
- 428 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Como cambia el mar
Descripción del libro
LA MEJOR NOVELA DE LA AUTORA DE LAS CRÓNICAS DE LOS CAZALET.
«Una construcción inmaculada, una observación impecable y una convincente e inexorable técnica narrativa». HILARY MANTEL
«Cuando se publicó por primera vez, Como cambia el mar fue recibida por los críticos como lo que realmente es: una novela hermosa y muy poco común». SYBILLE BEDFORD
Catorce años después de su muerte, el recuerdo de su hija Sarah persigue aún al famoso dramaturgo Emmanuel Joyce y a su esposa Lillian. Acompañados siempre por Jimmy —el devoto representante de Emmanuel—, el matrimonio viaja continuamente de ciudad en ciudad, recurriendo a distintas estrategias para sobrellevar la pérdida: él seduce a todas sus secretarias y ella coloca las fotos de su hija en el tocador de cada nuevo hotel en el que se alojan. Hasta que, la víspera de su partida a Nueva York para seleccionar el reparto de su próximo montaje, un incidente con la última conquista del dramaturgo les obliga a encontrar de inmediato una sustituta. Cuando Alberta Young, hija de un clérigo de Dorset, llega a la entrevista con un ejemplar de Middlemarch bajo el brazo, las vidas de todos ellos no volverán a ser las mismas nunca más...
Narrada por sus cuatro personajes principales, la acción de Como cambia el mar se desarrolla entre Londres, Nueva York, Atenas y la evocadora isla de Hidra. Elizabeth Jane Howard, la indispensable autora de Crónicas de los Cazalet, despliega de nuevo en esta novela toda la inteligencia y la elegancia estilística que hicieron de ella una de las más grandes escritoras de la literatura inglesa del siglo XX.
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Información
Editorial
SiruelaAño
2020ISBN de la versión impresa
9788418245930ISBN del libro electrónico
9788418436376Tres - Nueva York
1
Emmanuel
La mañana del día en que Lillian y Jimmy habían de llegar, se fue a dar un paseo. Salió temprano porque había dormido mal: el barco debía atracar a las diez y media y necesitaba espabilarse. Empezó a caminar hacia el norte, por la avenida Madison, sin ningún destino en particular, pero la tenue y esquiva libertad que siempre se revolvía cuando dejaba la noche atrás se estiraba ahora en el temprano aire de la mañana y lo animaba a continuar. Había dejado un mensaje para Alberta: desayunaría con ella a las nueve y media y luego irían a recibir a los viajeros. En cierto sentido, él estaba recibiéndolos ya, distribuyendo los fragmentos adecuados de sí mismo entre las distintas partes de ese día artificial que le aguardaba. Su llegada, que debería ser un comienzo, parecía de alguna manera un final. ¿Tanto había disfrutado de la compañía de Alberta? Era difícil de decir. Le había gustado la alternancia entre la soledad y la compañía de alguien sin exigencias, entusiasta y que descubría por primera vez los avatares de su vida cotidiana. Había disfrutado siendo amable porque su amabilidad se había disfrutado con sencillez. No soy tan amable como ella me ve, pensó. Sí, para ella es lo que soy, y es una de las pocas personas que aceptan su manera de verme sin la influencia de lo que soy para los demás. Ha convertido una semana ordinaria y agotadora en unos días interesantes que merecía la pena alargar. O tal vez solo le gustaba haberse liberado de las dificultades personales de siempre. No por Clemency, sino por Lillian, que detestaba los hoteles, salvo cuando estaban de vacaciones, el perseguido coste de la intimidad... ¿Y si uno comprase todos los días el oxígeno que necesitara para la jornada? Sería una buena forma de pagar por la existencia, una forma directa, en lugar de vestirla con impuestos estatales y llevar la intimidad como un abrigo de visón, un lujo del que alardean las personas que no saben qué hacer con él. Aunque quizá hubiera animales —como el visón— que podían llevar la intimidad gratis. El problema no era tanto que uno intentase evitar pagar por las cosas, sino tratar de averiguar cómo pagarlas. Cuando compras algo, en general no eliges ni el precio ni la moneda. Algunas personas parecían pasarse la vida entera intentando pagar por algo sin saber cómo hacerlo... y es probable que yo sea una de ellas. Si lo saben, desde luego, hay