La Revolución francesa y Napoleón
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La Revolución francesa y Napoleón

El fin del Antiguo Régimen y el inicio de la Edad Contemporánea

Manuel Santirso

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La Revolución francesa y Napoleón

El fin del Antiguo Régimen y el inicio de la Edad Contemporánea

Manuel Santirso

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El escritor alemán J. W. von Goethe, exclamó ante las fuerzas desplegadas en la batalla de Valmy de 1792 "aquí y ahora comienza una nueva era de la historia universal". Esta afirmación tan categórica se ha convertido en un tópico escolar, que data el nacimiento de la Edad Contemporánea el 14 de julio de 1789 con la toma de la Bastilla. Y es que en las últimas décadas del siglo xviii y las primeras del xix se gestó un cambio drástico en la historia humana, y la Revolución francesa fue una pieza imprescindible de esa bisagra histórica que aportó la instauración consciente de principios clave para las siguientes épocas, como la libertad, la igualdad, la propiedad y —después de un largo recorrido— la fraternidad.Este libro narra las causas del estallido revolucionario, la falta de realismo de la etapa monárquica y constitucional, la radicalización que supuso la Convención y los a menudo olvidados aciertos del período directorial. Sin olvidar, por supuesto, la etapa napoleónica ni la notable expansión del Imperio forjado por Bonaparte antes de su caída definitiva en 1815. Para entonces, el Antiguo Régimen ya estaba acabado en la parte de Europa en la que la Revolución francesa —y con ella una nueva era de la historia— se habían impuesto.

