De la angustia al lenguaje
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De la angustia al lenguaje

Maurice Blanchot, Luis Ferrero Carracedo, Cristina de Peretti

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De la angustia al lenguaje

Maurice Blanchot, Luis Ferrero Carracedo, Cristina de Peretti

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Publicado como primera sección del libro titulado "Faux pas" (1943), "De la angustia al lenguaje" reúne a su vez una serie de pequeños ensayos centrados en torno a la literatura y la lengua —y sus aporías— a partir del diálogo, crítico y creativo, que Maurice Blanchot, de una forma singular y con su inconfundible estilo, establece con autores tan diferentes como son su gran amigo Bataille y el Maestro Eckhart, Racine y Blake, Kierkegaard y Proust, Paulhan y Giraudoux, sin olvidar tampoco a Leonardo da Vinci o el pensamiento hindú.Esta recopilación de textos, precedidos por una larga reflexión sobre la angustia del escritor y las paradojas que esta no deja de entrañar, constituye una muestra inmejorable de lo que ha sido la trayectoria, en el ámbito de la crítica literaria, de ese gran novelista y pensador que es Maurice Blanchot.

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Información

Editorial
Trotta
Año
2021
ISBN
9788413640105
Edición
1
Categoría
Literature
Un escritor que escribe: «Estoy solo» o como Rimbaud: «Soy realmente de ultratumba», puede considerarse bastante cómico. Resulta cómico tomar conciencia de la propia soledad dirigiéndose a un lector y con unos medios que al hombre le impiden estar solo. La palabra «solo» es tan general como la palabra «pan». Desde el momento en que la pronunciamos, todo lo que dicha palabra excluye se torna presente. Pocas veces se toman en serio estas aporías del lenguaje. Basta con que las palabras presten su servicio y que la literatura no deje de parecer posible. El «Estoy solo» del escritor tiene un sentido sencillo (nadie junto a mí) que la utilización del lenguaje solo contradice en apariencia.
Si nos detenemos en estas dificultades, corremos el riesgo de encontrarnos con lo siguiente: la primera observación es la sospecha de que el escritor miente a medias. Paul Valéry le dice a Pascal, el cual se queja de estar abandonado en el mundo: «Un desamparo que escribe bien no está tan acabado mientras haya conservado del naufragio...»; mas un desamparo que escribe de forma mediocre merece el mismo reproche. ¿Cómo va a estar solo, él, que nos confía que lo está? Nos convoca para apartarnos, piensa en nosotros con el fin de persuadirnos de que no piensa en nosotros; habla el lenguaje de los hombres en el momento en el que, para él, ya no hay ni lenguaje ni hombre. Nos gusta creer que aquel que debería estar separado de sí mismo por la desesperación no solo conserva el pensamiento de algún otro, sino que utiliza esa soledad para un efecto que borra su soledad.
¿El escritor es sincero solo a medias? En el fondo, eso importa poco y más bien vemos el carácter superficial de ese reproche. Quizá Pascal esté tan desolado solamente porque escribe de manera brillante. En el horror de su condición interviene, como la causa más hiriente, la capacidad que conserva de tornarse admirable con la expresión de su miseria. Algunos sufren porque no expresan totalmente lo que experimentan. Tienen dificultad con la oscuridad de sus sentimientos. Piensan que se sentirían aliviados si convirtiesen en palabras exactas la confusión en la que se pierden. Pero otro sufre por ser el intérprete afortunado de su desdicha. Esa libertad de espíritu que conserva y que le permite ver dónde está lo deja sin respiración. Está desgarrado por la armonía de sus imágenes, por el aire de felicidad que respira lo que escribe. Experimenta esa contradicción como lo que hay de necesariamente abrumador en la exaltación que ahí encuentra y que pone punto final a su hastío.
