
- 292 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La pasión de Cristo
Descripción del libro
La Pasión de Cristo está llamada a informar la vida cristiana entera, y por eso meditarla y contemplarla es la cumbre de la oración cristiana. Sin embargo, no son muchos los textos disponibles para facilitar ese ejercicio a los lectores actuales. Los cuatro Evangelios son la base primera y absoluta de esa oración. Pero lo apretado y lacónico de su lenguaje suele exigir comentarios que ambienten la Pasión en su medio religioso y cultural, así como también reflexiones que iluminen su inagotable contenido.
El presente libro sigue rigurosamente los relatos evangélicos de la Pasión, versículo tras versículo, y los explaya en forma narrativa y considerativa. Lo hace en el lenguaje que todos hablamos, y no contiene otras citas que las bíblicas, ni afán alguno de erudición ni de exégesis.
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a La pasión de Cristo de José Miguel Ibáñez Langlois en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Theology & Religion y Christianity. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
V.
LA MUERTE
1. LA FORTALEZA DE LAS MUJERES
Era costumbre entre los romanos que las ropas del condenado pasaran a manos de sus verdugos. Estos, en efecto, «tomaron sus vestidos e hicieron con ellos cuatro lotes, uno para cada soldado. Pero la túnica era sin costura, tejida toda ella de arriba abajo», de un solo hilo, ¿por las manos de su madre? «Por eso se dijeron: “No la rompamos, sino echémosla a suertes, a ver a quién le toca”» (Jn 19, 23-24).
También eso llevaba mil años escrito: «Se repartieron mis ropas, y echaron a suertes mi túnica» (Sal 22, 19). Esta veste inconsútil, de una sola pieza, fue vista por los Padres como un símbolo de la unidad indestructible de la Iglesia, que Jesús había pedido en la última Cena: «Que todos sean uno…» (Jn 17, 22). Al romperla, al intentar dividirla, somos peores que los verdugos de la Pasión: ellos respetaron su integridad.
«Estaban de pie junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Después dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la tomó consigo» (Jn 19, 25-27).
Es Juan, que se llama a sí mismo “el discípulo amado”, quien nos cuenta en su Evangelio este episodio. Es Juan el que acompañaba a la madre de Jesús, y el único de sus discípulos que, junto a la Magdalena, estaba allí presente. Y es Juan el que, de labios de Jesús, recibe por madre a la Virgen María.
A lo largo de toda la Pasión, las mujeres se mostraron más fuertes que los varones, además de aportar a Cristo una delicadeza cordial que ellos no fueron capaces de darle, con la posible excepción del Cireneo, del buen ladrón y de Juan, por estar él junto a María y recibir de ella su fortaleza.
En cambio ellas… La mujer de Pilato fue la única persona que intercedió por Jesús (Mt 27, 19). Camino del Gólgota, hubo mujeres que lloraban y se condolían de él (Lc 23, 27). La Verónica se atrevió a limpiar su rostro, y su madre le salió al encuentro. A cierta distancia de la cruz -no las dejaban acercarse más- estaban muchas más que lo habían acompañado a Jerusalén (Mc 15, 40-41). Mujeres serían las que Jesús premiaría con las primicias de la Resurrección, y serían ellas quienes la anunciarían a los apóstoles.
¿Será posible llevar hoy a cabo algún cambio cultural positivo sin el protagonismo de mujeres como esas, fuertes y delicadas a la vez, y no disponibles para ser arrastradas por fáciles ideologías del momento? Comenzando por María virgen y madre, ellas son la primera inspiración para un feminismo auténtico, que afirme los derechos de la mujer en su esencial igualdad con el varón, en su singularidad propia y en la complementariedad recíproca de ambos (Gn 2, 22-23), y eso en todos los órdenes del quehacer humano: en el dominio de la familia, del trabajo, de la cultura y de la vida pública de las naciones.
2. AHÍ TIENES A TU MADRE
La madre de Jesús había aparecido escasamente durante el ministerio público de su hijo: permanecía oculta en Nazaret a la hora de sus triunfos y de sus grandes milagros. Y es ahora cuando aparece: a la hora del escarnio y la derrota y el sufrimiento. Con el corazón destrozado, suponemos que sollozando, ella no ha podido resistir la distancia, aun a costa de sufrir todavía más. Es lo que expresa el famoso himno Stabat mater.
Para una madre, presenciar la ejecución de su hijo es terrible. Para esa madre, la Inmaculada Concepción, ver a este hijo de sus entrañas, el eterno Esplendor del Padre eterno, ejecutado de ese modo miserable, debió ser un espectáculo pavoroso en grado sumo.
