
- 448 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La playa de los ahogados
Descripción del libro
«La playa de los ahogados es honda y humana... ¡Perdonen que no evite empujar hacia su lectura!»Pilar Castro, El Cultural, El Mundo«Una excelente novela policiaca.»Ernesto Ayala-Dip, El Correo
«Domingo Villar se confirma con La playa de los ahogados como un excelente escritor.»Rosa Mora, Babelia, El País
Una mañana, el cadáver de un marinero es arrastrado por la marea hasta la orilla de una playa gallega. Si no tuviese las manos atadas, Justo Castelo sería otro de los hijos del mar que encontró su tumba entre las aguas mientras faenaba. Sin testigos ni rastro de la embarcación del fallecido, el lacónico inspector Leo Caldas se sumerge en el ambiente marinero del pueblo, tratando de esclarecer el crimen entre hombres y mujeres que se resisten a desvelar sus sospechas y que, cuando se deciden a hablar, apuntan en una dirección demasiado insólita. Un asunto brumoso para Caldas, que atraviesa días difíciles: el único hermano de su padre está gravemente enfermo y su colaboración radiofónica en Onda Vigo se está volviendo insoportable. Tampoco facilita las cosas el carácter impulsivo de Rafael Estévez, su ayudante aragonés, que no acaba de adaptarse a la forma de ser del inspector.
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Información
La playa de los ahogados
A mi padre
Ahogar. 1. Matar a una persona o un animal sumergiéndolo en agua o impidiéndole respirar. 2. Causar sofoco. 3. Hacer sentir angustia, congoja o tristeza a una persona. 4. Apagar o sofocar un fuego. 5. Extinguir, suprimir.
El inspector Leo Caldas se bajó del taxi y dio dos zancadas para evitar los charcos que inundaban la acera. Entró en el vestíbulo del hospital, se abrió paso entre la gente que esperaba frente a los ascensores y se dirigió a las escaleras. Subió hasta la segunda planta y avanzó por un pasillo flanqueado por hileras de puertas cerradas. Se detuvo ante la marcada con el número 211, la abrió ligeramente y miró al interior. Tras una mascarilla verde, un hombre dormía sobre la cama más próxima a la ventana. La televisión estaba encendida, sin voz, y la otra cama vacía y con las sábanas dobladas sobre el colchón.
Consultó su reloj, volvió a cerrar la puerta y caminó hasta una sala de visitas situada al final del pasillo. Sólo halló a una mujer mayor cuyas ropas negras se destacaban contra el blanco de la pared. La anciana alzó la vista cuando Caldas asomó la cabeza, pero sus ojos regresaron decepcionados al suelo tras cruzarse con los del inspector.
Caldas se volvió al oír pasos a su espalda. Su padre avanzaba apresuradamente por el pasillo. Le saludó levantando una mano.
–¿Ya lo has visto? –preguntó el padre en un susurro cuando se encontraron ante la puerta cerrada.
–Desde aquí –contestó Leo–. Yo también llego tarde. ¿Has hablado con los cirujanos?
El padre asintió:
–Dicen que no merece la pena operarlo.
Al entrar en la habitación, el padre del inspector se sentó sobre la cama vacía, mirando a su hermano con la nariz arrugada en un gesto amargo. Leo Caldas se quedó de pie.
Una aguja vaciaba el contenido de varios frascos en el brazo escuálido de su tío Alberto, cuyo pecho se levantaba lentamente bajo la sábana y luego caía con brusquedad, como si cada exhalación fuese un suspiro profundo. El gorgoteo del agua destilada que filtraba el oxígeno y el silbido del aire que la mascarilla dejaba escapar por los lados ahogaban el rumor de la lluvia.
Leo Caldas atravesó la habitación hasta la ventana. Apartó el extremo de un visillo y, a través del doble cristal, contempló las luces rojas y amarillas de los coches atascados y la procesión de paraguas de la acera.
Se volvió alertado por el silbido de la mascarilla que su tío había apartado de su rostro para poder hablar.
–¿Sigue lloviendo? –preguntó con un hilo de voz antes de volver a colocarse el respirador.
Leo asintió, sonrió levemente sin separar los labios e inclinó la cabeza hacia el lugar que ocupaba su padre, señalándoselo. Su tío quiso volver a retirarse la mascarilla al ver a su hermano, pero éste no se lo permitió:
–Anda, déjate eso en su sitio. ¿Cómo estás?
El enfermo agitó una mano y se la llevó al pecho para dar a entender que le dolía.
–Bueno –comentó su hermano–, es normal que te moleste.
Tras un momento de silencio, el tío señaló el aparato de radio que descansaba sobre la mesilla y miró al inspector.
–Dice que te escucha –le aclaró el padre.
–Ya, ya.
El tío asintió, cerró el puño y levantó el pulgar.
–Dice que le gusta –volvió a traducir el padre.
–Ya, ya –dijo Caldas, y luego señaló la televisión muda, que emitía un informativo–. Creo que es más entretenida la tele.
Su tío negó con la cabeza y levantó nuevamente el pulgar hacia la radio.
