aumento del alcance de mundo.7 Como correlato cultural de la lógica estructural de la estabilización dinámica, en la autocomprensión de la Modernidad se desarrolló una idea tremendamente poderosa que penetra hasta en los poros más finos de nuestra vida psíquica y emocional: la idea según la cual el aumento de nuestro alcance de mundo constituye la clave de una vida buena o mejor. Nuestra vida mejorará si logramos poner (más) mundo al alcance; así afirma el mantra inexpresado —pero reificado y reiterado incesantemente en la acción— que rige la vida moderna. Actúa de modo tal que tu alcance de mundo aumente: como lo intentaré mostrar en este ensayo, en la tardomodernidad este imperativo categórico se ha convertido en el principio dominante de decisión en todos los ámbitos de la vida y a lo largo de todas las edades: desde la temprana niñez a la vejez. Este imperativo explica el atractivo del dinero: echando un vistazo al estado de nuestra cuenta bancaria puede saberse la cantidad de mundo que tenemos al alcance. Si tenemos mucho dinero, entonces están a nuestro alcance el crucero por el Mar del Sur, la casita de fin de semana en los Alpes, el apartamento de lujo en Hamburg-Winterhude, el Ferrari, la cadena de diamantes, el piano Steinway, la cura ayurveda en la India o un tour guiado al monte Everest; si somos multimillonarios, incluso entran en consideración un viaje a la Luna o a Marte. En cambio, si estamos en bancarrota ya no podemos ni siquiera solventar el autobús a casa, el sándwich del almuerzo ni un apartamento en un sótano: todo esto se encuentra fuera de nuestro alcance financiero.
Asombrosamente, la promesa de la ampliación de nuestro radio de lo visible, lo accesible y lo alcanzable puede explicar la energía motivacional detrás de toda la historia de la técnica. Podemos comprender esto inmediatamente a la luz de la historia de la ampliación de nuestro radio de alcance individual gracias a los medios de transporte. Para la mayoría de los niños, la primera bicicleta y el aprendizaje a montar en ella son momentos fundamentales en el desarrollo de su relación con el mundo. ¿Por qué? Porque con la primera bicicleta se amplía evidentemente el horizonte de aquello que podemos alcanzar autónomamente, por nuestros propios medios: ahora puedo pedalear al lago, al bosque de las afueras del pueblo; «mi» mundo se amplía sensiblemente. Para el niño de pueblo, esta experiencia se repite luego, paso a paso, con el ciclomotor o la motocicleta —con ellos el pueblo vecino se pone al alcance— y luego, por supuesto, con el registro de conducir y el propio coche: ellos ponen al alcance individual, cotidiano-práctico, la ciudad más cercana con todas sus tentaciones y promesas. Finalmente, el avión coloca a Londres, Río y Tokio en el horizonte de lo alcanzable, y el cohete vuelve accesible la Luna, aunque esta no sea una experiencia cotidiana. No mu...

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