Sin embargo, ella permanecía firmemente al pie de esa horrible cruz; nada habría podido apartarla de su hijo moribundo. Y allí donde otra madre habría alzado el puño al cielo, protestando a Dios Padre que así sacrificara a su hijo en aras de sus grandes planes, ella en cambio entregaba al Padre la ofrenda de su hijo crucificado, tal como su propio hijo hacía al Padre la ofrenda de sí mismo por los pecados del mundo, en plena comunión con él. Esto se llama seguir a Cristo hasta el último extremo posible.
Toda la vida de María fue santa, pero el momento cumbre de su santidad, de su belleza y de su heroísmo, fue este: vencer la rebeldía natural de su instinto materno, que deseaba con todas sus fuerzas conservar a su hijo íntegro y sano, y en lugar de eso levantar al cielo la entrega del hijo de sus entrañas agonizante por la salvación de los pecadores, con la misma obediencia y generosidad sacerdotal con que él realizaba este sacrificio supremo.
Lo hemos oído llamarla mujer, y no madre. No fue algo duro, como nos puede sonar a nosotros. Ese vocativo se relaciona más bien con la profecía del Génesis que llamamos “protoevangelio”, cuando, tras la caída de Adán y Eva, se dirige Dios a la serpiente, que es el propio Satanás, con estos términos: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él aplastará tu cabeza» (3, 15). La mujer… María es la mujer por excelencia, la mujer cuyo linaje está a punto de aplastar la cabeza del dragón infernal.
Además, al borde ya de la muerte, Jesús está dejando atrás los lazos de la carne y de la sangre, y quiere entregar a María la misión de una maternidad universal, que abarque a todos los hijos de Dios.
Pues ella no deja de ser madre: ahora Jesús se la ha dado por madre a Juan, y por eso dirige al discípulo estas palabras: «Ahí tienes a tu madre». Y a ella: «Ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26-27). Se dirige a ambos con su voz, pero también con sus ojos. Tenemos derecho a imaginar ambas miradas suyas de amor, que contienen lo dicho por sus palabras con toda la expresividad de esos ojos que, aun exhaustos y a punto de cerrarse para siempre, brillan todavía con una luz postrera, mientras empiezan ya a caer las tinieblas sobre el Gólgota. Así nos ha mirado él a cada uno de nosotros al darnos a María como madre nuestra.
Este trueque de hijos no deja de ser doloroso para su corazón de madre: le cambian a su hijo, que es Hijo de Dios, por el hijo de Zebedeo; al Santo de los santos por el pecador; al maestro por el discípulo; al redentor por el redimido. Pero ella acepta, y lo hace como siempre hizo desde la anunciación del arcángel Gabriel en adelante: «fiat!», «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 37).
El amor de Juan por María debió experimentar un crecimiento grande al oír la palabra de Jesús que se la daba por madre. Y el crecimiento del amor de María fue tal, que ha llegado a tocar con su dulzura el corazón de cada uno de nosotros, sus hijos, si lo queremos así. ¡Y cómo no quererlo, si Jesús lo ha querido con todo su poder de hijo crucificado!
Por eso, en Juan como el nuevo hijo de María, la Iglesia ha visto siempre a todos y cada uno de nosotros: ahora somos felizmente los hijos de María santísima, todos los que no nacemos «de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios» (Jn 1, 13). A los que Dios hace sus hijos en el Hijo, ahora los hace (¡nos hace!) hijos de su propia madre, y también, en un sentido distinto pero real, hijos de José de Nazaret, nuestro padre y señor.
Y así como Juan, tras haber recibido a la Virgen por madre, «desde aquella hora la tomó consigo» (Jn 19, 27), es decir, por encargo de Jesús se hizo responsable de ella y le dio casa y sustento, así también nosotros como hijos recibimos a la madre en nuestros hogares, y hacemos de ellos un lugar donde María pueda vivir y estar presente en nuestra devoción, en nuestros cuidados, en nuestro rezo del rosario, y en las imágenes suyas que nos recuerden visualmente su maternidad y nuestra filiación.
Que Jesús haya querido entregarnos este último testamento y este precioso legado, en una ocasión y de una forma tan solemne, desde lo alto de la cruz, en la persona de su propia madre y del nuevo hijo que está a sus pies, indica a las claras la enorme trascendencia del don que quiso hacernos, como algo esencial y perdurable en la vida de su Iglesia y del mundo entero.