El escritor bien podría no escribir. Es cierto. ¿Por qué, en su soledad extrema, escribiría el hombre: «Estoy solo» o como Kierkegaard: «Estoy aquí completamente solo»? ¿Quién lo obliga a dicha actividad en la situación en la que, no conociendo de sí mismo y del resto sino una ausencia aplastante, se vuelve totalmente pasivo? El hombre, caído en el terror y la desesperación, da vueltas quizá como un animal acorralado en una habitación. Podemos imaginar que vive privado del pensamiento que le haría reflejar su desdicha, de la mirada que le dejaría percibir el rostro de la desdicha, de la voz que le permitiría quejarse de esto. Loco, insensato, le faltarían los órganos para vivir con los demás y consigo mismo. Esas imágenes, por naturales que sean, no son convincentes. Al testigo inteligente, el animal mudo se le aparece preso de su soledad. No es el que está solo el que experimenta la impresión de estar solo; ese monstruo de desolación requiere la presencia de otro para que su desolación tenga un sentido, de otro que, gracias a su razón intacta y a sus sentidos —que ha conservado—, haga momentáneamente posible el desamparo hasta entonces carente de poder.
El escritor no está libre de estar solo sin expresar que lo está. Incluso habiendo alcanzado la suerte que embarga de vanidad a todo lo que atañe al acto de escribir, permanece ligado a unas configuraciones de palabras; e, incluso, en el manejo de la expresión es donde mejor coincide con la nada sin expresión en la que se ha convertido. Lo que hace que el lenguaje quede destruido en él hace asimismo que tenga que utilizar el lenguaje. Es como un hemipléjico que hallaría en el mismo mal la obligación y la prohibición de caminar. Se le impone correr sin descanso para comprobar a cada movimiento que está privado de movimiento. Está tanto más paralizado cuanto más le obedecen sus miembros. Padece ese horror que convierte sus piernas sanas, sus músculos fuertes y el ejercicio satisfactorio que consigue con estos, en la prueba y la causa de la imposibilidad de su andar. De la misma manera que el desamparo de cualquier hombre implica en un momento dado que es una locura ser razonable (le gustaría perder la razón, pero precisamente encuentra su razón en esa pérdida en la que se abisma), así también el que escribe está abocado a escribir debido al silencio y a la privación de lenguaje que lo afectan. Mientras no está solo, escribe o no escribe; solamente experimenta como una necesidad de oficio, de placer o de inspiración las horas que pasa buscando y sopesando las palabras; se engaña cuando habla de una exigencia irresistible. Pero si cae en el punto extremo de la soledad, allí donde desaparecen las consideraciones externas de público, arte, conocimiento, ya no tiene la libertad de ser sino aquello que su situación y el infinito hastío que siente querrían absolutamente impedirle ser.
El escritor se encuentra en esa condición cada vez más cómica de no tener nada que escribir, de no tener ninguna forma de escribirlo y de estar obligado por una necesidad extrema a escribirlo siempre. No tener nada que expresar debe ser entendido en el sentido más simple. Cualquier cosa que quiera decir no es nada. El mundo, las cosas, el saber no constituyen para él sino puntos de referencia a través del vacío. Y él mismo ya ha quedado reducido a nada. La nada es su materia. Rechaza las formas en las que esta se le brinda como algo. Quiere captarla no en una alusión, sino en su verdad propia. La busca como el no que no es un no a esto, a aquello, a todo, sino el no puro y simple. Por lo demás, no la busca; aquella está desterrada de cualquier investigación; no puede ser tomada por un fin; no se puede proponer como meta para la voluntad aquello que toma posesión de la voluntad anulándola: no es, eso es todo; el «No tengo nada que decir» del escritor, al igual que el del acusado, encierra todo el secreto de su condición solitaria.