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Información

Año
2021
ISBN
9788413610146
Categoría
Historia

La revolución y la Asamblea Nacional
~ 1789-1792 ~

Tomados en conjunto, los diputados del estamento noble (270) mostraban una tendencia poco o nada propicia a las reformas, mientras que la representación clerical (291) exhibía un carácter más aperturista, como demostraba el hecho de que solo vistiesen el morado episcopal 46 diputados. Por extraño que resulte, había también tres clérigos y once nobles entre los representantes del Tercer Estado (578), junto a unos dos centenares de abogados, un centenar de negociantes y manufactureros… y un solo campesino.
Hay que aclarar que los representantes concurrían a los Estados Generales con intenciones muy diversas, y aun opuestas. El grueso de la representación noble y eclesiástica veía en la inusual convocatoria el medio de resistir a las reformas fiscales y administrativas que se habían anunciado y de afianzar su condición privilegiada, en tanto que los representantes del Tercer Estado albergaban la esperanza de transformar la monarquía absoluta francesa en un régimen representativo. En este sentido, tenían bien presentes los ejemplos de la monarquía parlamentaria inglesa, y sobre todo de los Estados Unidos de América, a cuyo surgimiento habían contribuido las armas francesas y de los cuales llegaban noticias constantemente. De la nueva república seducía menos el serlo que el haberse dotado de una Constitución (1787), una base política muy acorde con el racionalismo y con la concepción de derecho natural entonces dominantes.
Emmanuel-Joseph Sieyès
No es habitual que una sola persona señale varias veces la salida de encrucijadas políticas de primer orden, y sin embargo eso hizo Emmanuel-Joseph Sieyès (Fréjus, 1748-París, 1836), vicario general en la catedral de Chartres cuando se convocaron unos Estados Generales en los que se integraría como representante del Tercer Estado.
Esa contradicción, una de tantas en su larga trayectoria política y vital, no se percibió cuando en enero de 1789 apareció su famoso opúsculo ¿Qué es el Tercer Estado?, pues este se publicó de forma anónima. En él se define el Tercer Estado como una nación en sí, cuya conquista del poder pasaba por tener «1.º verdaderos representantes en los Estados Generales, es decir, diputados salidos de su orden, […]. 2.º una cantidad de representantes igual a la de los otros dos órdenes juntos […]. 3.º que los votos se cuenten por cabeza y no por órdenes».
Durante los debates constitucionales, Sieyès estableció la distinción sofística entre ciudadanos activos y pasivos (las mujeres, los pobres, los menores, los extranjeros) que serviría durante décadas para justificar el sufragio censitario y evitar el universal.
Sieyès sobrevivió a la peligrosa política de los años siguientes («Estoy vivo» fue su balance en 1794). Presidió la Asamblea Constituyente en 1790; formó parte de la Convención, donde votó a favor de la ejecución de Luis XVI; la presidió tras Termidor; encabezó también el Consejo de los Quinientos en 1796 y el Directorio en junio de 1799. Buscó entonces a un militar en ascenso que implantase un régimen de fuerza, para lo que convenció a Napoleón. No había acabado el año y Sieyès había estampado de nuevo su sello personal en una norma que regiría durante décadas en los Estados con colonias: gobernarlas mediante leyes especiales.
Tuvo que exiliarse en los Países Bajos durante la Restauración y no volvió a Francia hasta 1830.
Los representantes del Tercer Estado exhibieron enseguida una gran capacidad de organización, que pusieron al servicio de una estrategia posibilista. Una vez que se había conseguido superar en número a la suma de los privilegiados, el objetivo táctico pasó a ser el voto por cabeza y no por estamento, que anulaba la ventaja numérica conseguida. Como el rey se negó, los trabajos en los Estados Generales quedaron paralizados durante más de un mes.
Los diputados del Tercer Estado no buscaban ni preveían la posterior ruptura revolucionaria, pero dentro del reformismo subieron la apuesta. El 10 de junio invitaron a unirse a ellos a los diputados del clero y la nobleza que así lo quisieran, bien entendido que no eran considerados imprescindibles. En efecto, el 17 de junio de 1789 los representantes del Tercer Estado se proclamaron Asamblea Nacional, nombre que aún conserva el Parlamento francés. Al ser la voz de la inmensa mayoría de los ciudadanos, se bastaban para proporcionar al reino la nueva ordenación legal y política que necesitaba.
Entretanto, Luis XVI había dado otro de sus bruscos giros. Aceptó la sugerencia de Necker de celebrar una Sesión Real (Séance royale) conjunta de los tres estamentos para calmar los ánimos mediante algunas concesiones, pero no lo anunció oficialmente. En vez de eso, el día 19 de junio dio orden de cerrar la Salle des États, donde se reunía la Asamblea, con la excusa de que había que efectuar obras en ella para la Sesión Real. Cuando llegaron al día siguiente, los diputados se encontraron con las puertas cerradas y custodiadas por los soldados. En lugar de acobardarse, como el rey pretendía, los asamblearios se dirigieron en masa hacia un frontón en Versalles, el Jeu de Paume, bajo cuyo techo juraron la fórmula solemne redactada por Sieyès: «no separarse nunca y reunirse donde y cuando las circunstancias lo exijan hasta que la Constitución del reino quede establecida y afirmada sobre bases sólidas».
La Sesión Real se celebró por fin el 23 de junio, pero solo para que, tras la promesa de algunas reformas menores, el rey prohibiera la reunión conjunta de los tres estamentos y ordenase la disolución de la Asamblea Nacional. Semejante resolución solo podía cumplirse mediante la violencia, pero Luis XVI no se decidió a usarla; por su parte, la Asamblea ignoró la orden y prosiguió con sus trabajos. El día 25 ya se habían incorporado a ella 47 representantes del estamento noble y 149 del eclesiástico. Al rey no le quedó más remedio que rectificar, así que el 27 de junio ordenó al resto de los representantes de los estamentos privilegiados que se incorporasen a la Asamblea. El 9 de julio, esta se declaró además constituyente, un carácter que mantendría hasta septiembre de 1791.
Había concluido una primera fase de confrontación legal, incluso legalista, en la que una nueva elite muy bien trabada y provista de un programa alternativo claro le había ganado el pulso al monarca. La revolución no había comenzado aún, y no era inevitable que estallara. Sin embargo, el 27 de junio, el mismo día en que había decretado la fusión de los estamentos, Luis XVI también había dado órdenes a varios de sus generales para que concentraran sus tropas —unos 20 000 soldados— alrededor de Versalles y París. Por si alguien creía aún que el rey se conformaba con lo sucedido y buscaba la conciliación, el 11 de julio destituyó a Necker y lo reemplazó por el barón de Breteuil, un miembro conspicuo de la facción reaccionaria de la corte que giraba en torno a la reina María Antonieta.
El juramento del Jeu de Paume, una obra de Jacques-Louis David (1791).
El juramento del Jeu de Paume, una obra de Jacques-Louis David (1791).