A través de Cristo crucificado, María ha llegado a ser la madre de la Iglesia, la salud de los enfermos, el refugio de los pecadores, el consuelo de los afligidos, el auxilio de los cristianos, como decimos en sus letanías. Nosotros agradecemos con toda el alma este precioso don de su maternidad, una de las dimensiones más tiernas y reconfortantes de nuestra vida en Cristo.
Le hemos costado caro, carísimo al corazón de esta madre nuestra. Le hemos costado toda la sangre de su propio hijo, que es sangre de su sangre y carne de su carne. Le hemos costado todas sus lágrimas de madre al pie de la cruz.
Mirando hoy las cosas en forma retrospectiva, la fisonomía de la vida cristiana no habría sido la misma sin esta madre de gracia. Le habría faltado la dulce acogida, la mirada entrañable, el cálido toque de afecto filial que tanto necesitamos. Nuestra liturgia sería otra sin tantas oraciones como le dirigimos; el arte sacro sería distinto —¡harto más pobre!— sin tantas imágenes suyas que pueblan nuestras iglesias y nuestros hogares; y en suma, el Dios del cielo nos quedaría más lejos sin la mediación de su verdadera madre, que nada quita —por el contrario, fortalece— la del único mediador que es Cristo sumo y eterno sacerdote.
3. TODO ESTÁ CONSUMADO
«Todo está consumado» (Jn 19, 30), dijo Jesús en seguida. Todo, todo lo que vino a hacer al mundo, todo aquello que lo hizo descender del cielo y tomar nuestra naturaleza humana en el seno de María Virgen, todas sus palabras y obras, y en suma la obra entera de nuestra redención: todo aquello estaba realizado cabalmente, perfecta y absolutamente.
Todo está consumado: se han cumplido todas las profecías que adelantaban este sacrificio, más allá de cuanto los mismos profetas pudieron imaginar (Lc 24, 27); el cielo y la tierra se han reconciliado (Col 1, 20); las huestes del infierno han perdido la batalla definitiva (Ap 20, 10); se han abierto a los hombres las puertas de la eternidad. Por fin se ha pagado con creces el precio de nuestro rescate, por fin los hijos de la oscuridad podemos ser hijos «del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de mudanza» (Sant 1, 17), después de un largo exilio en las antípodas de la casa paterna.
Solo a partir de esta consumación podía el hombre comenzar a ser plenamente hombre, solo ahora podía el hombre trascenderse a sí mismo infinitamente, solo ahora hombre y mujer empezaban a ser la verdadera pareja humana, solo ahora el niño en la cuna era un pequeño cristo, solo ahora el trabajador podía terminar su jornada de trabajo con el sudor de su santa frente, solo ahora el pan que ganaba con su trabajo sería auténticamente el pan de los hombres, solo ahora las estrellas del firmamento podían velar sobre el sueño del hombre: solo ahora que el hombre Dios había dicho desde la cruz: todo está consumado.
Pero si esa consumación fue total, ¿cómo puede decir san Pablo: «Yo completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24)? ¿Acaso faltó algo a la Pasión? No, absolutamente nada. Es el mismo apóstol quien nos da la respuesta: a nosotros sí nos falta, como «cuerpo de Cristo» que somos (1 Cor 12, 27), esa prolongación de la Pasión en nuestra carne. Ella vendrá, no con el simple dolor, sino con su aceptación rendida: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22, 42).
Todavía una cosa más, y de la mayor importancia, quedó consumada para siempre en ese momento. Fue delante de Cristo clavado en la cruz que a los apóstoles y discípulos se les derrumbó en forma estrepitosa su idea mesiánica terrenal: se les hizo añicos esa expectación que tenían de un mesías triunfal y dominador, a la cabeza de un reino israelita con aires de imperio.
Esa idea les había bloqueado la comprensión del misterio de Cristo y el futuro del reino. Y fue en el vacío dejado por su derrumbe que les quedó libre el espacio para las nuevas perspectivas destinadas a abrírseles con la Resurrección y con Pentecostés. Extraña paradoja: lo que no pudo la palabra del Señor, lo pudo su sangre en la cruz. ¿No es el ...
Índice
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- CRÉDITOS
- ÍNDICE
- INTRODUCCIÓN
- I. LA AGONÍA DEL HUERTO
- II. EL PROCESO JUDÍO
- III. EL PROCESO ROMANO
- IV. LA CRUCIFIXIÓN
- V. LA MUERTE
- VI. LA RESURRECCIÓN
- VII. LA GLORIA
- AUTOR
- PATMOS, LIBROS DE ESPIRITUALIDAD