Pienso, luego como (demasiado)
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Pienso, luego como (demasiado)

Comprende el impacto de las emociones en el sobrepeso y aprende a controlarlo de forma consciente

  1. 160 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Pienso, luego como (demasiado)

Comprende el impacto de las emociones en el sobrepeso y aprende a controlarlo de forma consciente

Descripción del libro

Nuestra conducta alimentaria es en buena medida un reflejo inconsciente de otras muchas "cosas" que nos pasan por la cabeza. Eso explica que un gran número de personas no logren perder peso ni siquiera cuando ponen práctica medidas drásticas, como saltarse comidas, eliminar ciertos alimentos de la dieta o someterse a regimenes famélicos. Y es que está demostrado que estar constantemente preocupado por la alimentación no es la mejor solución para conseguir y mantener un peso saludable.
Si nos queremos alcanzar un peso equilibrado es fundamental saber que existen diversas formas de "hambre", aprender a reconocerlas y entender que hay factores psicológicos que condicionan la capacidad de modificar nuestros hábitos.
Pienso luego como (demasiado) proporciona al lector esta visiónamplia de los factores emocionales, psicológicos, cognitivos y fisiológicos que influyen en la forma de alimentarnos. Para regular nuestro peso corporal hemos de trabar con nuestro cerebro, no contra él, porque en última instancia es el cerebro el que controla nuestra conducta, incluso por encima de nuestra voluntad. Este libro te ayudará a descubrir cómo.

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Información

Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788413610184

Un problema de mucho peso

La sociedad está avanzando a un ritmo frenético; muchas veces no nos detenemos a pensar en lo que está ocurriendo ni en lo que se avecina, y deberíamos hacerlo. Reflexionemos solo un minuto sobre cómo era la vida de nuestros abuelos, cómo es la nuestra y, lo que es más inquietante, cómo será la de nuestros hijos y confirmaremos que son múltiples los cambios que se han producido y se producen en la sociedad, en la tecnología… Entre todas esas cosas cambiantes, se encuentra la alimentación. Sin ánimo de expresarme como la abuela de un anuncio televisivo de conservas, es un hecho que ya no se come como antes, y no es un tópico, sino simplemente la constatación de una realidad. Nuestra dieta es más variada y rica; cada vez tenemos más opciones entre las que elegir y más facilidad para acceder a los productos; por lo que cada vez comemos más. Un reciente estudio de FAOSTAT (el departamento estadístico de The Food and Agriculture Organization, FAO), advertía de que en los últimos cincuenta años hemos pasado de ingerir en nuestra dieta una media de 2634 calorías diarias a unas 3187 calorías, lo que supone un incremento del 20 % en el aporte calórico.

Cómo comemos

No solo hemos aumentado la ingesta energética, sino que también hemos reducido el gasto. Si antes los medios de transporte eran precarios y se utilizaban de forma excepcional, en la actualidad parece que lo excepcional es desplazarse a pie a los lugares. El coche, el metro, el tren, el autobús, la moto, la bici con motor, el segway, la self-balance scooter, las escaleras mecánicas… Todo ello contribuye a que caminemos menos. Movernos es cada vez más innecesario. Gracias a internet, incluso podemos vivir nuestra vida cotidiana sin salir de casa: podemos teletrabajar, realizar la compra y hasta relacionarnos con otras personas virtualmente. En definitiva, al tener un gasto energético menor, lo habitual es que aumente el peso corporal.
No es menos cierto que estamos en un mundo desigual, donde una parte de la población sufre hambre mientras otra desperdicia comida. Solo en España, se calcula que se tiran más de siete millones de toneladas de comida al año, según cifras del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación del Gobierno de España. Se trata de un contrasentido aparente en términos globales. Por otro lado, la industria alimentaria cada vez nos satisface el paladar con alimentos más ricos y fáciles de consumir, capaces de potenciar el placer de comer, con todo lo que eso implica.
A la izquierda, imagen de una playa en los años 1950. Y a la derecha, fotografía de un menor obeso en una playa en la actualidad.
A la izquierda, imagen de una playa en los años 1950. Y a la derecha, fotografía de un menor obeso en una playa en la actualidad.
En esta visión actual, observamos con creciente preocupación la notable y progresiva repercusión que el sobrepeso y la obesidad tienen en la salud, tanto psicológica como social, y cómo representan hoy un problema de salud pública de primera magnitud en la mayoría de los países.
El interés actual por la obesidad no solo viene dado por su relación, cada vez más demostrada, con el riesgo de padecer enfermedades somáticas multiorgánicas y con el de empeorar las que se encuentran ya en curso, sino también por el deterioro de la calidad de vida y por la menor esperanza de vida, que se reduce entre ocho y diez años cuando se padece obesidad. Desde un punto de vista meramente económico, la obesidad supone un sobrecoste exponencial en cuidados de salud al que muchos sistemas sanitarios no podrán hacer frente.
Por si fuera poco, asistimos a un incremento de la incidencia del sobrepeso en la población infantil. Su tendencia ascendente durante las últimas décadas ha conllevado que también se afiance el término «obesidad epidémica». Según un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la obesidad ha doblado su prevalencia en el mundo desde 1980 y el futuro no pinta mejor.