El estallido revolucionario

Si se quería exasperar a la plebe, mediados de julio era el mejor momento del año para hacerlo. Se atravesaba entonces la fase de «soldadura» de los precios del trigo, cuando alcanzaban su punto máximo, porque casi se habían agotado las reservas de la cosecha anterior y todavía no había llegado la nueva. La carestía había provocado más de una vez la protesta popular en una época en que la mayoría de los ingresos de las capas sociales más bajas se invertían en alimentación y el pan constituía la base de la dieta. Para colmo, 1788 había registrado una cosecha especialmente pobre, así que los precios de la harina y el pan se habían disparado.
En este clima, la noticia de la destitución de Necker produjo de inmediato reacciones en París, donde se habían seguido con ansiedad los acontecimientos de Versalles y se vivía una politización sin precedentes. La Bolsa cerró y los espectáculos se suspendieron, mientras se multiplicaban las reuniones en los centros de agitación, entre los cuales el más destacado era el conjunto comercial y de recreo del Palais-Royal, que pertenecía a los Orléans. El propagandista Camille Desmoulins, que no había conseguido entrar en la Asamblea, arengó allí a las masas el 12 de julio, lo que desencadenó una búsqueda de armas en depósitos públicos y privados. Ese mismo día, los electores del Tercer Estado de la ciudad de París se reunieron en su ayuntamiento, se constituyeron en comisión permanente y decretaron la formación de una milicia cívica. Antes de que se organizara, los regimientos de infantería acantonados en los alrededores de la ciudad se pusieron a las órdenes de su nuevo consistorio.
La revolución comenzó el 14 de julio, porque fue entonces cuando por primera vez las masas se volvieron las protagonistas e impulsaron con su actuación el programa político de una nueva minoría dirigente. Tras haber conseguido 3000 fusiles y cinco cañones en el cuartel de los Inválidos, la multitud se dirigió a la fortaleza de la Bastilla. Allí esperaba encontrar más armamento, pero sobre todo derribar un símbolo de la monarquía absoluta, ya que la Bastilla era una prisión del rey. Con todo, solo retenía a siete prisioneros, algunos de ellos enfermos mentales, y estaba apenas defendida por 80 inválidos y 30 soldados suizos, por lo que el gobernador De Launay la entregó después de una breve pero sangrienta resistencia. Civiles, soldados y milicianos entraron en el castillo e iniciaron una demolición sistemática del edificio que duraría meses.
Toma de la Bastilla, de Jean-Pierre Houël (1789).
Toma de la Bastilla, de Jean-Pierre Houël (1789).
Cuando en Versalles se supo lo ocurrido, Luis XVI volvió a encontrarse ante un dilema: lanzar a sus tropas contra los insurrectos, como prefería el partido cortesano intransigente, o contemporizar, como le aconsejaba el aperturista. Optó por lo segundo: anunció ante la Asamblea Nacional que retiraría las tropas y el 16 de julio readmitió a Necker. Muchos «príncipes de la sangre» lo interpretaron como el principio del fin y tomaron el camino del exilio.
A todo esto, la comisión permanente del Ayuntamiento de París había dado un paso más y se había proclamado municipalidad (Commune), bajo el liderazgo del presidente de la Asamblea Nacional, Jean Sylvain Bailly. La milicia burguesa, pronto llamada Guardia Nacional, fue encomendada al marqués de La Fayette, antiguo comandante de las tropas francesas de apoyo a los patriotas norteamericanos, que así se convirtió en el «héroe de los dos mundos». El rey se trasladó el 17 de julio a París, se personó ante su nueva municipalidad, salió del edificio con la escarapela tricolor prendida y se volvió a Versalles con la Guardia Nacional cubriéndole la carrera.
El ejemplo de París fue imitado por otras ciudades del reino con diversos grados de fidelidad (estricta, como en Estrasburgo, o casi nula, como en Toulouse) y diferentes ritmos (inmediato, como en Dijon, o sincopado, como en Lyon) durante el resto del mes de julio y principios de agosto, hasta componer una «revolución municipal» paralela. En esas mismas semanas, el campo fue escenario de una oleada de acciones antiseñoriales violentas mucho mayor que cualquier jacquerie previa. Era el «Gran Miedo», que dio un ultimátum al régimen señorial en Francia.

