La sirena y la señora Hancock
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La sirena y la señora Hancock

  1. 460 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La sirena y la señora Hancock

Descripción del libro

CORTESANAS, SIRENAS, AMBICIONES, NAUFRAGIOS... LA MEJOR NOVELA SOBRE EL SIGLO XVIII DESDE EL SIGLO XVIII.Londres, septiembre de 1785. Uno de los capitanes del armador Jonah Hancock llama con urgencia a su puerta en mitad de la noche para comunicarle la increíble noticia de que ha vendido su barco a cambio de algo absolutamente excepcional: el cuerpo disecado de una pequeña sirena.El rumor se propaga como la pólvora, desde los astilleros y los burdeles hasta los cafés y los salones nobiliarios; todo el mundo quiere ver la recién descubierta maravilla. El encuentro del señor Hancock con Angelica Neal, la cortesana más deseable y cotizada de la ciudad, marcará el nuevo rumbo de sus vidas. ¿Dónde los llevará su ambición en una época de improbables ascensos sociales? ¿Y podrán escapar al poder de aniquilación que, según dicen, posee la mítica criatura marina?Esta espléndida novela, una gloriosa y sensual inmersión en la época georgiana, es una historia de prodigios y naufragios, de sentimientos, curiosidades e intrigas, tan exquisitamente ejecutada que, desde la primera página, su irresistible y seductor canto nos arrastra, sin remedio, hacia sus misteriosas profundidades...«Hay en este libro mucho que morder y saborear, todo presentado con un sorprendente ingenio y un genuino talento para el espectáculo». The Guardian.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2018
ISBN de la versión impresa
9788417308780
ISBN del libro electrónico
9788417308551
Edición
1
Categoría
Literatura

