
- 212 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
En los momentos más oscuros de la historia de la humanidad –desde el Holocausto hasta el totalitarismo soviético y las dictaduras más recientes–, ha habido hombres que han tenido la valentía de asumir una responsabilidad personal respecto al mal y que se han prodigado en actos de bondad extrema. ¿Cuál es el resorte que les ha impulsado a una bondad aparentemente insensata? Para Hannah Arendt es la salvaguardia de la propia autoestima y dignidad, mientras que para Vasili Grossman es un antídoto frente al supuesto bien ideológico. Gabriele Nissim nos cuenta su historia, la de esas personas corrientes que han llevado a cabo actos ejemplares, a las que ha podido localizar gracias al trabajo, entre otros, de Moshe Bejski, presidente de la Comisión de los justos, y al mismo tiempo nos ofrece una reflexión sobre el bien y sobre la bondad frente al mal extremo, a través de la contribución de los grandes pensadores del siglo XX que han abordado este tema.
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Información
Editorial
SiruelaAño
2013ISBN de la versión impresa
9788498417197ISBN del libro electrónico
9788415803546
I
La esperanza realista
El espíritu de Marco Aurelio
–Me he dado cuenta de que nunca lograremos erradicar de la historia el mal que unos hombres hacen a otros hombres. A pesar del trauma de Auschwitz, los genocidios y los crímenes contra la humanidad, han continuado en el gulag estalinista, en Biafra, en Ruanda, en Bosnia y los que todavía quedan por llegar, tal y como se percibe a partir del odio que va sembrando el terrorismo fundamentalista.
–Perdón, pero me parece usted muy pesimista.
–No soy pesimista, solo realista.
–¿Es que no cree en la intervención de las instituciones internacionales para defender los derechos humanos?
–Ya me gustaría, desde luego, pero el mal político tiene excesiva fantasía y reaparece una y otra vez en formas nuevas.
–Entonces, ¿no hay sitio para la esperanza en un mundo diferente?
–Algún consuelo nos queda: siempre podemos contar con la obra de los justos que en cualquier época tienen el valor de enfrentarse al mal y salvan siempre al mundo.
–Pero ¿no es eso demasiado poco?
–Mire, esos hombres que he querido premiar por su valor durante la Shoah, en cualquier caso, lo que nos han demostrado es que un mal absoluto jamás vence del todo. De otra manera la humanidad ya habría sido aniquilada. Sus luces desmienten que el mal pueda triunfar en la vida. Desgraciadamente, esas luces son siempre escasas. Esa es la contradicción.
–Pero si los justos constituyen siempre una rareza, ¿qué podemos hacer?
–No veo otro camino que explicar a las nuevas generaciones su secreto y sus valores.
–Es decir, que tienen un secreto...
–En cierto modo, actúan así porque se sienten mejor y pueden sentirse satisfechos de sí mismos1.
El juez Moshe Bejski, artífice del Jardín de los justos de Jerusalén, me expresó así su testamento espiritual en uno de los últimos encuentros que mantuve con él en octubre de 2006 en una habitación del hospital en Tel Aviv, pocos meses antes de su desaparición.
Habíamos dialogado durante meses en su casa, pero solo en aquella ocasión capté el profundo sentido de una experiencia iniciada en la juventud, cuando acabó por casualidad en la lista de Schindler, librándose de una muerte segura en el campo de concentración de Plaszow, que le llevó en la posguerra a buscar, por espíritu de gratitud, a los que en el mundo se prodigaron en la salvación de los judíos.
Bejski me hizo comprender, a través del balance de su vida, que solo a partir de un pesimismo razonable se puede ser razonablemente optimista.
Nadie como él ha visto lo peor de la humanidad antes de vislumbrar una pequeña luz de esperanza. Su filosofía se basa en el presupuesto siguiente: quien piense que tras el escándalo moral de Auschwitz la persecución de los seres humanos puede ser definitivamente erradicada de la escena pública va a encontrarse con desagradables desilusiones.