El problema en cifras

Aunque probablemente las cifras ya sean conocidas por todos, es importante dimensionar la realidad a la que estamos haciendo referencia. En la población adulta española (25-60 años), la prevalencia de obesidad es del 14,5 %, algo más frecuente en mujeres (17,5 %) que en varones (13,2 %). Por su parte, el sobrepeso afecta al 38,5 % de la población. Es decir, uno de cada dos adultos presenta un peso por encima de lo saludable. Más preocupantes resultan la obesidad y el sobrepeso entre la población infantil y juvenil (2-24 años), ya que se sitúan, respectivamente, en el 13,9 % y el 12,4 %. En este grupo de edad, la prevalencia de obesidad es superior en varones (15,6 %) que en mujeres (12 %). En otros países, como México, las cifras son incluso superiores al 70 %; según recoge la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en su informe Panorama de la Salud 2017, la prevalencia de obesidad en México llegaría al 33 %, mientras que la de sobrepeso casi al 40 %. Aunque Estados Unidos es el país con una prevalencia más alta de obesidad, con un 38 % de su población afectada.
Las cifras globales impresionan y preocupan. No hay duda de que la obesidad es un problema global. En 2016, había más de 1900 millones de adultos con sobrepeso en el mundo, de los cuales 650 millones eran obesos, lo que suponía un tercio de la población mundial. Entre niños y adolescentes, la cifra es de 340 millones de menores de 18 años. Estos son los datos actuales y el futuro no parece nada prometedor. Según un informe de la Oficina Regional Europea de la OMS, que ha llevado a cabo un pronóstico hasta 2030, el sobrepeso afectaría a más del 50 % de la población. Se prevé que en España ese porcentaje podría ser del 70 %. Y mientras tanto, ¿qué se puede hacer?

Diferentes abordajes para la obesidad

Mientras crecen las cifras de sobrepeso y obesidad en el mundo, se disparan las alarmas y se dan a conocer muchas noticias sobre este asunto, seguimos careciendo de un abordaje holístico del problema del sobrepeso. En general, se intentan buscar soluciones sencillas para un problema complejo. La obesidad se define por un índice de masa corporal (IMC) superior a 30 kg/m2; para el sobrepeso el IMC se sitúa entre 25 y 30 kg/m2. ¿Es factible clasificar a un tercio de la población mundial por una única variable antropométrica como es el índice de masa corporal? ¿Tiene alguna utilidad en la búsqueda de soluciones? No parece razonable que, conociendo la complejidad del ser humano, un único dato nos permita diseñar acciones para afrontar el problema de la obesidad, que afecta a un tercio de la población mundial en los cinco continentes.
Muchos abordajes para la obesidad se centran en el balance nutricional, en modular las ingestas, reduciéndolas —en ocasiones en exceso y sin un sentido claro—, y en aumentar el gasto energético. Se trata de dietas milagro o de productos mágicos que nos aseguran que conseguiremos adelgazar, con resultados, cuando menos modestos, en un medio plazo. Algunas técnicas quirúrgicas, aunque cada vez menos invasivas, pero sin estudios sólidos a largo plazo, se presentan como soluciones definitivas. Otras estrategias se han centrado en el componente social, diseñando acciones para regular los tipos de alimentos y sus calorías, la publicidad que se hace de ellos, incluso tratando de limitar su disponibilidad en determinados contextos o procurando modular su ingesta mediante medidas impositivas. Los efectos que esas medidas han tenido de forma aislada han sido más que relativos. Las acciones han de ser globales. Encontramos planteamientos sociales interesantes, como el llevado a cabo en Oklahoma, cuando su alcalde, Mick Cornett, planteó un conjunto de medidas para la ciudad bajo un programa conocido como «Esta ciudad se pone a dieta» (www.thiscityisgoingonadiet.com). Estas medidas estuvieron encaminadas principalmente a favorecer la actividad física con el objetivo de adelgazar un millón de libras —cerca de 454 000 kg—, y obtuvieron unos resultados interesantes.
No obstante, se sigue obviando la complejidad del ser humano y son escasos los planteamientos que inciden en la conducta alimentaria y en la relación que las personas establecen con la comida. El problema de la obesidad no se va a resolver, de hecho, no se está resolviendo, con normativas o prohibiciones o construyendo más parques, ni tampoco planteando cambios en la dieta o motivando a la gente para que, de vez en cuando, corra en el polideportivo cerca de su casa. La pandemia de la obesidad no está bajo control; más bien al contrario. Para afrontarla, se requiere una visión amplia del problema, integradora de todo lo que hoy sabemos.

