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¡Las mujeres muy guapas
están siempre dispuestas a colaborar
en tejemanejes para engañar a los hombres!
CASANOVA
El mendigo no había obtenido nada, salvo un buen dolor de nalgas por llevar horas sentado sobre los adoquines irregulares, frente a un inmueble de altas ventanas guarnecidas con hierro forjado. De vez en cuando, su mirada se desplazaba hacia la iglesia de Saint-Martin, a unos veinte metros. Había sido, decían, una iglesia templaria. Una estatuilla, en la parte superior de la puerta central, le intrigaba. Representaba a un demonio con pechos de mujer, velludo y dotado de cuernos y alas de murciélago.
Cuando, por fin, el asistente del conde de Saint-Germain pasó por delante de él, se rascó con cara de asco, como si estuviera cubierto de piojos, y alargó la mano con gesto torpe. El otro no le dedicó la menor atención. El mendigo escupió en el suelo y lo siguió con la mirada. Cuando hubo desaparecido tras la primera esquina, se levantó con presteza y echó a andar apresuradamente para no perderlo de vista.
Dos días de vigilancia le habían permitido comprender las costumbres del sujeto. En las calles había tantos pobres diablos que nadie se fijaba en él. En algunos momentos, atacado por ser desconocido en el barrio, la daga que llevaba bien escondida y que manejaba con destreza, había disuadido a sus agresores de causarle problemas.
«El hábito no hace al monje», pocas veces un adagio tenía tanto sentido como en su caso. El monje, pues era él quien estaba bajo ese disfraz, siguió a distancia al asistente. Pasaron por delante del número 3 de la calle de Montmorency, una casa de aspecto medieval con la fachada oscura y austera. En los pilares figuraban unas iniciales medio borradas, las de Nicolas Flamel, leyenda de los alquimistas. Un bajorrelieve con la inscripción Ora et labora, «reza y trabaja», estaba también grabado en los pilares. El monje les dirigió una mirada curiosa y reanudó el seguimiento hasta la vivienda alquilada por el asistente del conde, en la calle de los Quatre-Fils. Aguardó después pacientemente a que el otro saliera. Cuando lo hizo, fue hasta un patio ciego donde escondió la ropa que llevaba y, una vez vestido decentemente, entró en el inmueble. Allí, provisto de ciertas llaves que Volnay ponía a su disposición, abrió la puerta de la vivienda del asistente.
Contrariamente a lo que habría podido hacer pensar el estado del inmueble, el lugar era agradable. Se entraba directamente a una estancia bastante grande, iluminada por grandes ventanales y decorada con una bonita chimenea de madera. Estaba amueblada con una larga mesa de roble y cuatro sillas, un armario de palisandro y un cofre. Bonitos tapices adornaban las paredes y varias alfombras de Venecia cubrían el suelo. Daba la impresión de que estas últimas habían sido añadidas recientemente. El monje verificó esta hipótesis levantándolas y observando el estado del suelo embaldosado debajo. Lo mismo sucedía con los tapices: si llevaran colgados mucho tiempo, habrían dejado su huella en las paredes.
«Aquí tenemos a alguien que ha ganado dinero en los últimos tiempos, y con rapidez», pensó el monje.
Dos puertas defendían respectivamente la entrada a un dormitorio y el acceso a un pequeño laboratorio. El dormitorio disponía de una gran cama y un bargueño con muchos cajones. Sobre un cofre de madera de las islas reposaba un candelabro de tres brazos. El monje echó un vistazo después a la última habitación y movió la cabeza con un aire de aprobación. También allí todo parecía limpio y bien cuidado. Los tubos se alineaban metódicamente detrás de las balanzas. El hornillo, bien lustrado, relucía débilmente en la penumbra de la estancia, iluminada por un minúsculo tragaluz. Iba a examinarla más a fondo cuando unos ruidos en la puerta le hicieron dar un respingo.
«¿Cómo es que el asistente del conde ha vuelto tan pronto?»
Al oír voces comprendió que el ocupante de la casa había ido simplemente a buscar a alguien. Sin alterarse lo más mínimo, el monje analizó rápidamente la situación mientras la llave giraba en la cerradura. La única solución era esconderse debajo de la cama. Fue a toda prisa al dormitorio y se metió, no sin dificultad, entre las patas de esta en el momento en que entraban en la estancia grande.
Se oyeron fragmentos de conversación amortiguados y luego la puerta del dormitorio se abrió. El monje vio un par de deliciosos tobillos, aprisionados en unos adorables botines, que muy pronto se encontraron a la altura de su nariz cuando la joven se sentó en la cama. El asistente del conde lo hizo en el sillón, como imponían los usos. El monje, escondido, prestó atención a sus palabras.
–Señorita, los años pasan, las arrugas aparecen y la belleza se marchita como se marchitan las flores. Tan solo perdura el recuerdo del Gran Jardinero, allá arriba... –Sin verlo, el monje supuso que el asistente del conde señalaba el cielo con un dedo–. Pero ¿qué diríais si el recuerdo de la rosa no se borrara? ¿Y qué diríais si ese regalo del cielo que es vuestra belleza atravesara el tiempo sin sufrir estragos? Hay rostros, señorita, que merecen la gracia de seguir siendo lo que son para continuar sirviendo de estuche a tan bellos ojos.