un componente de entrega —hay más altura y luz—, una pizca de dignidad y la posibilidad de algo más que la mera conducta. El apasionado interés que ahora solía exhibirse por el subconsciente se debía probablemente al hecho de que casi ninguna conducta superaba ese punto. Por tanto, era natural querer pagar grandes sumas por ver a cualquiera que hubiese logrado un control, incluso aunque fuera parcial, de su cuerpo, cuanto más de otras cosas. ¿Soy yo, en algún sentido, un hombre entregado?, se preguntó. Jimmy diría que estoy entregado al teatro, a escribir. Lillian diría que debería estar entregado a construir una vida con ella. No creo que ninguno de los dos se detuviera a considerar estos objetivos. ¿Y por qué deberían? Se supone que son mis objetivos y ni siquiera yo me he parado a pensar mucho en ellos. Se detuvo ahora en la calle para examinarlos, pero, al retener su cuerpo, perdió el hilo de sus pensamientos. Se dio cuenta de que estaba en la esquina de la 57 Este y recordó que era la calle favorita de Lillian, por las galerías de arte, y luego se preguntó por qué se había parado. Volvió a ponerse en marcha, observando la escena que formaba la mañana: el cielo de un azul sorprendente, el aire como agua carbonatada, la luz del sol, que acababa de salir, las calles limpias y casi vacías, demasiado temprano incluso para la gente que paseaba a sus perros, un escenario aún no atestado de multitudes. Una ciudad vacía tiene una inocencia que el campo, deshabitado a una escala mucho mayor, no tiene, caviló. Y volvió a pensar en cómo iban a habitar ese día esa ciudad ellos cuatro. Cuando Lillian y Jimmy llegasen, irían derechos al apartamento de Park Avenue. Lillian empezaría a deshacer el equipaje y diría que le resultaba imposible abordar la tarea y que quería su bebida favorita de las mañanas, champán con zumo de naranja, y entonces se sentarían todos en el salón a intercambiar pequeños aperitivos de las novedades hasta el momento de decidir dónde irían a almorzar, qué tipo de comida sería una solución intermedia entre la celebración que querría Lillian y el tentempié de un día de trabajo para Jimmy. Luego Jimmy y él volverían al bullicio de las audiciones, y Alberta ayudaría a Lillian con las maletas y a colgar sus cuadros. Cuando ellos dos estuvieran en un taxi de camino a la parte oeste, Jimmy se relajaría y le preguntaría por todo lo ocurrido durante la semana. Le preguntaría por La topera y los cortes que habían hecho, le preguntaría por La familia de las orquídeas (parecía haber sido un gran éxito y la había disfrutado con cierta indiferencia) y por supuesto le preguntaría cómo habían estado las Clemency. Luego tal vez le preguntase si la nueva obra iba tomando forma y él le diría que no. Por último, le preguntaría qué tal se había desenvuelto Alberta, y él le diría que lo había hecho muy bien teniendo en cuenta que no sabía por dónde se andaba en aquel mundo; que era concienzuda, infatigable y una buena compañía. Luego le describiría las caras que habían puesto Rheinberger y Schwartz sentados a su lado durante la cena y lo dejaría ahí. Volverían sobre las seis y entraría a ver a Lillian, que habría estado descansando y lo miraría con cara de «¡Por fin!» y le preguntaría por todo lo ocurrido durante la semana. Él le contaría quién había llamado y qué casas les habían ofrecido en Connecticut y en Massachusetts y le explicaría que no podían ir al sur porque tenía que estar cerca de Nueva York hasta que hubiesen conseguido una Clemency. Y luego ella querría saber cómo estaba progresando Alberta, y él le diría que había tenido muy buen ojo al encontrarla, que era callada y agradable y tenía muy buenos modales. Entonces Lillian le preguntaría si estaba avanzando con la nueva obra y él le diría que sí, que por eso quería irse de Nueva York cuanto antes. En ese momento se vino abajo: qué burdo par de personajes estaba esculpiendo. La única diferencia entre un camaleón y él era que el animal tenía motivos reales para comportarse como lo hacía y él no. Él no podía decir que esas fallas y esa falta de honestidad intermitentes le sirvieran ni para salvar la vida ni para ganarse el pan, así que ¿por qué lo hacía? Porque, por supuesto, esas no eran las únicas razones de verdad para hacer nada. Bien: