El ritual
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El ritual

Mo Hayder, Rubén Martín Giráldez

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  1. 352 páginas
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El ritual

Mo Hayder, Rubén Martín Giráldez

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En este descarnado thriller psicológico, tercera entrega de la serie del inspector Caffery, Mo Hayder se mueve con desenvoltura entre lo sobrenatural y lo científico, con un ritmo vertiginoso que no da tregua al lector hasta la última página.Un martes de mayo, en las turbias aguas del puerto de Bristol, la oficial Phoebe Marley, del equipo de buzos de la policía, encuentra sumergida a más de dos metros bajo el agua una mano humana. El hecho de que la extremidad no vaya unida a cuerpo alguno ya resulta perturbador de por sí; pero aún lo es más el hallazgo de la otra mano, al día siguiente y en un lugar distinto. Ambas parecen haberle sido amputadas a la víctima recientemente, y todo apunta a que se hizo mientras estaba aún con vida.El inspector Jack Caffery, encargado del caso, llega pronto a la conclusión de que las manos pertenecen a un joven yonqui desaparecido en las últimas semanas. Mientras Caffery se centra en una línea de trabajo relacionada con la droga, Marley descubre una posible conexión con la muti, brujería tradicional africana que hace un uso ritual de miembros seccionados. Su empeño por esclarecer los hechos llevará a la pareja de investigadores hasta los más sórdidos rincones de la ciudad, donde acecha una diabólica amenaza...