Bajo la cama, el monje esbozó una mueca de repugnancia al oír aquel lenguaje pomposo y florido. Oyó al asistente levantarse, vio a sus pies acercándose y notó que el colchón se hundía bajo su peso. Ahora debía de estar sentado junto a la joven, cuya incomodidad percibió por unos instantes. Vio sus botines moverse unos centímetros, como si su propietaria acabara de desplazarse para mantener cierta distancia con el asistente del conde. Este reanudó su discurso ampuloso:
–¿No es la belleza un regalo de Dios? ¿Y por qué tendría que recuperar Dios al cabo de tan poco tiempo ese presente?
–Pero quizá sea mejor así –objetó la joven, exhalando un suspiro–. Si Dios ha establecido de ese modo el orden del mundo...
Él rio, divertido.
–Dios también ha dejado entre las manos de la madre naturaleza los medios para remediarlo. El conde de Saint-Germain, con mi ayuda, ha sabido encontrarlos y encerrarlos en unos frascos cuyo valor es inestimable. Por supuesto, no puede desprenderse de ellos así como así y solo se los ofrece a algunas personas de muy alto rango. No obstante, como yo lo ayudo a preparar esos elixires, dispongo de uno de ellos.
El monje lo oyó levantarse e imaginó que iba hasta su secreter, de donde cogió el frasquito.
–¡He aquí una cosa de incalculable valor! –exclamó el asistente–. ¡Un bien más raro y precioso que el oro, el diamante, la esmeralda o el ópalo! ¡Un bien por cuya posesión se estaría dispuesto a matar! Ese bien, señorita, puede ser vuestro.
Había elevado el tono como un charlatán de feria. El monje oyó a la chica, azorada, agitarse en la cama.
–Bueno, mis padres tienen algunos bienes, pero yo no poseo nada.
–¿Nada? Señorita, eso es ofender vuestros encantos...
Se produjo un silencio que el monje imaginó embarazoso para la joven. El asistente del conde fue rápidamente hasta la cama y el monje notó que se sentaba muy cerca de la muchacha.
–El tiempo corre como en un reloj de arena y vuestra vida transcurre deprisa, señorita... El tiempo de una rosa pasa muy deprisa, permitidme, como humilde jardinero, que os haga beneficiaria de su ciencia.
–No sé si debo...
El monje notó moverse el colchón. Sin duda el asistente del conde acababa de poner su mano en la cintura de la chica para inclinarse hacia ella.
–Vuestro rostro es tan dulce, tan hermoso... ¡Oh, qué tersa tenéis la piel! ¡No, no quiero que cambiéis! ¡Nunca!
El monje oyó un suspiro sofocado, adivinó un beso y notó que los cuerpos se hundían en la cama. Meneó la cabeza y escuchó el resto con resignación.
Casanova observó a Joinville con circunspección. Sus anchos hombros estaban caídos y sus codos no se apartaban de la mesa, como si temiera perder el equilibrio. El hombre había bebido y el veneciano consideraba al animal incapaz de realizar más de una cosa a la vez.
Se encontraban en una encantadora casa de la calle del PetitBourbon a la que Casanova ya había tenido el placer de ir con anterioridad. Las paredes estaban cubiertas de cortinajes rojos y el resplandor de los candelabros iluminaba débilmente las mesas.
Criaturas muy amables, cuyas caricias tenían ciertamente un precio, pero que estaban llenas de pasión, poblaban la residencia. El veneciano había ido un día con un pintor al que conocía. Este gustaba de decir que un caballete es una cama en vertical y que el pincel de un pintor está siempre tendido en erección hacia sus modelos. Casanova guardaba de aquella ocasión el encantador recuerdo de una noche con dos jóvenes de lubricidad extrema.
Una muchacha de tez rojiza y labios glotones fue a servirles de beber, vino para Casanova y cerveza para su compañero. Su contoneo atrajo todas las miradas y Joinville la observó con ojos aviesos, mientras Casanova anotaba en alguna parte de su memoria que tenía que volver un día para conocerlo más a fondo.
–Esa tiene un temperamento ardiente –dijo Joinville, que había sorprendido su mirada–. Goza el doble.
–¡No me digas más!
El comerciante de vinos se inclinó hacia él, con los ojos brillantes.
–¡Aquí hay incluso una mujer que tiene un antojo en la cara, pero se vende a un precio muy elevado!
–La belleza exterior no lo es todo –se limitó a contestar Casanova.
Empezaba a impacientarse, en materia de mujeres no necesitaba consejos.
–Bueno –dijo–, he visto tu mensaje y he venido. ¿Has encontrado la manera de saldar tu deuda?
El otro desplegó una sonrisa astuta y se sacó de una manga un papel de mala calidad que parecía que acababa de salir de la imprenta.
–Mira –dijo–, una riada de libelos que inundará París mañana por la mañana. Si lees, verás que acusan ni más ni menos que a la Pompadour de mandar asesinar a las jóvenes amantes del rey de la forma más horrible, a fin de disuadir a cualquiera de oponerse a ella.
–El partido devoto...
La sonrisa del otro se acentuó.
–Podría pensarse que se trata de ellos, pero no, porque conozco muy bien al impresor. Es miembro de una sociedad secreta...
–¡Masones! –exclamó Casanova.
Parecía aterrado.
–No, no obedecen ni las leyes masónicas ni a Londres –dijo Joinville–. Se trata de una hermandad. Es una sociedad antiquísima y muy secreta. Primero se llamó Fraternidad de la Serpiente y luego Hermandad de la Serpiente.
–Novus ordo seclorum –citó Casanova, cuyo semblante había palidecido. «Nuevo orden para los siglos.»
–¿Qué es eso?
–Su divisa.
–Sabes muchas cosas –refunfuñó Joinville.
–Algunas, sí, ¡sobre todo cuando son secretas!
Se animó un poco y tomó otro trago de vino.
–He leído mucho...