Contra el fanatismo
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Contra el fanatismo

Amos Oz, Daniel Sarasola

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Contra el fanatismo

Amos Oz, Daniel Sarasola

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«Amos Oz despliega ante nuestros ojos la naturaleza del fanatismo, ofreciéndonos a la vez el remedio para su cura universal». Nadine Gordimer, Premio Nobel de Literatura 1991«¿Cómo curar a un fanático? Perseguir a un puñado de fanáticos por las montañas de Afganistán es una cosa. Luchar contra el fanatismo, otra muy distinta. [...]» La actual crisis del mundo, en Oriente Próximo, o en Israel/ Palestina, no es consecuencia de los valores del islam. No se debe a la mentalidad de los árabes como claman algunos racistas. En absoluto. Se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia. [...] »El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera.»Amos Oz

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Información

Editorial
Siruela
Año
2012
ISBN
9788498418798
Edición
1
Categoría
Filosofía

Sobre el goce de escribir y el compromiso

«Haz la paz, no el amor» es un dicho acuñado por mí que quiero aclarar desde el principio para que no haya malentendidos. No estoy en contra de hacer el amor, estoy en contra de confundir amor y paz, lo que es siempre una confusión sentimental. Pero no voy a hablar de guerra y paz, de paz y amor, de amor y animosidad. Voy a tratar de mi escritura, lo cual resulta algo incestuoso para un escritor. Hace muchos años escribí un libro para niños titulado Soumchi, muy personal, en primera persona, en el que sacaba a la luz parte de mi infancia. Entonces un entrevistador me preguntó: «Por favor, señor Oz, ¿puede decirnos con sus propias palabras de qué trata su libro?». Así que, esencialmente, mi problema inmediato consiste en que tengo que decir con mis propias palabras de qué trata mi escritura. Lo que no voy a hacer es analizar ni intentar derrotar a los expertos en su propio terreno. Ni siquiera voy a intentar dejar constancia de lo bueno que soy como escritor. En cambio, sí voy a contar algunas historias sobre cómo me convertí en escritor, cómo escribo, cómo tacho, algunas de mis frustraciones y algunas de mis alegrías. Sé que es muy común, especialmente en la tradición alemana, hablar del dolor y el sufrimiento que la escritura implica. Incluso conozco la palabra Schmerz aplicada a este contexto. Hoy quiero hablar sobre la dicha de escribir. O sobre algunas de las dichas.
Como saben, soy un digresor terrible, y la primera digresión empieza ahora. Versa precisamente sobre la dicha: cuando tenía casi doce años iba a un colegio religioso judío para chicos, muy puritano, extremadamente victoriano aunque no supieran quién era Victoria. Un día la enfermera del colegio, la mujer más valiente que yo he conocido en mi vida, nos llamó a todos los chicos –éramos treinta y cinco o tal vez cuarenta– a clase. Cerró las ventanas, cerró la puerta y durante dos horas nos reveló todos los secretos de la vida, incluyendo todos los mecanismos, todos los dispositivos, dónde va cada cosa, con pelos y señales. Y me acuerdo de todos nosotros sentados muy pálidos, anonadados y sorprendidos porque tras describir todos aquellos mecanismos terribles, también habló de los dos famosos monstruos de la vida sexual, el Al-Qaeda y el Hezbolá de la vida sexual: embarazo no deseado y enfermedades venéreas. Casi nos desmayamos, y me acuerdo de mí mismo de chico, saliendo de clase y preguntándome: «Muy bien, entiendo la técnica. ¿Pero a santo de qué querría alguien en sus cabales meterse en semejante lío?». Aparentemente, esta valiente enfermera que había descrito todo no mencionó que se rumoreaba que la cosa implicaba cierto placer. Tal vez no lo supiera. Pero en lo tocante a la escritura, muy a menudo cuando oigo a escritores hablando del dolor, del parto y el sufrimiento de su propia escritura, me acuerdo de ella.
Yo me hice escritor a causa de la pobreza, de la soledad y los helados. Era hijo único en una familia de clase media muy baja; de hecho, una familia muy pobre de Jerusalén. Mi padre era bibliotecario y mi madre daba de vez en cuando clases particulares de historia y literatura. Vivíamos en un apartamento diminuto que se parecía al interior de un submarino, lleno de libros en muchas lenguas y poco más. Mis padres se veían en los cafés con sus amigos. Y me llevaban con ellos porque era hijo único y no había nadie con quien dejarme en casa. Me decían que tenían que conversar con sus amigos y que yo tenía que portarme bien, y que, si lo hacía, al final habría helado para mí. Bueno, en aquellos días, el helado en Jerusalén era más raro que la paz en Oriente Próximo hoy. Era un rumor, una leyenda; sólo algunos afortunados podían disfrutarlo.