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Información

Editorial
Siruela
Año
2016
ISBN
9788416749812

1
13 de mayo

Un martes de mayo, justo después de almorzar y a más de dos metros y medio de profundidad bajo el «puerto flotante» de Bristol, los dedos enguantados de la sargento Pulga Marley, del equipo de buzos de la Policía, tropezaron con una mano humana. La pilló un poco desprevenida encontrarla con tanta facilidad, así que agitó las piernas sorprendida y del fondo se levantó una nube de cieno y combustible de motores que hizo bascular el peso de su cuerpo hacia atrás y tiró de su chaleco compensador de manera que comenzó a ascender. Tuvo que doblarse hacia abajo y meter la mano izquierda bajo los tanques flotantes, soltar un poco de aire del traje a fin de estabilizarse lo suficiente como para alcanzar el fondo y tomarse su tiempo palpando el objeto.
Allí la oscuridad era absoluta, como si le hubiesen tapado la cara con barro, y no podía ver lo que tenía cogido. El buceo de ríos y puertos generalmente había que hacerlo a tientas, así que le tocaba ser paciente, dejar que la cosa fuese revelando su forma al tacto, descargar una imagen mental de aquello. La palpó con suavidad, con los ojos cerrados, contó los dedos para confirmar que era humana, a continuación se concentró en distinguir cada uno de los dígitos: primero el anular, doblado a la inversa del suyo, y gracias a eso pudo deducir cómo estaba colocada la mano, con la palma hacia arriba. Hizo cábalas a toda velocidad para imaginarse la postura del cuerpo..., probablemente de costado. Dio un tirón de prueba. En lugar de encontrarse con un peso conectado a la extremidad, la mano flotó sin ofrecer resistencia fuera del cieno. En el punto en el que debería estar la muñeca no había más que hueso pelado y cartílago.
—¿Sargento? —dijo el agente Rich Dundas a través del auricular. En medio de aquella oscuridad claustrofóbica, la voz pareció tan cercana que le hizo dar un respingo. Su compañero estaba arriba, en el muelle, haciendo el seguimiento junto al auxiliar de superficie, que iba soltando cabo y controlaba el panel de comunicaciones—. ¿Cómo va? Estás justo en el punto indicado. ¿Ves algo?
El testigo declaraba haber visto una mano, solo una mano, nada del cuerpo, y aquello había preocupado a todo el equipo. Nadie había oído hablar jamás de un cadáver que flotase bocarriba, de eso se encargaba la descomposición, que los hacía flotar bocabajo, con los brazos y las piernas colgando. Una mano era lo último que tendría que verse. Pero ahora el planteamiento empezaba a ser distinto: aquella mano estaba cortada por la zona más delgada, la muñeca. Era solo una mano, no un cuerpo. De modo que no se había tratado de un cadáver flotando, contra todas las leyes de la física, bocarriba. Aun así, seguía habiendo algo extraño en la declaración del testigo. Volvió a colocar la mano para hacerse una idea del lugar en el que estaba depositada (pequeños detalles que necesitaría para su propio informe como testigo). No la habían enterrado. Ni siquiera podía decir que la hubiesen metido en el barro. Estaba ahí tirada.
—¿Sargento? ¿Me oyes?
—Sí, te oigo.
Recogió la mano con cuidado y fue hundiéndose lentamente para moverse sobre el cieno del fondo del puerto.
—¿Sargento?
—Sí, Dundas. Ya. Sigo aquí.
—¿Has encontrado algo?
Tragó saliva. Giró la mano de manera que los dedos quedasen sobre los suyos. Debería responderle a Dundas que aquello eran «cinco campanas». Objetivo localizado.
Pero no lo hizo.
—No. Todavía nada. Nada aún —dijo, por el contrario.
—¿Qué sucede?
—Nada. Voy a echar un vistazo por los alrededores. Cuando tenga algo te aviso.
—Muy bien.
Hundió un brazo en el fango y se obligó a pensar con lucidez. Primero dio un tirón suave al cabo para que bajase y lo palpó hasta tocar la etiqueta que señalaba los siguientes tres metros. En la superficie parecería que cogía cuerda de manera natural, daría la impresión de que estaba nadando por el fondo. Cuando llegó a la etiqueta se metió el cabo entre las rodillas para mantener la presión y se tumbó en el cieno como le había enseñado a su equipo que debían hacer si sufrían una sobrecarga de dióxido de carbono, bocabajo para que la máscara no se les despegase de la cara, las rodillas tocando casi el barro. La mano cerca de la frente, como si estuviese rezando. Dentro de su casco de comunicaciones todo era silencio, solo se oía el siseo de la estática. Ahora que había encontrado el objetivo tenía tiempo. Desenchufó el micrófono de la máscara, se tomó un respiro para cerrar los ojos y comprobar su equilibrio. Se concentró en un punto rojo de su mente y aguardó a que comenzase el baile. Pero no lo hizo. Se quedó fijo. Siguió muy, muy quieta, esperando, como siempre hacía, a que se le ocurriese algo.
—¿Mamá? —susurró, irritada por lo esperanzada y susurrante que sonó su voz dentro del casco—. ¿Mamá?
Esperó. Nada. Como siempre. Se concentró más, presionando ligeramente los huesos de la mano para conseguir familiarizarse con aquel trozo de carne de un desconocido.
—¿Mamá?
Algo surgió ante sus ojos, que empezaban a picarle. Los abrió, pero nada: solo la acostumbrada negrura sofocante de la máscara, la vaga luz pardusca del cieno culebreando delante del cristal y el sonido envolvente de su propia respiración. Se esforzó por no llorar, deseando decir en voz alta: «Ayuda, mamá, por favor. Te vi anoche. Te vi seguro. Y sé que estás intentando decirme algo... Lo que pasa es que no logro oírte bien. Por favor, cuéntame lo que intentabas decirme».
—¿Mamá? —susurró, y, al poco, avergonzada—: ¿Mami?
Su voz rebotó provocando ecos en su cabeza, aunque al volver, en lugar de «Mami», sonó como «Idiota, más que idiota». Echó hacia atrás la cabeza y respiró hondo, luchando con todas sus fuerzas por no derramar una sola lágrima. ¿Qué esperaba? ¿Por qué era siempre aquí, debajo del agua, donde le entraban ganas de llorar? Era el peor lugar posible: llorar dentro de una máscara que no podía quitarse, a diferencia de los buceadores deportivos. Igual era obvio que se sentía más cerca de su madre en sitios así, pero no era solo eso. Desde que tenía uso de razón el agua había sido el lugar donde podía concentrarse, experimentar una especie de paz mientras flotaba, como si allí abajo pudiese abrir canales imposibles de abrir en la superficie.
Esperó unos minutos más, hasta que las lágrimas estuvieron a buen recaudo y tuvo la seguridad de que no la cegarían ni la pondrían en evidencia cuando emergiese. Entonces suspiró y sostuvo en alto la mano amputada. Tenía que acercarla a la máscara, que rozase la visera de metacrilato, porque así de cerca tienes que tener las cosas para conseguir un mínimo de visibilidad. Y entonces, al observar de cerca la mano, se dio cuenta de qué era lo que no encajaba.
Enchufó el cable del comunicador.
—¿Dundas? ¿Estás ahí?
—¿Qué hay?
Le dio la vuelta a la mano a menos de un centímetro de la visera, examinó la carne grisácea, los bordes destrozados. El que había visto la mano era un viejo. La vio un segundo. Iba de paseo con su nietecita, que quería poner a prueba sus botas rosas nuevas en plena tormenta. Terminaron acurrucados bajo el paraguas y estaban contemplando cómo caía la lluvia sobre el agua cuando vio la mano. Y allí estaba, en la punto exacto donde le había dicho al equipo que la encontraría, encallada bajo el puente flotante. Con aquella visibilidad era imposible que la hubiera distinguido donde estaba ella ahora. Desde el pontón era imposible ver a diez centímetros bajo el agua.
—¿Pulga?
—Sí, estaba pensando... ¿alguno de vosotros sabía que aquí abajo la visibilidad es nula?
Una pausa mientras Dundas consultaba al equipo del muelle. Acto seguido volvió.
—Negativo, sargento. Nadie.
—Entonces, ¿seguro?, ¿visibilidad nula al cien por cien todo el tiempo?
—Diría que con toda probabilidad, sargento. ¿Por qué?
Ella colocó la mano de nuevo donde estaba. Volvería a recogerla con un kit para restos mortales (ni en broma podía nadar hasta la superficie llevándola consigo, se arriesgaba a echar a perder pruebas forenses), pero ahora se ciñó a la búsqueda e intentó pensar. Intentó dar con una clave que explicase cómo el testigo había sido capaz de ver la mano, intentó ceñirse a aquella idea y darle vueltas, pero no sacó nada en claro. Tal vez tenía algo que ver con el motivo por el que había estado despierta hasta las tantas la noche anterior. O eso, o se estaba haciendo mayor. Veintinueve el mes siguiente. «¿Qué te parece, eh, mamá? Tengo casi veintinueve. No pensé que duraría tanto, ¿y tú?».
—¿Sargento?
Recogió cabo lentamente, contra la fuerza del auxiliar de superficie, fingiendo que regresaba por la base del muelle. Ajustó los cables del comunicador para que la conexión fuese correcta.
—Sí, perdón. Me he quedado un poco atontada. Cinco campanas, Rich. He localizado el objetivo. Ahora subo.
Estaba plantada en el muelle, en medio de un frío terrible, con la máscara en la mano, soltando vaho por la boca, y tiritaba mientras Dundas la regaba con la manguera. Había vuelto al fondo para recuperar la mano con un kit de restos mortales, el buceo había concluido y ahora tocaba la parte que más detestaba: la conmoción al salir del agua, la conmoción de estar de vuelta entre...

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