Dos grandes escritores supervivientes de los campos de concentración constituyen el trágico ejemplo de una expectativa hecha pedazos: Jean Améry y Primo Levi acabaron dándose muerte porque pensaron que, después de la Segunda Guerra Mundial, era posible el nacimiento de un mundo absolutamente nuevo y se hicieron ilusiones con la supresión de la violencia del corazón de los hombres2. Pero hay que aceptar que el mal que provocan los hombres, consciente o inconscientemente, es un ciclo sin fin. En ningún lugar de la Tierra existe el paraíso y, con toda seguridad, nunca existirá.
También el antisemitismo sigue formando parte de la historia. Puede ser controlado, combatido, nunca eliminado por completo. El judío como chivo expiatorio de las contradicciones del mundo, como origen y causa del mal, como elemento corrosivo e inquietante que impide la felicidad al género humano se replantea una y otra vez, en la variante del antisionismo, por parte de los regímenes comunistas y, luego, por los regímenes árabes y por el fundamentalismo islámico. Después de Auschwitz vuelve a plantearse el uso político de la judeofobia a partir de un código cultural tan enraizado que parece formar parte de lo más profundo del inconsciente.
Esta amarga constatación no es, paradójicamente, fruto de una rendición por parte del artífice del Jardín de los justos de Jerusalén, sino el fundamento de una esperanza realista. Bejski se mueve en la lógica de una aguda observación de Marco Aurelio: «No esperes ver establecida la república de Platón; antes bien conténtate con que se promueva un poquito la utilidad pública; ni pienses tampoco que ese pequeño progreso sea escaso fruto para tu trabajo»3. El emperador filósofo, en efecto, no se hacía ninguna ilusión acerca de una conversión general de la humanidad o sobre la posibilidad de imponer un estado ideal entre los hombres, sino que se contentaba con la obtención de un progreso mínimo. Le habría gustado eliminar la crueldad del espectáculo de los gladiadores, pero puesto que en su tiempo se trataba de una utopía inalcanzable dado el entusiasmo que provocaba a nivel popular, se fijó como objetivo un resultado accesible: suprimió el uso de armas afiladas entre los luchadores, obligándoles a combatir con la punta redondeada para limitar las heridas4.
De modo que el juez Bejski no vive la espera mesiánica de un improbable vuelco del mundo, sino que centra su esperanza en la renovación de la presencia en la escena pública de hombres justos capaces de defender la dignidad del hombre, como metáfora de la posible libertad de elegir de cada uno de nosotros.
Esta es la condición humana: un inabarcable campo de batalla en el cual el progreso nunca se da por descontado.
Quizá no sea casualidad, pero Hannah Arendt y Vasili Grossman, los pensadores que de manera más original han contribuido a la definición del concepto de hombre justo en relación con el totalitarismo del siglo XX desde puntos de vista diferentes, han compartido con Moshe Bejski la perspectiva de una esperanza anclada en el pesimismo.
Creen en la posibilidad del hombre aun sabiendo que, la mayoría de las veces, el hombre elige el peor de los caminos.
El peor descubrimiento que hemos hecho, sostiene Hannah Arendt, es que los hábitos morales pueden cambiar de un día para otro y que algunos mandamientos que nos parecían eternos, como no matar, no robar, no mentir, pueden cambiarse como si se tratara de nuestros gustos en el vestir.
Sin embargo, la pensadora de Hannover, que asistió en Alemania a la derrota del hombre frente a la banalidad del mal, se dedica a la búsqueda de los instrumentos interiores que permiten al individuo no sucumbir. Intenta así desentrañar el secreto de los hombres justos, en sintonía con el camino emprendido por Moshe Bejski.
Se trata del mismo camino emprendido en la URSS por el escritor Vasili Grossman, que denuncia desesperadamente la implicación de la población y la pasividad de las víctimas frente a los campos nazis y frente a los gulag estalinistas, pero encuentra esperanza contando decenas de historias de ordinaria «bondad insensata» en tiempos del comunismo.
Grossman nos enseña que, una y otra vez, el totalitarismo derrota al hombre pero, a pesar de todo, no logra modificar la naturaleza humana, no destruye el anhelo de libertad que antes o después acaba aflorando a la superficie, como si fuera magma comprimido en el interior de un volcán.
¿Es esto demasiado poco para seguir manteniendo la confianza después de tales horrores? Puede ser.
Pero Moshe Bejski, Hannah Arendt, Vasili Grossman nos proporcionan con su pensamiento una extraordinaria lente de aumento para sacar a la luz pequeñas y grandes historias de resistencia ocultas en las tragedias del siglo XX.