Lo que hace que sea difícil seguir estas reflexiones es que ese apelativo de escritor parece designar más una ocupación que un estado del hombre. Un zapatero sumido en la angustia se podría reír de sí mismo al permitir que los demás caminen mientras que él mismo está atrapado en una trampa que lo paraliza. Sin embargo, no se nos ocurre describir su angustia como si fuese la manera de ser de un hombre que arregla zapatos. El sentimiento angustioso solo está ligado accidentalmente a un objeto y muestra precisamente que ese objeto debido al cual uno se pierde en una muerte sin término es insignificante para el sentimiento que provoca y para el hombre que somete a tortura. Uno se muere al imaginar que ha perdido cualquier objeto al que le tiene apego y, en ese mortal pavor que siente, siente también que dicho objeto no es nada, que no es más que un signo intercambiable, una ocasión vacía. No hay cosa alguna que no pueda alimentar la angustia, y la angustia es ante todo esa indiferencia hacia aquello que la crea, aunque al mismo tiempo parezca vincular al hombre con la causa que aquella ha elegido.
El escritor aparece a veces extrañamente como si la angustia fuese propia de su función, más aún como si el hecho de escribir ahondase la angustia hasta el punto de vincularla con él mismo antes que con cualquier otra especie de hombre. Llega un momento en el que el literato que escribe por fidelidad a las palabras escribe por fidelidad a la angustia; es escritor porque esa ansiedad fundamental se ha revelado a él y, al mismo tiempo, se revela a él en cuanto que es escritor; es más, parece existir en el mundo únicamente porque en el mundo hay hombres que han llevado el arte de los signos hasta el lenguaje y el cuidado del lenguaje hasta la escritura que exige una voluntad particular, una conciencia circunspecta, la utilización garantizada de las capacidades discursivas. Ahí es donde el caso del escritor tiene algo de exorbitante y de inadmisible. Parece cómico y miserable que la angustia, que abre y cierra el cielo, requiera, para manifestarse, la actividad de un hombre sentado a su mesa y que traza letras en un papel. En realidad, quizás esto resulte sorprendente, pero de la misma manera que resulta sorprendente el hecho de que, a la soledad del loco, se le otorgue como condición necesaria la presencia de un testigo lúcido. La existencia del escritor aporta la prueba de que, en el mismo individuo, junto al hombre angustiado, subsiste un hombre con sangre fría, junto al loco un ser razonable y, estrechamente unido a un mudo que ha perdido todas las palabras, un orador que domina el discurso. El caso del escritor es un caso privilegiado porque representa de forma privilegiada la paradoja de la angustia. La angustia pone en tela de juicio todas las realidades de la razón, sus métodos, sus posibilidades, su posibilidad, sus fines y, no obstante, le impone estar ahí; le ordena ser razón de la manera más perfecta que pueda; ella misma solo es posible porque la facultad, que aquella torna imposible y anula, se mantiene con toda su capacidad.
El signo de su importancia es que el escritor no tenga nada que decir. Eso también resulta grotesco. Pero esa broma tiene exigencias oscuras. En primer lugar, no es tan habitual que un hombre no tenga nada que decir. Ocurre que determinado hombre hace callar momentáneamente todas las palabras que lo expresan dando de baja el conocimiento discursivo, asiendo una corriente de silencio que sale de su profunda vida interior. Entonces ese hombre no dice nada porque la facultad de decir se ha interrumpido; él se encuentra en un ámbito en donde las palabras ya no están en su sitio, no han existido nunca, no se proponen siquiera como un ligero rasguño del silencio; está por entero ausente de lo que se dice. Pero, para el escritor, la situación es diferente. Permanece ligado al discurso; no abandona la razón sino para serle fiel; tiene autoridad sobre el lenguaje que no puede licenciar del todo. Para él, no tener nada que decir es la forma de ser de alguien que siempre tiene algo que decir. En medio de la charla, encuentra la zona de laconismo en la que ahora ha de permanecer.