El Gran Miedo

Las noticias de lo sucedido en París los días centrales de julio llegaron deformadas al campo, donde se propagaron todo tipo de rumores. Se decía que el rey iba a ordenar a sus soldados reprimir la revolución, que los señores habían contratado a facinerosos para que arrasaran las cosechas, que los caminos estaban infestados de bandidos… Como reacción preventiva y en apariencia espontánea, campesinos de muchos lugares atacaron las residencias que los señores, sobre todo nobles, conservaban en el campo. Entraron en ellas, las saquearon y, casi en todos los casos, destruyeron los archivos donde se guardaba la información necesaria para el cobro de rentas señoriales y el mantenimiento de pleitos.
Por más que los debates sobre el nuevo régimen político tuvieran preferencia en el orden del día, la Asamblea Nacional no podía ignorar que la estructura social y económica del reino se basaba en el régimen señorial y que la cara nobiliaria de este estaba siendo atacada con gran violencia. Tras descartar una respuesta represiva a las acciones de los campesinos, la Asamblea se puso a discutir cómo se liquidaría lo que los constituyentes llamaban directamente «feudalismo». En la sesión maratoniana de la tarde-noche del 4 al 5 de agosto de 1789 se llegó a un acuerdo tan inesperado como trascendental para el desguace del Antiguo Régimen, transcrito en varios decretos posteriores de la Asamblea. El de síntesis, del 11 de agosto, comenzaba por declarar que la Asamblea Nacional «destruye por completo el régimen feudal» y decretaba que «dentro de los derechos y deberes, tanto feudales como de censos, los que tengan que ver con manos muertas reales o personales, la servidumbre personal y aquellos que los representan quedan abolidos sin indemnización», en tanto que el resto serían rescatados, con el precio y en la forma que la Asamblea dispusiese. El artículo 4 suprimía la jurisdicción señorial y destituía a sus agentes, el 5 abolía el diezmo y anunciaba una nueva financiación de la Iglesia. Por si esto fuera poco, el 7 prohibía la venta de cargos —civiles, eclesiásticos o militares— y el 11 facultaba a todos los ciudadanos para acceder a ellos. El artículo 10 dibujaba un espacio jurídico homogéneo acorde con esa igualdad ante la ley cuando declaraba que «todos los privilegios particulares de las provincias, principados, regiones, cantones, ciudades y municipalidades, ya sean pecuniarios o de cualquier otro tipo, quedan abolidos y se someterán al derecho común a todos los franceses».
Luis XVI rehusó poner su firma al pie de los decretos de agosto. No quería, declaró, «despojar a su clero y su nobleza». Mientras la Asamblea buscaba soluciones legales a esa negativa, la temperatura política de París volvía a elevarse. Tras conocerse los brindis contrarrevolucionarios en el banquete de guardias reales celebrado el 1 de octubre en honor a la reina en Versalles, se repitieron los discursos inflamados. Los congregados en el Palais-Royal decidieron que había que marchar a Versalles a protestar, pero el día 5 hubo quien se les adelantó.
Las lavanderas de París, unas mujeres muy autónomas gracias a su trabajo y con una especial capacidad para comunicarse entre ellas, no se dejaron amedrentar por la copiosa lluvia que caía y se encaminaron a la corte para pedir pan «al panadero, a la panadera y al aprendiz de panadero», como llamaban al rey, a la reina y al delfín. Pronto se sumaron a esta protesta de subsistencia los 20 000 guardias nacionales de la ciudad, que junto a sus ciudadanos más activos acabaron por componer una gran marcha reivindicativa.
La manifestación se congregó a inicios del día siguiente en el patio de armas de Versalles y forzó las entradas del palacio. El marqués de La Fayette entró en él y aconsejó prudencia al rey, quien, en un nuevo gesto paternalista, se asomó al balcón con el general. La multitud lo agradeció, pero también reclamó que el soberano se volviera con ella a París. Luis XVI había perdido de nuevo la partida: tuvo que mudarse con su familia al palacio parisino de las Tullerías y asumir que su sanción no era imprescindible para que los decretos de agosto entraran en vigor. Una vez más, la intervención popular había sacado del atolladero a una revolución que no era tan solo burguesa.

Las reformas de la Asamblea Nacional Constituyente

Durante el «año tranquilo», que duraría hasta junio de 1791, la revolución edificó un nuevo mundo político. En realidad, había comenzado a hacerlo el 16 de agosto de 1789, cuando aprobó la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Los constituyentes...

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