si él no tenía, como dijo una vez un amigo médico de Lillian, una personalidad equilibrada, podía al menos permitirse una discusión realmente personal: Joyce contra Joyce o, tal vez, Emmanuel contra Joyce. Muy poco después de su primer éxito teatral, había descubierto que las mujeres que estaban seguras de poder seducirlo casi siempre comentaban lo maravilloso que debía de ser para un dramaturgo ser irlandés y judío, y las que querían seducirlo pero carecían de confianza en sí mismas siempre le preguntaban si no era muy difícil para un escritor tener tantos puntos de vista; la empatía, de hecho, era una táctica más tímida. De eso hacía más de treinta años, en Inglaterra, cuando la conciencia de clase estaba más o menos reducida a las capas altas y medias-altas de la sociedad y no se había extendido democráticamente a todos los «grupos de ingresos». (Los indios se reirían a carcajadas ante esta infantil identificación del dinero con la casta). La cuestión era que, con el éxito, había conocido a muchas personas que no querían parecer groseras ni condescendientes respecto a sus orígenes, eran incapaces de ser nada distinto y, por tanto, recurrían a su sangre mestiza como alternativa más segura. A él le daba igual y tampoco quería hablar sobre sus orígenes, pero había descubierto de golpe un buen número de pésimos lugares comunes. Si tus padres habían sido pudientes, o incluso acomodados, era razonable odiarlos; pero, si habían sido pobres como ratas y te habías criado en lo que algunos llamaban un «área deprimida» —el recuerdo de sus dos habitaciones y su «área» aún le hacía sonreír—, cualquier asomo de crítica era deslealtad y te hacía un engreído: tus padres se convertían en personajes y se esperaba de ti que los tratases como tales. Por eso jamás le había dicho a nadie, salvo a una persona, lo mucho que había odiado a su padre al final. Cuando ya no cabía en el cajón del aparador y tenía que dormir siempre encajado —en invierno, con las rodillas pegadas al pecho y, en verano, con las piernas colgando por el borde de modo que la madera se le clavaba en las corvas—, mientras estaba allí tumbado, solía imaginarse a su padre muerto: en invierno, de neumonía, y, en verano, de esa miliaria de la que había leído y que sonaba lo bastante horrible como para matar a cualquiera. Sin embargo, su padre seguía farfullando y dando tumbos, lleno de catastrófica vitalidad, hastiado de todo menos de la imagen que tenía de sí mismo y atormentado por todas las oportunidades que podría haber tenido. Cuando Emmanuel tenía once años, ya ganaba dinero, al menos, de forma más regular que él; a los doce sorprendió a su padre birlando su sueldo del bolsillo de su madre y lo dejó inconsciente de un golpe contra una lámpara de gas. Aquel ataque fortuito, que había sorprendido a Emmanuel, aterrorizó a su madre y despertó una especie de respeto furioso en su padre durante un par de días, pero, cuando se transformó en una arrogancia desafiante, supo que era hora de marcharse. Fue una mañana que jamás olvidaría, una mañana de noviembre, gélida y brumosa, a las seis de la madrugada, la hora a la que todos los días desde hacía meses encendía una vela, se liberaba del cajón, se ponía un jersey sobre la camisa (en invierno dormía con toda la ropa puesta menos el jersey), se comía el trozo de pan con pringue que le habían dejado por la noche y se pegaba la caminata hasta los establos donde trabajaba. Quince potros de tiro a los que había que dar de comer, a todos, antes de engancharlos a los carros para el reparto de la leche, y él solía llenarse un bolsillo de avena para írsela comiendo mientras tanto. Estaba oscuro, pero era reconfortante en comparación con su casa; le gustaba el cálido olor del estiércol y el de los viejos arreos sucios y el sudor seco, y los animales lo recibían relinchando confiados mientras esperaban en sus cuadras, con cínica paciencia, a que empezase el día de trabajo. Daisy, Bluebell, Captain, Lilly, Brownie y Rose, Twinkle, Major, Melba y Blackie... Dios, ahora no se...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Créditos
- Índice
- Dedicatoria
- Uno - Londres
- Dos - Londres-Nueva York
- Tres - Nueva York
- Cuatro - Nueva York-Atenas
- Cinco - Hidra
- Seis - Hidra
- Siete - Hidra
- Ocho - Atenas