LIBRO I

UNO

Septiembre de 1785

El despacho de Jonah Hancock tiene forma de cuña y está construido como el camarote de un barco: artesonado de madera, paredes enjalbegadas, rodapié negro y vigas que encajan unas con otras a la perfección. Baja el viento cantando por Union Street, la lluvia pega contra el cristal de la ventana, y el señor Hancock clava los codos, inclina el tronco hacia delante y apoya la frente en ambas manos. Luego se pasa los dedos por la cabeza, descubre una cresta de pelo áspero que ha burlado el celo del barbero y se detiene ahí: si acaso, más que irritado, curioso. De puertas adentro, al señor Hancock no le preocupa mucho su apariencia, y en sociedad gasta peluca.
Es un caballero orondo de cuarenta y cinco años que se viste de estambre, fustán y lino: telas honestas que conoce bien y casan con su pelo ralo, la pelusa plateada que le cubre los carrillos y las yemas de sus dedos, llenas de manchas y arañazos. No es un hombre apuesto, ni lo fue nunca (y encaramado al taburete, con esa enorme barriga y unas piernas tan flacas, parece una rata subida a un poste), pero sí tiene una cara amable y rolliza, y los ojillos, de pálidas pestañas, son claros y transmiten confianza. Es un hombre pintiparado para el puesto que ocupa en el mundo: hijo de un armador que era a su vez hijo de un armador —nacido en Deptford—, cuya misión no es expresar sorpresa o deleite al ver las rarezas que pasan por su rudas manos, sino solo calcular su valor, poner por escrito el nombre por el que se las conoce y el número en el que llegan, y luego enviarlas a la ciudad que fulge exuberante al otro lado del río. Los barcos que manda a los cuatro puntos cardinales —el Eagle, el Calliope, el Lorenzo— cruzan una y otra vez el ancho mundo, pero él, Jonah Hancock, de todos los hombres el más quieto, se acuesta cada noche en el mismo cuarto que lo vio nacer.
Tiene la luz en el despacho un tono tenebroso, cebado de tormentas. La lluvia cae a ráfagas. El señor Hancock abre los libros de cuentas encima de la mesa, están llenos de palabras y cifras que se arrastran como insectos por la página, pero hoy no tiene la mente en la tarea y agradece el rifirrafe que se oye fuera del despacho.
«Vaya», piensa el señor Hancock, «ese tiene que ser Henry». Pero cuando se revuelve en el asiento ve que solo era la gata: está hecha un ocho donde empieza la escalera, tiene el lomo en el aire, ha quedado toda despatarrada en el primer escalón, y con las garras sujeta contra las tablas del suelo un ratón que no para de retorcerse. Aunque el felino tiene la boquita abierta y los dientes le brillan con un destello triunfal, está en posición nada ventajosa, y para ponerse derecho, calcula el señor Hancock desde donde la mira, antes tiene que soltar la presa.
—¡Zape! —dice el señor Hancock—. ¡Fuera de aquí!
Pero la gata coge el ratón entre las fauces y cruza el pasillo con paso marcial. Aunque no la ve desde ese ángulo, sí que oye el golpeteo de sus cuatro patas en el baile que realiza, y el golpe más seco que hace el cuerpecillo del ratón al caer contra el suelo de madera. La ha visto jugar a eso muchas veces: lo tira al aire y mira cómo se estampa contra las tablas. Y al señor Hancock, el maullido que suelta la gata a plena tráquea le suena siempre demasiado humano, como si lanzara una pregunta.
Vuelve a su tarea en el escritorio, dice que no con la cabeza. Hubiera jurado que era Henry el que subía por la escalera. Ya se ha imaginado muchas veces la escena: ve a su hijo, alto y delgado, que ha pasado a saludarlo con una sonrisa cómplice; calza medias blancas, luce rizos castaños y lo rodea un aura de motas de polvo. No es normal que tenga esas visiones, pero cuando las tiene lo perturban, pues Henry Hancock murió al nacer.
No es que sea un hombre fantasioso el señor Hancock, pero nunca ha podido desprenderse de la idea de que, en el parto, en cuanto su mujer asentó la cabeza en la almohada y soltó su postrer y desdichado aliento, fue su misma vida la que se desvió de su curso. Y le parece que la que le estaba prometida sigue por su cuenta, no muy lejos, que lo separa de ella solo una tibia mezcla de azar y aire, y que hay veces en las que le es dado verla de reojo, como el que descorre momentáneamente una cortina. Una vez, por ejemplo, en su primer año de viudedad, sintió la cálida presión de otro ser contra la rodilla. Estaba jugando a las cartas, y al mirar debajo de la mesa casi esperaba arrobado ver a un niñito lustroso que se apoyaba en su silla para auparse. ¿A santo de qué llevarse aquel disgusto al ver que no era más que la mano de Moll Rennie que lo buscaba muslo arriba? Otra vez, le llamó la atención un tambor de juguete que vio en una feria, pintado en vivos colores, y lo adquirió. Y cuando ya estaba a mitad de camino de su casa cayó en la cuenta de que no tenía niño alguno al que ofrecérselo. Ya han pasado quince años, pero hay momentos, cuando menos se lo espera, en que el señor Hancock puede que oiga una voz que viene de la calle, o sienta que le tiran de la ropa, y piense inmediatamente «Henry», como si no le hubiera faltado el hijo en todos esos años.
Su mujer, Mary, nunca lo visita, aunque era una bendición del cielo para él. Cuando murió tenía treinta y tres años, era una mujer serena que había visto mucho mundo y estaba más que preparada para el más allá: el señor Hancock no duda de adónde ha ido, ni de que él pueda un día reunirse allí con ella, y con eso le basta. Solo pena por su hijo, que pasó como una exhalación de la vida a la muerte: mudó un olvido por otro como el que duerme y se da la vuelta en la cama.
Oye en la planta de arriba la voz de su hermana, Hester Lippard, que lo visita el primer jueves de cada mes. Husmea en la despensa y en el cuarto de la plancha y grita siempre al ver lo que halla allí. Que le quede a una un hermano viudo como herencia es un suplicio, aunque puede que algún día sus hijos se beneficien. Y si la señora Lippard le hace el favor de sacar a su hija más joven del colegio para que le lleve la casa, es porque espera un gesto razonable por parte de él.
—Fíjate, ¿no ves? Tienes las sábanas llenas de moho —la oye decir, dirigiéndose a su hija—. Si las hubieras guardado como yo te dije... ¿No te lo apuntaste en la libreta?
La niña responde a la madre con un murmullo inaudible.
—¿A que no lo apuntaste? Pues esto es solo para beneficio tuyo, Susanna, mío no.
Silencio, y él se imagina a la pobre Sukie: ve que le cuelga la cabeza, tiene la cara lívida.
—¡Te digo yo que me das más trabajo que otra cosa! A ver, ¿dónde tienes el hilo rojo? Di, ¿dónde? ¿Se ha vuelto a perder? ¿Y quién va a pagar el nuevo, dime, quién?
Él suspira y se rasca. Se pregunta dónde estará aquella familia provechosa que había de colmar los cuartos de esta casa construida por su abuelo y que su padre remozó de arriba abajo. Porque los muertos siguen allí, no lo duda. Siente su tacto por doquier en el barniz de la tarima y en la escalera colgante, y en la voz de las campanas de la iglesia: San Pablo a la entrada, San Nicolás por detrás. Las manos de los carpinteros de navío siguen vivas en la larga curva de las vigas, que recuerdan las bodegas de grandes buques, y en los dinteles labrados con pájaros y flores, ángeles y espadas, testimonio indeleble de la labor y las visiones de hombres que hace tiempo que ya no están.
Aquí no hay niños que a su vez se maravillen de la maña que se dieron los ebanistas de Deptford, sin parangón en el mundo, ni que crezcan al ritmo que tienen los barcos cuando salen del puerto, cargados, resplandecientes, y vuelven con el velamen roto y el casco magullado. Los hijos de Jonah Hancock bien sabrían, como lo sabe él, lo que es poner en un barco toda la fe y la fortuna y lanzarlo a lo desconocido. Sabrían que un hombre que espera la llegada de un barco, como lo espera ahora el señor Hancock, sueña despierto por el día y no duerme por la noche, da en no quedarse quieto y guarda un sabor cada vez más amargo en el cielo de la boca. Es brusco con la familia, o sentimental en exceso. Se vuelca sobre la mesa para hacer los mismos números una y otra vez. Y se muerde las uñas.
¿A cuento de qué viene saber t...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. LIBRO I
  6. LIBRO II
  7. LIBRO III
  8. Agradecimientos