El hombre del revés
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El hombre del revés

Un caso del comisario Adamsberg

  1. 336 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El hombre del revés

Un caso del comisario Adamsberg

Descripción del libro

 «Fred Vargas es probablemente la autora más interesante del género policiaco en Europa en el momento presente.»José M.ª Guelbenzu, El País «Cuento fantástico, fábula, novela policiaca. Resulta imposible dejar el libro una vez empezado.»Le Monde En un pueblo de los Alpes están apareciendo degolladas las ovejas, y la indignación y el miedo se van adueñando de sus habitantes. Pero Lawrence, un canadiense que estudia una manada de lobos en la zona, sabe que hay cosas que éstos jamás harían... Una noche, ante la sorpresa de todos, es una mujer la que aparece muerta. El comisario Adamsberg, Lawrence y Camille, su compañera, inician la investigación. No todo el mundo cree que sea un lobo el responsable: hay quien cree que todo es obra de un auténtico hombre lobo que vive escondido en la montaña. Un «hombre del revés» que oculta su verdadera naturaleza tras una apariencia humana...

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Información

Editorial
Siruela
Año
2012
ISBN de la versión impresa
9788498415117
ISBN del libro electrónico
9788498415513
El hombre del revés
1
Había dos tipos, estirados en la maleza.
–No te imaginarás que vas a enseñarme mi trabajo –susurró el primero.
–No me imagino nada –respondió su compañero, un tipo alto, de pelo largo y rubio, que se llamaba Lawrence.
Inmóviles, empuñando los prismáticos, los dos hombres observaban una pareja de lobos. Eran las diez de la mañana, el sol les cocía los riñones.
–Ese lobo es Marcus –prosiguió Lawrence–. Ha vuelto.
El otro sacudió la cabeza. Era un hombre de la zona, bajito, moreno, un poco terco. Llevaba seis años cuidando los lobos del Mercantour. Se llamaba Jean.
–Es Sibellius –murmuró.
–Sibellius es mucho más grande. No tiene ese mechón amarillo en el cuello.
Turbado, Jean Mercier ajustó los prismáticos, los limpió de nuevo y examinó con atención el lobo macho que, a trescientos metros al este de donde estaban escondidos, daba vueltas alrededor de la roca familiar, alzando de vez en cuando el hocico al viento. Estaban cerca, demasiado cerca, más valía retroceder, pero Lawrence quería filmar a toda costa. Para eso había venido, para filmar lobos y luego llevarse el reportaje a Canadá. Pero llevaba seis meses retrasando el regreso con oscuros pretextos. A decir verdad, el canadiense se estaba incrustando. Jean Mercier sabía por qué. Lawrence Donald Johnstone, famoso especialista en osos pardos de Canadá, se había enamorado locamente de un puñado de lobos de Europa. Y no se decidía a confesarlo. De todos modos, el canadiense hablaba lo menos posible.
–Volvió en primavera –murmuró Lawrence–. Fundó su familia. Ella no sé quién es.
–Es Proserpine –susurró Jean Mercier–, la hija de Janus y de Junon, tercera generación.
–Con Marcus.
–Con Marcus –acabó reconociendo Mercier–. Y lo que es seguro es que hay lobeznos nuevecitos.
–Bien.
–Muy bien.
–¿Cuántos?
–Demasiados para saberlo.
Jean Mercier tomó unas cuantas notas en una libreta que le colgaba de la cintura, bebió de la cantimplora y volvió a su posición sin hacer crujir una sola ramilla. Lawrence dejó los prismáticos, se enjugó el rostro. Atrajo hacia sí la cámara, enfocó a Marcus, la encendió sonriente. Había pasado quince años de su vida con los osos pardos, los caribúes y los lobos de Canadá, recorriendo solo las inmensas reservas, observando, anotando, filmando, tendiendo la mano a veces a sus compañeros salvajes más viejos. Y no eran precisamente unos vivalavirgen. Una vieja osa, Joan, que se le aproximaba, bajando la frente, para que le acariciara el pelo. Y Lawrence no imaginaba que la pobre Europa, estrecha, devastada y domesticada, tuviera nada decente que ofrecerle. Había aceptado esa misión-reportaje en el macizo del Mercantour con mucha reticencia, por aquello de.
Y a fin de cuentas, se estaba eternizando en ese rincón de la montaña, iba posponiendo su regreso. Hablando claro, remoloneaba. Remoloneaba por los lobos de Europa y su pelaje gris y lamentable, parientes pobres y jadeantes de las bestias peludas y claras del Ártico y que merecían, según él, toda su ternura. Remoloneaba por las nubes de insectos, el chorreo del sudor, la maleza carbonizada, el calor chisporroteante de las tierras mediterráneas.
