
- 152 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Invierno en Viena
Descripción del libro
Un librero, una lectora, un escritor... y una mágica ciudad bajo la nieve.
Una deliciosa e inolvidable historia para todos los que amamos los libros por la autora de Mi maravillosa librería.
Viena, primeros años del siglo XX. Marie trabaja como niñera para la respetable familia del doctor Arthur Schnitzler, el famoso autor de La señorita Else. Cuando el señor de la casa la envía a recoger un pedido en su librería habitual, Marie vuelve con las manos vacías y empapada por la nieve: los libros no han llegado aún pero Oskar, el librero, se los acercará en persona en cuanto los reciba. Esa misma tarde toca el timbre de la mansión de la Sternwartestrasse con el paquete bajo el brazo, y lleva además una sorpresa para Marie: un volumen de Rilke que, junto con unos hermosos versos, guarda entre sus páginas una breve nota para la joven. A Oskar le gustaría verla una vez más...
Como una encantadora versión de 84, Charing Cross Road narrada por Charles Dickens, Invierno en Viena es un delicioso y cautivador cuento de navidad, una evocadora historia sobre el poder de la letra impresa, el placer de la lectura y el lugar que los libros y las librerías ocupan en nuestras vidas y en nuestros corazones.
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Información
Editorial
SiruelaAño
2017ISBN de la versión impresa
9788417151232ISBN del libro electrónico
9788417151768Para Emma, Jan y Oliver
y mi abuela, Johanna
Había nevado toda la noche. Copos gruesos e incesantes. Aún estaba oscuro cuando sonó el despertador de Marie, pero era una oscuridad distinta a la habitual, en cierta forma más suave y templada. No se oía ruido alguno. Hacía un frío húmedo en su pequeño cuarto, y Marie decidió permanecer acostada cinco minutos más bajo el cálido edredón.
A punto de adormecerse de nuevo, oyó en la habitación adyacente el parloteo de Lili consigo misma. Sin perder tiempo, saltó del lecho, se echó encima su bata ligera y entró en la habitación de la niña. Lili, de pie en su camita, puso una cara radiante al verla y extendió sus bracitos gordezuelos hacia ella. Marie la alzó rápidamente y la pequeña se apretó contra la niñera.
—¡Chisss, calladita! Papá y mamá están dormidos todavía, y Heini también.
Se la llevó a su cuarto, la sentó sobre su cama, dura y estrecha, y ciñó la manta alrededor de su cuerpo. Solo después comenzó a vestirse. Así lo repetía todas las mañanas, era un pequeño ritual establecido entre ellas, con el que la cría, de dos años, al parecer disfrutaba. Lili, completamente quieta, observaba con los ojos muy abiertos cómo Marie se desprendía del camisón, se enfundaba la ropa íntima (naturalmente volviéndole la espalda), sujetaba las medias de lana en el liguero, se ponía al fin su único vestido abrigado y se ataba el delantal por encima.
Cuando bajaron, en la chimenea ya ardía la lumbre y la leche caliente estaba sobre el fogón. Marie colocó a la niña en el parquecito y le dio el biberón.
—Quédate aquí, cariño, voy a despertar a Heini.
Marie pudo escuchar el chupeteo de Lili hasta la primera planta.
—¿Pero dónde anda mi tesorito? ¿Ya tienes tu leche? Eso, sé buena y bébetela.
Anna, la cocinera, había entrado en la sala y le hablaba a Lili.
El cuarto de Heinrich aún estaba a oscuras. Marie encendió la lámpara del pupitre y se quedó un instante contemplando la escarcha de la ventana. El chico yacía acurrucado, bajo la manta, solo asomaba su pelo castaño. Dentro de poco la cama le vendría pequeña. Marie le dio un breve toque en el hombro, pero el chico no hizo más que soltar un gruñido.
—Heini, despierta. Tienes que levantarte e ir a la escuela. Mira, ¡ha nevado!
—¿De verdad? ¡Déjame ver!