Constituyen una guía para encontrar los justos ocultos en los tiempos modernos y que, de acuerdo con la Biblia, son el pilar sobre el que se alza nuestro mundo, porque en la narración de sus casos puede encontrarse alivio.
Esta y no otra es la razón de mi viaje a través de su pensamiento.
El Qohéleth y el ciclo perenne de la vida
Para comprender los fundamentos de una esperanza sin utopía hay que dar un salto en el tiempo y leer el Qohéleth, escrito en Judea entre el siglo IV y el III a. C. por un autor desconocido.
El redactor del texto bíblico más inquietante, en su sucesión de interrogantes sobre el bien y el mal, excluye la posibilidad de que la humanidad pueda esperar un final feliz. El regalo consiste en la vida tal y como se nos ha dado. Cualquier otro regalo es pura fantasía. El autor deja entender así que jamás ha existido un Dios que se haya propuesto salvar el mundo y, mucho menos, un más allá que haga justicia con las injusticias sufridas aquí y que premie a los mejores. Y constata amargamente que el ciclo humano se repite sin cambios: «Lo que ha sido será y lo que se ha hecho volverá a hacerse. No hay nada nuevo bajo el sol… y lo que está torcido no puede enderezarse, y no se puede contar con lo que no hay»5.
Pero resulta todavía más sorprendente la consciencia de que los hombres injustos gozan y disfrutan de grandes honores, mientras que los justos sufren y son olvidados.
Los seres humanos son imperfectos, los mismos justos pecan y la vida acaba en tinieblas para todos.
Todo en la vida es vano porque está destinado a corromperse y perecer: polvo al polvo.
Precisamente de este ineluctable trayecto y de esa caducidad nace la esperanza.
Los hombres no tienen otra posibilidad. Para disfrutar al máximo de su tiempo de vida limitado y para suplir su imperfección los hombres tienen que ser solidarios y ayudarse recíprocamente. La salvación está en la relación con el otro. Dar y recibir mutuamente crea el único presupuesto de la fuerza humana. No existe un mesías venido del más allá; sin embargo, un hombre puede llegar a convertirse en mesías de otro hombre. «Mejor ser dos que uno, puesto que dos se compensan mejor en el esfuerzo. Efectivamente, si alguno de ellos cae, el otro le levanta. Ay de quien esté solo; si cae, no cuenta con nadie que le levante.»6
Este es el sentido de la referencia al respeto de los mandamientos con la que se cierra el Qohéleth. «Teme a Dios y observa sus mandamientos, porque esto es todo para el hombre.»7 El decálogo y la ley es el horizonte en el que se explicita la convivencia y la relación entre los seres humanos y exigen, lo primero, la defensa de la sacralidad de la vida (no matar), señalando así el recorrido de la ayuda recíproca entre individuos que ontológicamente necesitan los unos de los otros.
¿Por qué se asocia a Dios con las leyes y por qué hay que temerle?
¿No es acaso una paradoja el temor a un Dios que permite la injusticia y no interviene en los asuntos humanos, dejando que nuestra existencia concluya en el polvo?
El temor de Dios no remite a una realidad trascendente en la que los impíos serán castigados y premiados los mejores, sino que advierte de que en el único mundo en que nos ha tocado vivir, para evitar la catástrofe y la descomposición, solo en el respeto de las reglas éticas hay salvación. Preceptos morales como no matar, no robar, no mentir, no hacer daño a los demás no suponen impedimento alguno para la libertad del individuo, sino que son el presupuesto para una condición humana mejor y para hacer más feliz la vida. Si faltan el amor y el respeto por el prójimo, el hombre construye el apocalipsis con sus propias manos, tal y como sucedió en la Shoah.
Lo que provoca la peor de las consternaciones y debe empujar a los hombres a hacer el bien en relación con los otros es el vacío moral.
Pero el temor de Dios (o, mejor todavía, de la propia destrucción) no solo tiene que ver con el destino del mundo, se refiere también a la vida cotidiana.
El hombre que hace el mal de...
Índice
- Cubierta
- La bondad insensata
- Post scriptum
- Agradecimientos
- Créditos
- Notas