Esa situación está llena de tormentos y es ambigua. No puede confundirse con la esterilidad que a veces abruma a un artista. Es incluso tan distinta de esta que todos los nobles y escasos pensamientos que tiene, la abundancia y la dicha de las imágenes, el flujo de bellezas literarias, son el motivo por el que el escritor está a punto de alcanzar el vacío que en su arte será la respuesta a la angustia que ocupa su vida. No solamente no ha roto con las palabras, sino que las recibe más grandes, más brillantes, más afortunadas de lo que las ha tenido nunca; es capaz de las obras más variadas; hay una relación natural entre lo que piensa como más justo y lo que escribe como más seductor; le resulta maravillosamente fácil unir el número y la lógica; todo su espíritu es lenguaje. Este es el primer signo de que, si no tiene nada que decir, no es por falta de medios, sino porque todo lo que puede decir está a disposición de esa nada que la angustia hace que aparezca como su objeto propio entre los objetos momentáneos que esta se otorga. Hacia esa nada remontan, como hacia la fuente que ha de agotarlas, todas las capacidades literarias, y él las absorbe no tanto para tratar de que lo expresen como debido a un consumo sin meta y sin resultado. Este fenómeno es singular. El escritor es requerido por su angustia a un auténtico sacrificio de sí mismo. Es preciso que gaste, que consuma las fuerzas que lo convierten en escritor. Es preciso también que ese gasto sea verdadero. Por un lado, contentarse con no escribir más; por el otro, escribir una obra donde se reúnan, en forma de efectos, todos los valores que el espíritu contenía en potencia es impedir que el sacrificio se realice o reemplazarlo por un intercambio. Lo que se le exige al escritor es infinitamente más penoso. Es preciso que se destruya mediante un acto que lo ponga realmente en juego. El ejercicio de su poder lo fuerza a inmolar dicho poder. La obra que hace significa que no hay obra hecha. El arte que utiliza es un arte en el que deben aparecer a la vez el éxito perfecto y el fracaso total, la plenitud de los medios y la irremediable decadencia, la realidad y la nada de los resultados.
Cuando alguien compone una obra, dicha obra puede ser destinada a servir a determinado fin, moral, religioso, político, externo a ella; se dice entonces que el arte está al servicio de valores ajenos; se intercambia de forma utilizable por unas realidades cuyo precio acrecienta. Pero, aunque el libro no sirva para nada, se presenta como un fenómeno de ruptura en el conjunto de las relaciones humanas que están fundadas en la equivalencia de los valores intercambiados, en ese principio según el cual a toda producción de energía ha de corresponderle una energía en potencia en un objeto producido y capaz de volver a ser lanzada bajo una u otra forma en el circuito ininterrumpido de las fuerzas; el libro que el arte ha producido y que no puede producir ningún otro tipo de valores que no sean aquellos que representa parece una excepción a esa ley que supone el mantenimiento de toda existencia; expresa un esfuerzo desinteresado; se beneficia, a título privilegiado o escandaloso, de una situación inestimable; se reduce a sí mismo; es el arte por el arte. Sin embargo —y las interminables discusiones sobre el arte por el arte así lo muestran—, la obra artística queda solo en apariencia y para los ojos burdos excluida de la ley general de los intercambios. ¿Acaso dicha obra no sirve para nada?, dicen los críticos; pero sirve para algo justamente porque no sirve para nada; su utilidad consiste en expresar esa parte inútil sin la cual no es posible la civilización; o también sirve al arte que es un fin del hombre o que es un fin en sí mismo o que es la imagen de lo absoluto, etc. Se puede alambicar de mil maneras acerca de esto. Todo ello resulta bastante inútil, porque está claro que la obra de arte no representa un auténtico fenómeno de gasto. Significa, por el contrario, una operación ventajosa de transformación de energía. El autor ha producido más que a sí mismo; ha llevado lo que ha recibido hasta un punto superior de eficacia; ha sido creador; y lo que ha creado es en adelante una fuente de valores cuya fecundidad supera con mucho las fuerzas que se han gastado en hacerla nacer.