Heinrich abandonó la cama de un salto, tumbando casi a Marie. Llevaba semanas esperando ansioso la llegada del invierno y rondando cada dos por tres el trineo que le habían regalado en verano por su noveno cumpleaños. Ahora, por fin, nevaba, como de milagro. La víspera se había acostado hacia las siete y media tras despedirse modosamente de sus padres, lavarse la cara y las manos y hacerse arropar por Marie. Aún quería leer diez minutos su novela de indios, pero cuando al poco Marie entró en la habitación, ya se había dormido. Solo entonces comenzó a nevar.
Heinrich corrió a la ventana, la abrió de un empujón, provocando la inmediata entrada de una bocanada de nieve, y asomó el tronco entero.
—¡Heinrich! ¡Ten cuidado! ¿Qué haces? Te vas a caer por la ventana. Y vas a coger un resfriado estando en pijama con este frío.
Nunca Heinrich se había vestido con tanta celeridad, embutiéndose en un pispás en su pantalón de lino grueso, poniéndose la camisa y, por encima, un jersey de lana azul oscuro.
—¿Puedo salir? —gritó en voz alta mientras bajaba en tromba por las escaleras de madera. A Marie le costó Dios y ayuda alcanzarlo.
—¡Chisss, Heini, quieto! Tus padres siguen durmiendo. No debes armar ruido. Tu padre, como siempre, se ha pasado la mitad de la noche trabajando.
—Esa advertencia llega tarde.
El doctor, con un largo albornoz color burdeos, se encontraba en el rellano superior de la escalera y miraba a Marie con gesto severo.
—Buenos días, doctor. Disculpe, no he podido tranquilizarlo. Se alegra tanto de la nieve...
—Está bien, está bien. Dígale a Sophie que me traiga el café.
—A sus órdenes, doctor.
Entretanto, Heinrich se había dado prisa para calzarse las botas y salir corriendo al jardín. La nieve casi le llegaba hasta las rodillas, y el chaval retozaba como un perrito.
—¡Basta, Heinrich! Ahora mismo vienes a desayunar. ¡Pero ya!
Marie estaba incómoda cuando tenía que ponerse estricta; al fin y al cabo, era tan joven todavía. Hasta hacía poco, ella también hacía trastadas por el estilo, y ahora debía educar a este par de niños, encima bajo la vigilancia de los padres. El doctor era más clemente que la señora, quien empleaba mano dura, sobre todo con Heinrich. Marie le tenía un gran respeto. La señora era unos años mayor que ella, pero se las daba de persona con sabe Dios cuánta experiencia. Parecía una dama avejentada y vestía como tal, lo que tampoco mejoraba las cosas. Marie tenía la sensación de que la mujer no la soportaba.
En la entrevista para el trabajo, cuando Marie estaba sentada en el salón con los señores y el doctor repasaba su libro de servicio, la señora ya la había mirado con desdén. Marie consiguió el puesto porque la familia necesitaba con urgencia una sustituta. Hedi, la niñera que había vivido con ellos cinco años, se marchaba porque iba a casarse. Se quedó justo dos semanas más para instruir a Marie.
Por lo pronto, el doctor la contrató a prueba y le explicó que debía ocuparse únicamente de los niños. Le rogó que no les hablara en su marcado dialecto. «Aprenderá usted rápido a no hacerlo, señorita», había dicho, mientras su mujer, veinte años menor, lo observaba con gesto dudoso.
Tres meses atrás, cuando se desplazó a Währing en tranvía para la cita y recorrió a pie el camino desde la parada hasta la dirección que le habían indicado, ya se había figurado cómo sería la vida en aquel barrio. Las hermosas casonas, los árboles y jardines por todas partes... aquella era una Viena completamente distinta a la que Marie había conocido hasta entonces.
Su último empleo había sido con la familia de un banquero de la calle Tuchlauben, en pleno centro de esa gigantesca ciudad en la que todo le parecía demasiado estrecho y bullicioso. Acababa de cumplir dieciséis años y ...
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