–Dice que tu programa es mejor.
–¿De verdad piensas que no le entiendo? –preguntó Leo Caldas a su padre–. Además, no es mi programa. Yo sólo hablo alguna vez.
El padre miró a su hermano, cuyos ojos sonreían tras la mascarilla, y Caldas contempló fascinado cómo comenzaban a hablar sin necesidad de palabras, mirándose y moviendo los músculos del rostro, comunicándose en el lenguaje que conservan los que tienen en la infancia un idioma común.
La entrada de un médico en la habitación arrancó al enfermo una mueca de disgusto.
–Alberto, ¿cómo va? –preguntó el médico, y recibió por toda respuesta el balanceo de una mano.
El doctor descubrió la sábana y palpó varios puntos del abdomen del enfermo, que en el refugio de plástico verde que le aireaba los pulmones desencajaba su rostro con cada presión.
–En un mes está usted nuevo –dijo al concluir el examen y, tras guiñar un ojo al padre de Leo Caldas, abrió la puerta y abandonó la habitación.
Los tres hombres permanecieron en un silencio incómodo hasta que el tío Alberto, con un ademán, pidió a su hermano que se aproximase. El padre del inspector se acercó al borde de la cama y su hermano se retiró la mascarilla.
–¿Me harías un último favor? –preguntó con voz fatigada.
El padre cruzó una mirada con Leo Caldas.
–Claro.
–¿Aún conservas tu libro de idiotas?
–¿Cómo?
–¿Lo conservas o no? –insistió el enfermo, esforzándose por elevar su bisbiseo sobre el soplido del oxígeno.
–Sí, creo que sí.
–Pues apunta a ese médico –dijo, y señaló con su dedo caquéctico la puerta por la que había salido el doctor.
Luego se colocó la mascarilla sobre la nariz y la boca durante unos instantes para después retirársela y volver a susurrar:
–Es el doctor Apraces. ¿Lo recordarás?
El padre de Leo Caldas asintió y le apretó suavemente el brazo, y el rostro de su hermano se arrugó alrededor del plástico verde al sonreír.
Cuando se quedó dormido se reanudaron el gorgoteo del agua destilada y el brusco vaivén de su respiración.
Al salir del hospital, el inspector encendió un cigarrillo y su padre abrió un paraguas.
–Cabemos los dos –dijo.
Leo se arrimó a él y echaron a andar hacia el aparcamiento entre el recital de cláxones que ofrecían los conductores exasperados por el atasco.
–¿Tienes un libro de idiotas?
–¿No lo sabías? –contestó el padre sin mirarle, y Caldas advirtió que tenía los ojos acristalados.
Se sorprendió, pues aunque tras la muerte de su madre el rumor de su llanto le había acompañado muchas noches, nunca había derramado una lágrima cuando él estaba presente. Decidió retrasarse unos pasos a pesar de la lluvia y permitir que su padre aliviase su pena sin pudor.
En el aparcamiento, antes de entrar en el coche, su padre le preguntó:
–¿Te dejo en algún sitio, Leo?
–¿Tú adónde vas?
–A mi casa. Allí no hay ruido.
–¿Vendrás a verlo mañana?
–Por la tarde –asintió el padre–. Después de comer.
Podría avisar al comisario a primera hora y tomarse libre la mañana. Con suerte, también llegaría tarde a la radio y el fatuo de Losada tendría que arreglárselas sin él.
–Entonces te acompaño y me traes cuando vengas.
El padre se le quedó mirando.
–¿Vas a dormir en mi casa?
–Si me invitas… –dijo Leo.
–¿No trabajas mañana?
Leo Caldas se encogió de hombros, dio una calada rápida a su cigarrillo, lo arrojó al suelo y entró en el coche.
Rescoldo. 1. Brasa pequeña que se conserva entre la ceniza. 2. Resto o residuo que queda de una cosa, en especial de un sentimiento, pasión o afecto.
Algunas veces, en los meses de zozobra que siguieron a la muerte de su mujer, el padre de Leo Caldas había visitado la antigua casa solariega que ella había habitado de niña, una vivienda en ruinas que apenas mantenía los muros de piedra de su esqueleto. Sólo había resistido los años de abandono la bodega anexa a la casa, que, semihundida en la tierra para evitar cambios bruscos de temperatura, todavía conservaba en su interior varias cubas, una arcaica prensa de madera, una embotelladora de mano y otras herramientas rudimentarias. Paseando por la finca, por los bancales que descendían como un anfiteatro hasta el río Miño, el padre del inspector había hallado un bálsamo para su abatimiento, un alivio que la ciudad le negaba.
Un mes de octubre, viendo las uvas madurar hasta pudrirse en las viñas y estimulado por la idea de pasar más tiempo en aquel lugar, se propuso volver a elaborar vino en la vieja bodega. Así, tras varios meses de lecturas y asesoramiento, comenzó a cultivar una porción de terreno reducida, la más cercana a la casa.
Con la excusa de atender las viñas, todos los sábados y domingos madrugaban para desplazarse en coche hasta la finca. Casi cin...
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