Yo me moría por el helado, pero mis padres solían demorarse y conversar con sus amigos durante siete días y siete noches sin parar, o al menos eso me parecía a mí. Y yo tenía que hacer algo conmigo mismo para no gritar ni volverme loco. Así que me sentaba allí y observaba el trasiego del café como un pequeño detective: gente entrando y saliendo..., como un pequeño Sherlock Holmes, miraba sus ropas, sus caras, sus gestos, estudiaba sus zapatos, contemplaba sus bolsos y solía pasar el tiempo inventándome pequeñas historias sobre aquella gente. Quién viene de dónde, cuál es la relación exacta entre aquellas dos mujeres y el hombre de la mesa de la esquina; las dos mujeres fuman, el hombre no; una parece muy amargada, el hombre apenas habla; una habla la mayor parte del tiempo, la otra es bastante silenciosa. Tenía que inventar una historia. Algo así: un joven de aspecto temible, alto, extraño, sentado cerca de la puerta, con un periódico delante que no lee. Mira hacia la puerta, espera. Una, dos horas. Bueno, no puede estar esperando un helado, está esperando a alguien. Me inventaba a quién y por qué. Y así aprendí de alguna forma a morigerar mi soledad mirando a la gente, adivinando, inventando, a veces escuchando al azar fragmentos de conversación y uniéndolos, como un hombre de la Stasi. Detallitos de información para crear, a veces, un historial incriminatorio. Tengo que confesar que todavía hoy hago lo mismo cuando tengo que «matar el tiempo», por llamarlo de alguna manera, en un aeropuerto, sentado en la sala de espera del dentista o de pie haciendo cola. En vez de leer periódicos o rascarme la cabeza, fantaseo. Claro que algunas de mis fantasías actuales no son tan inocentes como mis fantasías infantiles de los días de helado. Pero todavía fantaseo. Y es un pasatiempo útil, no sólo para un novelista, no sólo para un escritor, sino para todos y cada uno de nosotros. Pasan tantas cosas en cada esquina, en la cola de cada parada de autobús, en cada sala de espera de una clínica, en cada café... De hecho, muchos seres humanos cruzan nuestro campo de visión cada día y la mayor parte del tiempo no suscitan nuestro interés: ni siquiera reparamos en ellos, vemos siluetas en vez de gente real. Así que si uno adopta la costumbre de observar a los extraños, con un poco de suerte termina escribiendo historias al fantasear acerca de lo que la gente se hace entre sí o qué relación hay entre ellos. En cualquier caso, siempre se puede pasar un buen rato y conseguir un helado al final; no es una pérdida de tiempo.
También me convertí en escritor porque venía de una familia de refugiados con el corazón roto. Todos los miembros de mi familia –por parte paterna y materna– eran europeos devotos. De hecho, eran grandes amantes de Europa. Conocían los idiomas, las historias, las culturas de cada país, estaban ilimitadamente encaprichados de Europa. Desgraciadamente, cuando tuvieron que abandonarla en los años veinte y treinta, resultó que los judíos, como mis padres y mi familia, eran los únicos europeos de Europa. Todos los demás eran pangermánicos o paneslavos o sólo algún patriota portugués. Mi padre solía decirme en broma que en Checoslovaquia había tres nacionalidades: checos, eslovacos y checoslovacos, que somos nosotros, los judíos. En Yugoslavia hay nueve nacionalidades: serbios, croatas, montenegrinos, etc., y los yugoslavos, que somos nosotros, los judíos. Y, desde luego, en Inglaterra, están los ingleses, los galeses, los escoceses y los británicos, que, de nuevo, somos nosotros. Pero, por supuesto, su amor por Europa se trocó en amor no correspondido. Si tenían suerte, les echaban a patadas. En caso contrario, nunca abandonaban Europa con vida. Pero mis padres se trajeron a Jerusalén su encaprichamiento sin paliativos por Europa. Los libros, los recuerdos, las ideas, los paisajes, la música, el anhelo. Yo tenía que adivinar todos sus anhelos porque no querían imponerme sus nostalgias. No querían imponerme su relación de amor-odio con Europa. Querían hacer conmigo borrón y cuenta nueva, igual que muchos padres judíos israelíes de aquella época querían hacer borrón y cuenta nueva con sus hijos. Eran grandes lingüistas. Mi padre podía leer en dieciséis o diecisiete lenguas. Hablaba once idiomas, todos ellos con fuerte acento ruso. Incluso hablaba árabe con fuerte acento ruso. Mi madre podía hablar seis o siete lenguas. Solían hablar entre ellos en ruso y polaco en la vida cotidiana. Leían en alemán, francés e inglés para cultivarse. Creo que soñaban en yiddish. Ellos podían estar seducidos por los fatales encantos de Europa pero, por lo que a mí respecta, irme al Viejo Continente habría significado mi muerte. Ése era el telón de fondo de mi vida. Durante años, mis padres solían decirse –entre sí pero también a mí– que algún día (no ya en vida de ellos pero sí en la mía) Jerusalén evolucionaría hasta convertirse en una ciudad real. Yo no tenía ni idea de lo que querían decir. Para mí, Jerusalén era todo lo real que se puede ser. Era el único lugar real. Había nacido en ella. Otros lugares eran irreales. Pero, años más tarde, descubrí lo que mis padres querían decir con «ciudad real»: una ciudad real tiene que estar rodeada por un denso bosque, surcada por un río con puentes. Así que esperaban de alguna forma que, con el tiempo, Jerusalén tendría bosque, río y puentes. Una triste y dolorosa historia discurre por debajo de todo esto. El aspecto irónico del asunto: cuando mi padre era joven en Lituania –de Rusia había escapado con su familia a Lituania, que en esa época era parte de Polonia– tuvieron la suerte de que les echaran a patadas y, tras varias vicisitudes, llegaron a la Palestina británica de principios de los años treinta. Pero en su época toda Europa estaba cubierta con la pintada: «¡Judíos, a Palestina!». Cuando de nuevo viajaron por Europa muchísimas décadas después, la encontraron cubierta con la pintada: «¡Judíos, fuera de Palestina!».
¿Entonces adónde pertenecemos exactamente? Quizás no pertenezcamos a ningún lugar. Ni esto ni nada tiene una respuesta en blanco y negro. He crecido en un contexto de ambivalencia, ambigüedad, emociones mezcladas, relaciones de amor-odio y de amor no correspondido. Y mi barrio estaba lleno de «reformadores del mundo en potencia», idealistas e ideólogos. Todos con su fórmula pe...

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