Una mirada atrás, para mirar hacia delante

Si diseccionáramos un cerebro actual y lo comparáramos con uno de hace unos cuantos siglos, observaríamos que no hemos cambiado tanto en los últimos miles de años, ni estructural ni funcionalmente. El cerebro sigue teniendo como prioridad garantizar la supervivencia, ello se percibe, de forma genérica, en dos grandes vectores de fuerza principales: la evitación del daño y la búsqueda del placer. La naturaleza, conocedora de esas tendencias, ha dotado a lo más relevante para nuestra supervivencia con alguna de esas dos características, de manera que, por ejemplo, la reproducción va ligada al placer. Eso sí, nuestro maravilloso cerebro funcionará utilizando la menor cantidad de energía posible, manteniendo un mecanismo de ahorro energético que también está ligado a la supervivencia.
Entre otras muchas cuestiones relevantes, para garantizar nuestra supervivencia necesitamos un aporte nutricional básico y nuestro organismo dispone de un complejo sistema de señales fisiológicas de alarma, lo que se conoce como «hambre». Como veremos más adelante, si bien el hambre es la pulsión que más guerras ha generado a lo largo de la historia de la humanidad, hoy las explicaciones más sólidas para el problema del sobrepeso en el mundo las hallamos en la relación entre el placer y la comida o las emociones y la alimentación antes que en la propia hambre.
En cualquier caso, ¿en qué consiste el hambre? Aunque lo trataremos con mayor profundidad en el primer capítulo, y aun a riesgo de resultar repetitivos, esbozaremos ahora algunos conceptos e ideas. Se denomina hambre al proceso fisiológico que moviliza al organismo a la ingesta de alimentos con la intención de recibir los nutrientes de los que en ese momento se carece. El hambre puede ser considerada un mecanismo de alarma del organismo ante la necesidad aguda de nutrientes. Debemos diferenciarla del apetito, que es más selectivo.
Como veremos en este libro, la sensación de hambre se regula principalmente desde el hipotálamo; al estimular la región ventromedial, se produce la sensación de saciedad, mientras que cuando la parte estimulada es la región lateral del hipotálamo, lo que se desarrolla es el hambre.
Las primeras investigaciones trataron de relacionar los niveles de glucemia con el hambre, ya que, antes de comer, se tiende a producir una cierta hipoglucemia, pero que parece estar más bien mediada por la secreción de insulina. Es lo que se denominó «teoría glucoestática». Hoy se sabe que es imprecisa y que el fenómeno del hambre es más complejo, pues en él participan otros mecanismos internos y estímulos externos, tanto olfativos, como visuales y también cognitivos. No obstante, la glucosa y la insulina tienen un protagonismo claro. Además, ciertos alimentos, principalmente aquellos ricos en azúcares, activan los circuitos del placer y favorecen la secreción de dopamina, serotonina y endorfinas, actuando como reforzadores en su propio consumo.
Y, por supuesto, es importante en la regulación de la fisiología del hambre la secreción de hormonas, entre las cuales cabe destacar la leptina, por su papel en la modulación de esta; unos niveles bajos de leptina incrementarán la sensación de hambre, aunque lo contrario no necesariamente la reducirá.
El contrapunto al hambre es la sensación de saciedad, que, como se ha dicho anteriormente, está regulada por la región ventromedial del hipotálamo; su regulador principal está mediado por el nervio vago y la sensación de distensión de las paredes del estómago, entre otras señales.
Todas esas señales llegan al hipotálamo, lo que no es óbice para que la parte más consciente del cerebro, la corteza prefrontal, pueda y deba integrarlas y pasarlas a un plano de mayor consciencia.
Se da otro pequeño matiz, o no tan pequeño, en lo relativo al análisis filogenético de esta conducta. Hace evolutivamente «unos minutos», aunque hayan sido muchas décadas, o bien había que dar largas caminatas para recolectar los frutos y semillas, o bien había que invertir grandes cantidades de energía en la caza para conseguir la cena, y todo ello no sin riesgo para la integridad personal. Hoy, lo más parecido a ese acto de recolección es acercarse al supermercado de la esquina, coger un carrito e ir «recolectando» los alimentos que vamos a llevarnos a casa en los lineales de refrigerados y seleccionando los alimentos frescos, en el supuesto de que, con suerte, tengamos cierta cultura nutricional. Aunque la evolución tecnológica nos lleva a un modelo que incluso requiere menor gasto energético, ya que podemos recurrir a la aplicación para el móvil de nuestra comida a domicilio favorita y pedir que nos lleven la cena a casa.
Algunas generaciones atrás, la alimentación era un acto que no se producía de forma regular; no todos los días se podía comer, con lo que nuestro cerebro nos preparaba para comer hoy incluso más de lo necesario, por si mañana no había suerte en la caza o en la búsqueda de alimento. En la actualidad, la suerte no desempeña un papel relevante en los hábitos alimentarios del Homo sapiens de las grandes urbes, ya que, si algo nos caracteriza es la sobreabundancia de recursos. Nuestra fisiología sigue funcionando igual, y aunque hace unos miles de años el circuito de la glucosa, la insulina y las grasas era beneficioso para nuestra supervivencia, hoy deberíamos preguntarnos si realmente es necesario consumir más de lo que vamos a gastar. En la sociedad actual este recurso que en otro tiempo garantizó nuestra supervivencia hoy ya no lo es.
Además de para asegurar nuestra supervivencia y, por ende, para evitar daños, nuestro cerebro también se mueve por la búsqueda del placer; de ahí que comer nos resulte placentero. Es más, ciertos alimentos activan nuestros circuitos de recompensa de manera muy similar a como lo hacen ciertas drogas. De hecho, algunos estudios han demostrado que las ratas llegan a preferir una solución azucarada a la cocaína y, en términos biológicos, no es un disparate afirmar que no somos tan distintos de los roedores; de hecho, en los laboratorios de investigación animal se prueban gran parte de las hipótesis que explican el comportamiento humano.
Pensemos ahora en lo que se tiende a engullir en la sociedad actual. Con alimentos cada vez más elaborados y de sabor más agradable, es fácil que se active nuestro deseo de volver a comer, no ya por tener hambre, sino por el mero placer de hacerlo. Por otra parte, los alimentos precocinados, con un deterioro del valor nutricional de lo ingerido, no suelen cubrir las necesidades nutricionales y, en cambio, acostumbran a exceder las calóricas, por estar reforzados con ingredientes que facilitan la ingesta y los hacen más apetecibles.
A todo ello cabe sumar la costumbre de situar la comida en el epicentro de lo social. Aunque este no sería un fenómeno tan nuevo, pues los banquetes forman parte de la historia de la humanidad, hoy en día el aspecto social de la comida adquiere un protagonismo mayor en cuanto a su frecuencia e influencia. Todo lo celebramos alrededor de una mesa y, a ser posible, bien repleta de viandas, cuanto más deliciosas mejor. Y lo que antes era privilegio frecuente de unos pocos, o de muchos unas cuantas veces, hoy son costumbres sociales generalizadas.
En definitiva, nuestra fisiología del comer estaba diseñada y pensada para un tipo de vida muy diferente. No obstante, esto tal vez no sería un problema si la mayoría de las comidas las hiciéramos con más cabeza.

