PRIMERA PARTE
Actores, figurantes y comparsa
La misión
Vuelvo a casa. El día de trabajo, más la bebida y la sesión de sexo con Judith me dejaron hecho polvo. Espero que Olya no esté con ánimo de reproches. Suena mi teléfono. Molina, mi chofer, me echa una mirada fugaz por el retrovisor. Es el jefe. Una sensación de abatimiento se suma al cansancio que ya sentía. Dudo si atenderlo o no. El semáforo vira a rojo. Pero no nos detenemos, nadie lo hace, la ciudad está plagada de asaltantes brutales, hombres a quienes la vida es lo único que les queda por perder. Atiendo. Etchegoyen me sonríe desde su despacho.
Buenas noches. Las noches ya no son buenas, Diego Saralegui —me contesta soltando una risita idiota. Eso, que me llame por nombre y apellido, y que esté trabajando a esta hora son señales de que me va a echar encima algún caso de mierda, de esos que nadie quiere—. ¿Qué hubo? Se armó una gorda. Escucho. ¿Sabés quién es Erhardt? Sí, claro, todo el mundo lo sabe. Bueno, el hijo acaba de aparecer muerto. ¿Dónde? Te vas a sorprender... En el barrio chino. ¿Por qué me sorprendería? Porque no es el barrio que estás pensando, es el de la Villa31. ¿Y qué hacía el hijo de un millonario en el barrio más peligroso de la ciudad, estaba comprando droga? Fue lo primero que pensé, pero no, el pibe era lo que llaman un activista social. ¿Qué me cuenta? Lo que oís, con toda esa guita y metiéndose en causas perdidas. La verdad, jefe. Bueno, como sea, nos tenemos que ocupar en persona del asunto. ¿A quién le tocó? Bonasera. ¡Me cago! Sí, ya me llamó tres veces. ¿Qué quiere que haga? Que vayas a la escena. ¿Ahora? No, el mes que viene. Jefe, allí de noche no entra ni la policía. Habrá un equipo del Grupo de Intervención Rápida para cubrirte. Como si eso fuese garantía. No seas cagón. Capitán te está esperando. ¿También va a intervenir el ejército? Por ahora no; es el apellido del inspector que te va a acompañar. Ahí te mando la foto. ¿Lo conoce? Sí, es un tipo áspero, pero es de los buenos, él te va a proteger. Si usted lo dice. Buscalo a la entrada de la calle Diez. Averiguá todo lo que puedas. Cuando termines te vas a casa de Erhardt. Vas a darle todas las seguridades de que haremos lo necesario para que el crimen bla, bla, bla, ya sabés la rutina. Te espero allí.
Corto. Si algo odio es la escena del crimen. Mucho más en la Villa 31. Mucho más de noche. Mucho más si intervienen los de la Rápida. Creo que les pusieron ese nombre porque enseguida se ponen a disparar sin importarles quién esté en medio.
¿Cambiamos de rumbo, señor? —pregunta Molina sin dejar de mirar al frente—. Sí, vamos a la 31. ¿A la Villa? A la Villa. De acuerdo —concluye, abre la guantera, saca su Glock, la amartilla y la coloca en el asiento del acompañante.
Vamos por el carril central de la avenida que corre junto al largo muro del ferrocarril. La muralla de ladrillos rojos hace de contrafuerte para las montañas de basura levantadas en una semana de huelga de recolectores. Un sol rabioso las estuvo cocinando durante el día. Flota en el aire un tufo aceitoso y picante. Ratas salvajes, del tamaño de un gato, merodean a toda hora. Les perdieron el miedo a los humanos. Cuando se cruzan con alguno lo enfrentan mostrando los dientes. Los especialistas están afónicos de tanto alertar por la posibilidad de que se desate otra epidemia. En la radio, Palito Ortega canta La felicidad, ese tema pegajoso que los medios se empeñan en volver a poner de moda. Le pido a Molina que la apague.
Sé que existe la Villa 31, pero mi conocimiento de ella y de lo que allí sucede no pasa de algún titular en los diarios o de alguna nota apurada en la televisión. Mi primera actuación como fiscal, sin embargo, tuvo que ver con la Villa. Me encargué de solicitar el archivo de la causa por la muerte de Polo Fortich. El tipo era un reportero independiente que la pasaba denunciando cuestiones políticas relacionadas con la Villa. Le debe de haber pisado los callos a alguien porque, después de una nota especialmente urticante, le metieron dos tiros de 22 largo en la cabeza a media cuadra de su casa. Se decía que él sabía todo lo que pasaba en la 31. Toco la pantalla, tecleo el nombre del tipo en el buscador, un par de parpadeos y aparece un video de Polo. Play. Polo camina por las callejuelas de la Villa como si estuviese haciendo una visita guiada subrayando con la palabra lo que muestra la cámara. Fortich debe haberse creído poeta.
A ritmo de cumbia, la Villa palpita detrás de los galpones del ferrocarril, a corta distancia del barrio más caro de la ciudad. En el espacio vacío que sus habitantes llaman «canchita» hay niños, muchos niños librados a su suerte. Viejos casi no se ven, a los que no mató el virus los eliminó el desamparo. Por sus calles, callejuelas y pasadizos circulan trabajadores y personal doméstico, mano de obra y servicios para los ricos que viven del otro lado de Plaza Canadá. Pero no solo alberga a estos esforzados supervivientes. También es el hábitat de los expulsados por el sistema, los invisibles: mendigos, pordioseros y muertos en vida. Mezclados con ellos, y amparados por un entramado laberíntico, viven allí los que han hecho del delito su modo y medio de vida: rateros, ladrones, carteristas, descuidistas, asaltantes, rufianes, asesinos, toda clase de locos y abusadores; y la élite del mundo del crimen: los narcotraficantes. Todo se entrevera en ese popurrí de casitas abigarradas, precarias, con paredes sin encalar, grafiteadas y surcadas por los intestinos de una infraestructura improvisada: caños, cables, desagües. Andan por allí algunas almas buenas y caritativas, gente ingenua, bien intencionada, que quiere ayudar: un puñado de sociólogos y médicos que conviven con una jauría de estafadores de toda clase: adivinos, tarotistas, curanderos, manosantas, curas y evangelistas, cada uno con su cuento del tío, cada uno con su extorsión. De alguna forma emparentados con ellos, en lo más bajo de la cadena alimentaria, están las hienas y los caníbales: pobres que roban a los pobres. Cazadores nocturnos a quienes da lo mismo hacerse con la compra del mercado de una vecina, la pensión de una jubilada o la virginidad de una niña que se distrajo.
Aquí es adonde llegamos.
Veo a Capitán, mi custodio, el tipo de la foto que me envió Etchegoyen. En vano, su elegancia lo hace inconfundible en este paisaje de obreros y desarrapados. Es muy corpulento, fuma serenamente recostado contra su coche, parece aburrido. Siento un escalofrío. No sé si este tipo va a contribuir a mi bienestar o a mi destrucción. Una pintada roja chorreada sobre un muro verde grisáceo en la entrada de la Villa me sorprende con su elocuencia: «Bienvenido a la Ciudad de la Furia».
La Ciudad de la Furia
Capitán tiene el pelo negro, abundante, espinoso, de indio. Lo lleva cortado al rape en los parietales, engominado y tirante en la coronilla. Viste un anticuado traje, un plaid gris oscuro muy sutil, de ra...