El escritor sumido en la angustia experimenta especialmente que el arte no es una operación ruinosa; él, que trata de perderse (y de perderse como escritor), ve que, al escribir, aumenta el crédito de la humanidad, por consiguiente, aquel que le es propio, puesto que sigue siendo hombre; otorga al arte unas nuevas esperanzas y riquezas que recaen pesadamente sobre él; transforma en fuerzas de consuelo las desesperadas órdenes que recibe; salva con la nada. Esta contradicción es tal que no le parece que estratagema alguna pueda ponerle fin. Las desdichas tradicionales del artista —vivir pobre y miserable, morir realizando su obra— no se tienen naturalmente en cuenta en la estructura de su porvenir. La esperanza del nihilista —escribir una obra, pero una obra destructiva, que represente, por lo que es, una posibilidad indefinida de cosas que ya no serán— también le resulta ajena. Se da cuenta de la intención del primero, que cree sacrificar su existencia cuando lo que hace es ponerla por entero en el trabajo que ha de conferirle eternidad, y del ingenuo cálculo del segundo, que aporta a los hombres, en forma de conmociones limitadas, una perspectiva ilimitada de renovación. Su camino es muy diferente. Obedece a la angustia, y la angustia le ordena que se pierda, sin que dicha pérdida esté compensada por ningún valor positivo.
«No quiero llegar a algo —se dice el escritor—. Quiero, por el contrario, que ese algo que persigo, que soy, cuando escribo no desemboque, por el hecho de que escribo, en nada, en forma alguna. Me resulta indispensable ser un escritor que sea infinitamente menos grande en su obra que en sí mismo, y ello con la utilización completa y leal de todos sus medios. Deseo que esa posibilidad de crear, al convertirse en creación, no solo exprese su propia destrucción así como la destrucción de todo lo que pone en tela de juicio, es decir, de todo, sino que no la exprese. Para mí, se trata de realizar una obra que ni siquiera tenga esa realidad de expresar la ausencia de realidad. Lo que conserva un poder de expresión conserva el mayor valor real, aun cuando lo que se expresa no tenga ninguno; pero ser inexpresivo no pone fin al equívoco que asimismo saca de ello lo siguiente: que entonces queda expresada la necesidad de no expresar nada».
Este monólogo es ficticio, porque el escritor no puede darse como proyecto, en forma de un plan meditado y coherente, aquello que a él se le exige como lo contrario de un proyecto y en la más oscura y vacía de las imposiciones. O, más exactamente, su angustia se acrecienta con esa exigencia que lo fuerza a proseguir, mediante una tarea metódica, con la preocupación de la que no se puede dar cuenta si no es por medio de una desorganización inmediata de sí mismo. Su voluntad, en cuanto poder práctico de ordenar lo que es posible, se torna a su vez angustiada. Su razón nítida, siempre capaz de responderse en un discurso, es, en cuanto nítida y discursiva, igual que la impenetrable locura que lo reduce al silencio. La lógica se identifica con la desdicha y con el pavor de la conciencia. Esta sustitución, no obstante, solo puede ser momentánea. Si la regla consiste en obedecer a la angustia y si la angustia no acepta sino lo que la acrecienta, resulta momentáneamente soportable tratar de hacerla pasar al plano de un proyecto con fecha de caducidad porque ese esfuerzo la lleva al punto álgido de malestar, pero eso no puede durar; rápidamente la razón actuante impone la solidez que es su ley; angustiada hace un momento, ahora convierte la angustia en razón; trastoca la búsqueda ansiosa en una ocasión para el olvido y el descanso. A partir de esa usurpación, e incluso antes de que se produzca, simplemente en la amenaza que deja entrever la utilización más desconfiada del espíritu realizador, todo trabajo se torna imposible. La angustia exige el abandono de aquello que corre el riesgo de tornarla más débil; lo exige, y dicho abandono, al significar el fracaso del acuerdo deseado debido a la dificultad misma que