–Pues espera, que esto no es nada –le decía Jean Mercier en tono un tanto sentencioso, con esa expresión orgullosa de los habituados, de los curtidos, de los supervivientes de la aventura solar–. Sólo estamos en junio.
Y por último remoloneaba por Camilla.
Allí, a eso se lo llamaba «incrustarse».
–No es un reproche –le había dicho Jean Mercier con cierta gravedad–, pero mejor que lo sepas: te estás incrustando.
–Pues ahora ya lo sé –había respondido Lawrence.
Lawrence apagó la cámara, la puso delicadamente sobre su bolsa, la cubrió con una lona blanca. El joven Marcus acababa de desaparecer hacia el norte.
–Se ha ido a cazar antes de que haga demasiado calor –comentó Jean.
Lawrence se roció la cara, se mojó la gorra, bebió una decena de sorbos. Menudo solazo, maldita sea. Nunca había visto un infierno igual.
–Al menos tres lobeznos –murmuró Jean.
–Me estoy asando –dijo Lawrence con una mueca, pasándose la mano por la espalda.
–Pues espera. Esto no es nada.
2
El comisario Jean-Baptiste Adamsberg echó la pasta en el colador, la escurrió distraídamente, la pasó a su plato, queso, tomate, sería suficiente para esa noche. Había vuelto tarde después del interrogatorio a un joven cretino que se había alargado hasta las once. Porque Adamsberg era lento, no le gustaba forzar las cosas ni a la gente, por cretina que fuera. Y por encima de todo, no le gustaba forzarse a sí mismo. La televisión estaba encendida en sordina: guerras, guerras y guerras. Hurgó estrepitosamente en el cajón de los cubiertos, encontró un tenedor y se plantó de pie ante la pantalla.
...lobos del Mercantour pasan una vez más al ataque en un cantón de los Alpes-Maritimes que hasta ahora no se había visto afectado. Se habla esta vez de una bestia de excepcional tamaño. ¿Realidad o leyenda? In situ...
Adamsberg se aproximó despacio al televisor, con el plato en la mano, de puntillas como para no espantar al locutor. Un gesto de más y el tipo saldría corriendo de la tele sin acabar la formidable historia de lobos que acababa de empezar. Subió el volumen, retrocedió. Toda su infancia pirenaica había estado envuelta en las voces de los viejos que contaban la epopeya de los últimos lobos de Francia. Y cuando recorría la montaña por la noche, con nueve años, cuando su padre lo enviaba por los caminos a recoger leña menuda, sin discusión, creía ver sus ojos amarillos seguirlo por los senderos. Como tizones, hijo, son como tizones los ojos de los lobos en la noche.
Y ahora, cuando volvía allá, a su montaña, retomaba los mismos caminos de noche. O sea que es desesperante, el ser humano toma apego a lo peor.
Había oído, era verdad, que unos cuantos lobos de los Abruzos habían vuelto a atravesar los Alpes hacía unos años. Una panda de irresponsables, en cierto modo. Unos borrachuzos de parranda. Simpática incursión, simbólico regreso, os damos la bienvenida a los tres bichos pelados de los Abruzos. Salud, camaradas. Desde entonces, pensaba que unos cuantos tipos los cuidaban como un tesoro, al amparo de los pedregales del Mercantour. Y que se echaban al diente algún cordero de vez en cuando. Pero era la primera vez que veía imágenes. Entonces, esta repentina salvajada, ¿eran ellos, los buenos chicos de los Abruzos? Mientras comía en silencio, Adamsberg veía pasar por la pantalla una oveja destrozada, un suelo ensangrentado, el rostro convulso de un ganadero, el vellón manchado de una oveja despedazada en la hierba de un pastizal. La cámara hurgaba complaciente en las heridas, y el periodista afilaba sus preguntas, echaba leña al fuego de la discordia rural. Mezcladas con los planos, surgían fauces de lobos con los belfos levantados, sacados directamente de documentales antiguos, más balcánicos que alpinos. Parecía que todo el interior nizardo se doblegara ante el ímpetu de la jauría salvaje, mientras unos viejos pastores alzaban sus rostros orgullosos para desafiar a la bestia mirándola a los ojos...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Índice
  4. EL HOMBRE DEL REVÉS
  5. Créditos