Lo que no está funcionando

Está demostrado que hacer dietas y estar constantemente preocupados por la alimentación no es la mejor solución para conseguir alcanzar y, sobre todo, mantener un peso saludable. Son acciones que no están funcionando de manera colectiva, lo cual no quiere decir que no puedan llegar a tener cierto éxito en individuos concretos.
Sin duda, el peso corporal es el resultante de ese balance entre ingresos y gastos, desde el punto de vista solo metabólico, de las calorías que ingerimos y de las que consumimos. Pero no debemos olvidar que es el cerebro el que va a regular nuestras necesidades en lo relativo también a la ingesta de alimentos. Como con tantas otras funciones importantes para nuestra supervivencia, la regulación de la alimentación no siempre es consciente. Muchas de las personas que atendemos en nuestras consultas, no son realmente conscientes de lo que toman y nos visitan frustrados con pensamientos del tipo «Pero si no como tanto como para estar tan gordo/a», hasta que trabajamos con ellas para que comprendan su ingesta real. Nuestro cerebro, en su modo no plenamente consciente, traducirá en conducta, en este caso alimentaria, muchas de las «cosas» que nos pasan por la cabeza. Claramente, encontramos al hambre como actor protagonista de esta serie, aunque no nos referiremos solo al hambre conocida como fisiológica y que, como veremos más adelante, trataremos de diferenciar de otros tipos de «hambres». También está encargado de garantizar nuestra supervivencia y por ello detecta los períodos de aporte carencial o de hambruna como momentos potencialmente...

Índice

  1. Un problema de mucho peso
  2. El circuito del hambre/saciedad
  3. Tengo un plan: comer mejor
  4. El impulso de comer
  5. Hambre emocional
  6. Adictos a la comida
  7. Comer con cabeza
  8. Apéndices