entraña, acrecienta aquella de manera extrema; la angustia se torna incluso tan grande que, liberada de sus medios y al perder contacto con las contradicciones en las que se ahoga, tiende a una extraña satisfacción; al seducirse, no se ve más que a sí misma, es mirada que se vela y sentimiento que se descompone; una suerte de suficiencia se constituye con su insuficiencia; el movimiento desgarrador en el que consiste la arrastra hacia una ruptura definitiva; va a perderse en la corriente que la conduce a perderlo todo. Pero, en esa nueva situación extrema, la especie de angustia fundida en esa embriaguez en la que siente que se está convirtiendo la expulsa hacia fuera. Con una pesadez incrementada, vuelve hacia la traducción lógica que le hace experimentar —de una forma razonable, es decir, privada de delicias— las contrariedades que de nuevo la sitúan constantemente en el presente. La realización se tantea una vez más, tanto más sombría cuanto más violentamente se intenta y tanto más buscada cuanto más la muestra, bajo la amenaza de un nuevo fracaso, el recuerdo del fracaso. El trabajo es posible provisionalmente en la imposibilidad que lo torna más penoso. Y así hasta que esa posibilidad se presente como real al destruir la parte imposible que era su condición.
El escritor no puede prescindir de su proyecto puesto que la profundidad de su angustia está vinculada al hecho de que no puede prescindir de una realización metódica. Pero padece la tentación de proyectos singulares. Por ejemplo, quiere escribir un libro en el que el poner en juego todas las fuerzas significativas se reabsorba en lo insignificante. (¿Lo insignificante es lo que escapa a la inteligibilidad objetiva? Esas páginas compuestas por una secuencia discontinua de palabras, esas palabras que no suponen ninguna lengua, siempre pueden, a falta de un sentido asignable, producir, mediante el acuerdo o el desacuerdo de los sonidos, un efecto que represente su razón). O bien el escritor se propone una obra de la cual quede excluida la hipótesis de un lector. (Lautréamont parece haber realizado ese sueño. ¿Cómo no ser leído? Se querría organizar el libro de acuerdo con el modelo de una casa fácilmente abierta a los visitantes, pero una vez se haya penetrado en ella, sería preciso no solo perderse en ella, sino quedar atrapado en una pérfida trampa, dejar de ser lo que se era, morir. ¿Que el escritor destruye su obra en cuanto la ha escrito? Ocurre a veces, es un subterfugio infantil, nada está hecho mientras la estructura de la obra no torne imposible al lector y, en primer lugar, al lector que es el escritor mismo. Acabamos imaginando un libro al que, como hombre por un lado e insecto por otro lado, el escritor no tendría acceso sino al escribirlo; un libro que lo haría sucumbir como poder lector sin hacerlo desaparecer como razón escritora, que lo despojaría de la visión, de la memoria, de la intelección de aquello que habría compuesto con todas sus fuerzas y todo su espíritu). O bien piensa en una obra tan ajena a su angustia que aquella sería el eco de esta debido al silencio que mantendría. (Pero lo incógnito no es nunca verdadero; cualquier frase banal es la confesión de la desesperación que se da en el fondo del lenguaje).
Todos estos artificios deben a su carácter pueril la seriedad con la que son sopesados y conformados. La chiquillada adelanta su fracaso atribuyéndose un modo de ser demasiado ligero para que el éxito o el no-éxito la sancione. Estos intentos tienen en común la búsqueda de una solución completa para una situación que una solución completa arruinaría y transformaría en su contrario. No tienen por qué fracasar, pero no deben tener éxito. Tampoco tienen por qué equilibrar en un orden deliberado el éxito y el fracaso, de manera que le dejen a la ambigüedad la responsabilidad de una decisión. Todos los proyectos que hemos evocado pueden, en efecto, retomarse en el equívoco y ni siquiera son concebibles si no es al abrigo de...

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